Es la noche más fría de este invierno en Londres. Pero no estoy en casa con la colcha hasta el cuello. Estoy en la calle. Con guantes en las manos y las manos en los bolsillos y la capucha sobre la cabeza mientras veo una de las intervenciones artísticas y lumínicas más lindas de mi vida. Cuando unas luces blancas se encienden sobre un edificio en Regent Street —una de las calles más populares de la ciudad— es fácil olvidarse de la temperatura. La pared, con figuras que están a punto de encenderse, es una de las obras del festival Lumiere que empezó el jueves 14 de enero y termina hoy, domingo 17.

En la oscuridad se puede ver que, por encima de Liberty House —un edificio antiguo, gris y cóncavo—, hay focos LED —delgados, largos y blancos— que forman figuras, hasta ese instante, indescifrables. La luz se enciende y se dibuja un muñeco hecho de palitos y un círculo de luz. Stick men. El muñequito vive, corre, huye, salta por todo el edificio. Se multiplica y se divide. Todo por el efecto de las luces que se encienden o se apagan. La obra se llama Keyframe y fue creada por Groupe Laps, un colectivo de artistas que usa luces en espacios urbanos para contar historias. Los focos —separados o juntos— se iluminan y mueven acompañados de música —a veces de suspenso, a veces de alegría, dependiendo del momento por la que el hombrecillo atraviesa. Es difícil desviar la mirada. Es imposible no sonreír.

Es la primera vez que Lumiere hace sonreír a los peatones de Londres. El festival, organizado por Artichoke —una compañía inglesa que trabaja con artistas para invadir el espacio público con eventos en vivo— se hizo por primera vez en 2009 en Durham, al noreste de Inglaterra. Y por segunda, en 2013, en Derry, Irlanda. Esta, la tercera, está dividida en treinta puntos de algunas de las zonas populares de la capital inglesa: Mayfair, King’s Cross, Picadilly, Regent Street y Saint James’, Trafalgar Square y Westminster. En la página oficial del evento, los organizadores se describen como “apasionados por la posibilidad de la luz y cómo puede transformar ambientes urbanos”. Es como si su definición la hubiese escrito  cualquiera de los cientos de personas que —sin que les importe el frío— observan a los muñecos de luz moverse.

Cuando la escena de los Stick men se acaba, vuelve a comenzar. Hay quienes se quedan y repiten. Nosotros seguimos en busca de más luz. A pocos minutos de caminata, en una vitrina de una tienda de ropa, un vestido brilla detrás del vidrio Está ahí, haciéndose pasar por  un vestido cualquiera en una estantería más de las miles que hay en las calles londinenses. Pero es, en realidad, una pieza particular: cambia de blanco a amarillo, de amarillo a naranja, de naranja a rosado. Es como un cuento de hadas. Pero de verdad. La gente se amontona para tomar fotos, algunos espacios de Lumiere son más pequeños y los voluntarios piden que la gente le dé tiempo a otra gente para ver también.

El espacio más atiborrado es Aquarium. Es una cabina de teléfono roja, la clásica londinense, de esas que ya nadie usa para llamar, solo para fotografiarse. No está vacía, los artistas franceses Benedetto Bufalino y Benoit Deseille la convirtieron en una pecera turquesa, con mucha luz, algas y peces pequeños de diferentes colores. Es casi surreal.

Según la descripción de los artistas en la página oficial de Lumiere, lo hicieron para “invitarnos a soñar en viajar y escapar de nuestra vida cotidiana” y quienes observan esa caja roja con vidrios parecen haber caído en ese sueño lúcido y mágico. Un efecto parecido, casi hipnotizante, tiene Luminéoles, unas criaturas de tela blanca que cambia de color mientras flotan en el aire. Son una especie de peces voladores que funcionan como cometas: se mueven con la ayuda del viento y de unos hombres que intentan que las figuras no toquen el suelo. Su movimiento, aunque casi no depende de quienes las sostienen, coincide con la música instrumental que se reproduce. Es una melodía que recuerda al soundtrack de Harry Potter y al de otras películas sobre magia. Los peces flotan rodeados de unas linternas en forma de flor, los peatones observan concentrados, detenidos en un punto, algunos olvidan que hay cientos de personas que quieren ocupar ese mismo espacio.

Siempre me ha encantado ver el cielo cuando la noche está muy oscura y las estrellas más brillantes. No sabía que la luz artificial tuviese un efecto parecido. En Grosvenor Square paso casi diez minutos mirando fijamente una pantalla. Son líneas de diferentes colores, una al lado de otra, que se mueven —o bailan— con una adaptación de Romanian Folk Dances No. 3 de Bela Bártok. En ese momento solo tengo un mapa de las treinta locaciones en las que puedo encontrar algo de Lumiere, sin ninguna explicación de cada uno. Poco después me entero que esta obra, de la artista Elaine Buckholtz, es una adaptación de El Café de Noche, de Van Gogh: un disco que gira sin parar y una cámara de video que tiembla, que transforman la obra en una serie de pinturas lineales en movimiento.

En ese mismo parque, unas bancas de luces —que cambian de color— no sirven para sentarse sino para fotografiarse. Todo Lumiere es memorable y es comprensible que la congestión sea por los turistas o ciudadanos que quieren la mejor foto.

El registro de esa fría noche, más que en mi celular, está en mi memoria. Como un recuerdo de que la luz ilumina mucho más que espacios.