Cabría preguntarse cuál de todos los David Bowies ha muerto. Si el elusivo padre de familia, el dios del rock, el extraterrestre andrógino, la estrella de MTV, el drogadicto, el travesti, el actor de cine, el suicida que solía asesinar a su alter ego en escena, el hijo de una familia de clase media, el irresponsable, el duque blanco, la estrella negra. Bowie, nos han dicho, es el maestro de la reinvención, pero puede que no sea cierto.
Pensar que Bowie se reinventaba es quedarse en sus artificios: una tentación del lugar común. Se reinventa cualquier aspirante a entertainer con un buen equipo de relaciones públicas, cualquier adolescente que ha descubierto su libido y quiere olvidar su paso por el club de Disney. Pero Bowie no: “él no ha sido una sola cosa” —Mick Rock, fotógrafo del disco Ziggy Stardust, aclaraba sobre él en The Guardian— “Él era el gran sintetizador”: una máquina en la que confluyeron todos los ruidos de su época.
Son tantos Bowies que escoger uno sería un reto a la indeterminación. Imposible tomar una sola melodía entre sus sucesivos cambios de registro, entre sus declaraciones contradictorias y redenciones. Pero de todos los Bowies hay uno especialmente elocuente. Es el que dijo: “La música ha sido mi puerta a la percepción y la casa donde vivo”, el que se valió del arte, en sus palabras, como una “lujuriosa fuerza vital” que le fue ofrecida durante casi siete décadas.
David Bowie es el maestro de la percepción. El que ha hecho de la máscara una estrategia de la transparencia: el mago de un juego capaz de usar la música para nombrar un mundo hasta ese momento ensombrecido. “No es tanto como me sentía sobre las cosas, en vez de cómo se sentían las cosas a mi alrededor”, dijo en ese mismo discurso. El artista puesto ante la realidad, en constante contingencia. Por eso muta, se arrastra hacia las esquinas más sucias, o se arma el disfraz más rimbombante. Su cruzada fue ambiciosa: “cambiar el tipo de información que contenía el rock”, en una gesta que trasciende la mera reinvención, pues le atraía más: “la idea de la manipulación de signos que de la expresión individual”, es decir, olvidarse del personaje.
Estamos empeñados en comprender al mundo como rastro de nosotros mismos, en buscar el “sentimiento de una asimilación”, diría Niezstche (y me perdonan la tristeza). Pero El hombre que cayó a la Tierra supo sintetizar la experiencia de la época que le tocó vivir con una mutable fuerza poética. De esa expansión de la percepción habla Nietzsche en Sobre la moral y la mentira en el sentido extramoral. Diría el filósofo que en el Bowie artista el intelecto celebra sus Saturnales, su fiesta máxima, pues se conjugan las intuiciones metafóricas para tomar viejos conceptos (el rock, el género, la moda) como “un juguete para sus más audaces obras de arte», en una bacanal de destrucción, mezcla y reacomodo irónico donde se une lo diverso y se quiebra lo similar.
Quizás por eso sea tan complicado asimilar todas las facetas de Bowie. Una revisión hecha por el Columbia Journalism Review sobre las notas hechas a raíz de su muerte, por ejemplo, señala cómo generalmente se omite la sexualidad del artista. Pero ese es uno de los conceptos que en Bowie pareciera asemejarse más a un cubo Rubik que al cara o sello de una moneda.
Entre los homenajes se ensaya una refutación: Giles Fraser, sacerdote de la iglesia anglicana y columnista de The Guardian, también pone a Bowie como un übermensch reinventado (Gotta make way for the Homo Superior!). Pero Fraser lo ve como un problema. La singularidad radical de Bowie la entiende como un peligroso vicio que, extrapolado a la sociedad toda, es una catástrofe. El trabajo de Bowie era “la fantasía de una vida sin las restricciones de la gravedad (moral)”. Un tipo de filosofía que —de regreso al planeta Tierra— es más una maldición que una bendición.
Para Fraser la reinvención de Bowie es una forma de escape, de saltarse la imposición de una historia en la búsqueda de una esencia. Fraser cae en el error de buscar en la capacidad de reinventarse una forma de ajustar el mundo al propio sujeto, cuando Bowie es al revés: una liberación del intelecto en pos de la invención, del sueño, donde el sujeto se permite delirar a partir de su percepción del mundo.
Reinventarse se hace a partir de un “antes era pero mañana seré”. La carrera de Bowie parece mejor fundada en la duda, en la mezcla intuitiva, en pasos escurridizos pero fulgurantes. Por eso dejemos que se reinventen otros. A Bowie le queda mejor la contingencia, las formas del humo, el movimiento perpetuo.