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En diciembre de 2015, la Asamblea Nacional aprobó la Ley Orgánica de Gestión de la Identidad y Datos Civiles que regula cuestiones como la adopción, el matrimonio o el orden de los apellidos de manera incompatible con el principio de igualdad y no discriminación protegido en la Constitución. Una incompatibilidad a la que, tristemente, los ecuatorianos nos estamos acostumbrando. De todos los defectos de los que adolece, hay uno que ha generado una controversia equivocada: la opción de sustituir en la cédula de identidad, por una sola vez en la vida, “sexo” por “género”.

Las reacciones a este cambio han sido muy diversas. Ciertos grupos de la sociedad civil lo han celebrado como una conquista histórica. Algunos colectivos trans han señalado que el género en la cédula no debería ser opcional, sino que debería tener un campo para el “sexo” y otro para el “género” para que no se estigmatice a las personas que opten por la sustitución que la nueva legislación permite. Otros defensores de los derechos LGBTI han expresado que el documento debería mostrar únicamente el género y no el sexo. Y no ha faltado quien afirme que el género en la cédula no debería existir porque el único género que existe es el género humano.

Rafael Correa tampoco ha aportado al debate. A pesar de que como Presidente tiene el deber de hacer efectivos los derechos a la igualdad y no discriminación, no ha podido evitar estigmatizar en sus discursos a las personas LGBTI y a quienes defienden sus derechos. Recordemos que él afirmó que académicamente la ideología de género no resiste el menor análisis porque destruye a la familia. También criticó las reivindicaciones LGBTI, a las que calificó de excesos, novelerías, barbaridades y fundamentalismos con propuestas absurdas que atentan contra las leyes naturales. Al referirse públicamente a la nueva Ley, Correa se mostró más mesurado: defendió que las personas puedan tener en su cédula el género al que sienten que pertenecen, pero no pudo esconder sus prejuicios al anticipar que la opción no sería tan fácil porque«hay que ser mayor de edad, hay que tener testigos que dos años esa persona se ha identificado con ese género». Además tranquilizó a los detractores de la ley: “siempre vamos a defender la familia tradicional, de un papá, una mamá, hijos de ambos sexos”. El reconocimiento constitucional de las familias diversas no es más que un saludo a la bandera si la legislación responde a las convicciones personales del Presidente.

Todos esto demuestra que la comprensión sobre las diversas orientaciones sexuales, identidades y expresiones de género —así como sobre la diversidad corporal, y sobre la terminología para referirse a ellas— es aún bastante limitada en el Ecuador. Evidencian también los arraigados prejuicios que existen contra toda forma de identidad que desafíe normas y roles tradicionales. Sobre todo, confirman la necesidad de una discusión pública.

El debate legislativo —así como el debate social y político— alrededor de la ley ha omitido considerar que a las personas se les asigna un “sexo” al nacer en base a la percepción que de sus genitales tienen terceros. Si bien en la mayoría de casos esa asignación resulta sencilla, también hay otros —como los de las personas intersex— en los que esta asignación es arbitraria porque sus cuerpos difieren de los estándares corporales femeninos o masculinos. La CIDH documentó recientemente que con el fin de adecuar los cuerpos a los estándares masculinos o femeninos, los médicos tienen la práctica de someter a los niños intersex a cirugías de asignación de sexo para “normalizar” la apariencia de sus genitales. Estas cirugías no son sólo médicamente innecesarias y tienen consecuencias irreversibles, sino que además se hacen sin su consentimiento libre e informado. La diversidad corporal y sexual va mucho más allá de los términos femenino o masculino que la cédula de identidad prevé tanto para el sexo como para el género.

Podría decirse se ha dado un paso adelante en lo que se refiere al género: se ha comprendido que puede o no corresponder con el sexo asignado al momento del nacimiento, pues no está relacionado con los genitales, sino con la manera en la que las personas se identifican o se sienten. No obstante, al ser sexo y género son dos conceptos distintos, resulta ilógico que la ley busque sustituir el uno por el otro.

Todos tenemos derecho  a definir de manera autónoma nuestra identidad sexual y de género, así como que los datos consignados en el Registro Civil correspondan a nuestra definición identitaria. En consecuencia, tanto el Estado como la sociedad deben reconocer y respetar y respeten esa autoidentificación. La intervención de las autoridades estatales no puede estar dirigida a poner obstáculos adicionales ni pretender que la identidad se constituya únicamente a partir del reconocimiento de la autoridad del Registro Civil.  

Por ello, quizá ni el sexo ni el género deberían constar en la cédula. La nueva ley contempla claramente dos sistemas diferenciados: el de registro y el de identificación. Es útil y necesario que en el primero las autoridades registren todos los datos de una persona, desde su nacimiento hasta su muerte, pasando por los cambios en su estado civil, entre otros. Ese sistema, respetando el principio de confidencialidad, debería registrar toda variable de la identidad, incluidos el sexo y, si las personas lo desean, el género. Pero el sistema de identificación —la cédula— sólo requiere: los datos necesarios para vincular a una persona con el registro público (un número), y los datos relevantes para su identificación pública. No es necesario que incorpore datos que las personas podrían desear mantener en su esfera  privada como sexo o género. Pienso en cuántas veces me exigen presentar la cédula en transacciones cotidianas y me pregunto: ¿por qué sería relevante para el público conocer si tengo vagina o pene, si me identifico con lo que la sociedad acepta como masculino o como femenino, o si no me identifico con ninguno de esos géneros?  

Los datos necesarios para otorgar certeza a las relaciones jurídicas o contractuales, así como para levantar estadísticas, bien pueden obtenerse vinculando el número de la cédula con el sistema de registro personal único. El derecho a la identidad no puede vaciar de contenido al derecho a la vida privada. Admito que el tema requiere mayor debate, pues subsisten problemas que no se solucionan con esta propuesta. Por ejemplo, eliminar estos datos de la cédula no resuelve el conflicto que enfrentan las personas trans cuando son detenidas y llevadas a centros de privación de libertad en donde se separa a las personas según su sexo y no según su género. De hecho, tampoco evitará la discriminación imperante en Ecuador contra las personas LGBTI.

Pero, desgraciadamente, la normativa ecuatoriana impide que estos temas se debatan a profundidad. Primero se elevó a prohibición constitucional la adopción igualitaria y el matrimonio igualitario, por ejemplo, impidiendo que los jueces puedan avanzar en ese sentido como ha sucedido recientemente en Colombia y México y antes en Argentina, Uruguay y otros países de la región. Luego, tanto la Ley Orgánica de Comunicación como el Código Orgánico Integral Penal tienen artículos que permiten al Estado sancionar a quienes se expresen de manera discriminatoria contra las personas LGBTI.  La SUPERCOM no se hizo esperar y ya inició el trámite de una denuncia contra el diario El Universo por publicar una caricatura de Bonil que representa humorísticamente este tema. La denuncia fue presentada por un representante de la Federación Ecuatoriana de Organizaciones LGBT, que asegura aglutinar a más de sesenta organizaciones a nivel nacional. Independientemente del desenlace de la denuncia, su apertura a trámite por parte de la SUPERCOM genera un efecto inhibitorio en el debate público. El debate público que la Federación Ecuatoriana de Organizaciones LGBT quiere eliminar es el único camino hacia la igualdad. 

Estos temas requieren más libertad, más expresión, más diversidad para confrontar ideas, estereotipos, prejuicios. Si se amenaza con sancionar al que bromea sobre el género en la cédula, ¿con qué libertad podemos debatir seriamente sobre el tema?

La nueva Ley Orgánica de Gestión de la Identidad y Datos Civiles se encuentra muy lejos de garantizar el derecho de toda persona a autodeterminarse y escoger libremente las circunstancias con las que se identifica y a través de las cuales da sentido a su existencia. La Asamblea Nacional legisla en base a prejuicios y estereotipos culturales y religiosos, contribuyendo al desconocimiento de la diversidad sexual y de género. 

Esta ley  tiene pinta de progre pero en su esencia limita excesivamente nuestras libertades y derechos.  Mientras tanto, la Federación Ecuatoriana de Organizaciones LGBT se aprovecha del afán de censura de la SUPERCOM para iniciar un trámite administrativo sancionatorio que no eliminará la discriminación, los prejuicios ni el odio contra las personas LGBTI: apenas inhibirá que profundicemos el debate, impidiendo que a través de argumentos podamos combatir los estereotipos y avanzar hacia la igualdad. 

El proyecto de ley ignora, también, que existe una enorme y maravillosa diversidad en cuanto a la identidad de género. Así como hay personas a quienes al nacer se les asignó el género masculino y su identidad de género es femenina, hay personas a quienes se les asignó el sexo femenino y su identidad de género es masculina. Pero además hay personas que no se identifican con el binario mujer/hombre. Por eso llama la atención que activistas LGBTI en Ecuador se limiten a exigir  que todas las personas tengan en su cédula el género y no el sexo, sin que les preocupe que bajo la legislación propuesta ese género será siempre masculino o femenino, dejando fuera a quienes no se identifican con esa dual comprensión. Además, existen muchas personas no conformes con el género, es decir, que pueden identificarse con un abanico que no se adecúan a los estereotipos sociales sobre el género como un binario masculino y femenino.  La ley las ignora por completo.

La forma en la que vivimos nuestra identidad de género es diversa y variante: abrir posibilidad para que las personas sustituyan género por sexo por una única vez en su vida desconoce por completo la complejidad de la sexualidad humana. No se trata de cuestiones estáticas ni de cambios que se presenten una sola vez en la vida. 

Comentario aparte merece el veto parcial del presidente Correa. Su objeción modifica el artículo 30 del proyecto de ley de forma tal que “el dato sexo no podrá ser modificado del registro personal único excepto por sentencia judicial, justificada en el error en la inscripción en que se haya podido incurrir”. Una enorme conquista de los grupos LGBTI de todo el mundo ha sido la posibilidad de cambiar el sexo en la cédula con una simple declaración, poniendo fin a exámenes médicos, pruebas científicas y procesos judiciales que atentan contra la dignidad de las personas transexuales y las patologizan. Si el veto presidencial es aprobado, las personas que han decidido cambiar su sexo, incluso con cirugías de reasignación genital, no podrán registrarlo en la cédula pues tendrían que probar un error en la inscripción al momento de nacer.

En relación con la sustitución del campo “sexo” por el campo “género” en la cédula, el Presidente considera que es un acto que “debe revestírselo de solemnidades”. Por eso modifica el artículo para exigir la intervención de dos testigos que acrediten una autodeterminación contraria al sexo del solicitante y por al menos dos años, como ya había anunciado en una alocución presidencial. Exigir testigos que afirmen que hace dos años esa persona se siente de un género distinto a su sexo, raya en lo absurdo, y es denigrante. 

La identidad es la forma en la que nos sentimos profundamente, y no necesariamente la forma en la que nos expresamos en público, por lo que mal podrían testigos dar fe de cómo nos identificamos. Más aún, en este país plagado de estereotipos, terceras personas podrían tener una percepción totalmente equivocada sobre nuestro género, basadas en sus propias concepciones sobre la forma en la que debemos expresar nuestra feminidad o masculinidad. El que un testigo perciba a una mujer como “masculina” o a un hombre como “femenino” no tiene relación alguna con la identidad de género de esa persona. Pero, lo que es peor, exigir testigos que declaren ante una autoridad cómo perciben a las personas LGBTI será una nueva fuente de discriminación y humillaciones contra quienes no se ajustan al estereotipo social de lo masculino o lo femenino. Basta recordar la cantidad de casos documentados por este mismo gobierno en los que personas LGBT han sido internadas —incluso por sus propios padres— en “clínicas” de deshomosexualización en las que se las sometía a agresiones sexuales y otras formas de tortura, para dudar de la idoneidad de esos testimonios.

Bajada

(Ni debate público al respecto)

 
fuente

Fotografía de Adolfo Lujan bajo licencia CC  by 2.0. Sin cambios.