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Hasta los mexicanos se impresionan cuando se enteran que a siete kilómetros de Puebla y a dos horas en auto de la Ciudad de México, está, en Cholula, la pirámide con la base más grande del mundo. Son 450 metros por lado, casi el doble que las de las pirámides de Giza, en Egipto. Cuando el turista inexperimentado recorre la zona esto parece mentira porque a primera vista la base no se muestra extraordinaria, pero en realidad lo que se ve como el fin no es sino un escalón más: es tan grande que no se puede ver por completo porque hay calles y casas que están encima de ella. Sin saberlo, se camina sobre la pirámide durante una buena parte de la estancia en Cholula. Puebla es el nombre del Estado mexicano y también de la ciudad que es capital del estado. Cholula era un pueblo completamente independiente de Puebla, hasta hace algunos años pero ahora ya es prácticamente parte de Puebla debido al crecimiento demográfico, por eso hablar de Puebla y de Cholula ahora es lo mismo. Y aquí hay que aclarar que Puebla tiene muchos nombres: Puebla  de Zaragoza, Puebla de los Ángeles, Heroica Puebla de Zaragoza, pero aquí usaré el más general: la de ciudad de Puebla.

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Puebla es una ciudad de cerca de millón y medio de habitantes que suele ser sede de congresos porque es una ciudad barata comparada con la capital y tiene 422 universidades (la segunda ciudad con más instituciones del tipo en el país) que atraen a jóvenes de todo el país, pero es poco turística por su cercanía con la capital. Hablar de Puebla y Cholula se ha vuelto casi lo mismo debido al crecimiento demográfico: Cholula, que antes era un pueblo, es ahora una zona conurbada de la ciudad de Puebla. Quienes visitan México no saben de Puebla o prefieren quedarse a conocer mejor la Ciudad de México. Por eso Puebla es un lugar ideal para los viajeros que buscan lo diferente: sin el agobio de las multitudes pero con cosas lo suficientemente atractivas como para no aburrirse en dos o tres días.

Una de las cosas  más llamativas del Puebla es la Gran Pirámide de Cholula, o Tlachihualtépetl, que, explican los arqueólogos del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), está dedicada a Tláloc, el Dios de la lluvia. La obra es el producto de siete pirámides superpuestas —cubriendo en su totalidad a la anterior— construidas en un lapso de mil años. Para los cholultecas, como para muchas otras culturas mesoamericanas, las pirámides fungían como plataformas para ceremonias que tendrían lugar en la cima, para que pudieran ser vistas por todo el pueblo. Su forma y el tamaño era un signo del poder del cacique que las había mandado a hacer, es por eso que los cambios políticos generalmente significaban la construcción de una nueva pirámide. Hacerlo encima de la anterior tenía una doble ventaja: ahorro de recursos porque los cimientos ya estaban puestos y la garantía de que el poder anterior sería olvidado. Los pobladores ahora solo pueden ver la nueva edificación. La historia de la pirámide no acaba ahí: cuando los españoles llegaron a Cholula, en 1519, decidieron construir un altar a la Virgen de los Remedios en la cima, que se ha vuelto un ícono de la ciudad. Mentiría si dijera que ver la pirámide de cerca es saberse diminuto en la inmensidad del universo, pues apenas tiene sesenta y cinco metros de alto, menos de la mitad de la altura de la pirámide de Keops en Egipto, pero la experiencia de esta edificación de Cholula tiene que ver con ella y con todo lo que la rodea. A diferencia de la gran mayoría de sitios prehispánicos en México, la pirámide aquí no está aislada, forma parte de Cholula y su vida cotidiana, y cada vez más de Puebla. Presenciarla plantea un giro a nuestra visión del legado indígena: no como algo alejado y reservado a los museos, sino como un elemento más de nuestra vida, una parte de nosotros.

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La naturaleza hizo suya la obra del hombre después de muchos años: ahora casi toda la pirámide está cubierta por maleza. Hoy uno de los principales atractivos turísticos es el paseo por los túneles que corren dentro de la pirámide. Los pasadizos internos no fueron hechos para celebrar ceremonias en la época prehispánica, sino que fueron construidos recién en el siglo pasado como parte de las expediciones arqueológicas para entender cómo fue hecha la pirámide. El visitante se da cuenta apenas entra que no fueron hechos para visitas guiadas: son estrechos, solo cabe una persona a la vez, se debe caminar con la cabeza agachada en la mayor parte del recorrido y el sistema de ventilación es muy rústico, unos cuantos boquetes en el techo que permiten la entrada de aire fresco. La única adición más actual son unas tiras de plástico a manera de piso que sirven para nivelar al caminante y proteger los bloques de la pirámide. Es fácil sentirse en una película de Indiana Jones.

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La excavación de los túneles comenzó en 1931 y terminó, luego de un intermedio en los cincuenta y parte de los sesenta, en 1970. Por estos trabajos conocemos las dimensiones de la base y cómo es su estructura. Además de entrar a los túneles, se pueden visitar los vestigios de altares que están a un lado de la pirámide y subir a la parroquia a disfrutar de la vista panorámica de Cholula: casas bajas de muchos colores, calles bien planeadas y tantas iglesias que pareciera que en cada esquina hay una. La vista es ideal antes de bajar a comer algo típico.

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Las calles de Cholula están llenas de pequeñas casitas coloniales muy bien cuidadas y en el zócalo, a escasas tres cuadras de la pirámide, hay restaurantes con una vista que combina las construcciones coloniales con las prehispánicas. Si se visita en julio, agosto o septiembre, lo mejor es de plato fuerte chiles en nogada. Su historia viene del barroco, corriente nacida en Europa en el siglo XVII que tuvo su versión en la Nueva España, a la que se conoce como Barroco Novohispano. Se caracterizó por el refinamiento y la decoración casi sin límites, que impactó igual la arquitectura que la cocina. El afamado platillo tiene una leyenda que lo relaciona con la historia de México: cuando Agustín de Iturbide —clave para la consumación de la independencia de la Nueva España— visitó Puebla poco después de que se firmaran los Tratados de Córdoba —que daban la independencia—,  las monjas de Puebla, para halagarlo y celebrar el logro decidieron crear un platillo que representara a la región y que tuviera los colores de la nueva bandera. Pero lo que más impresiona es la complejidad de su producción. La receta consiste en un chile poblano (suave, a veces picoso, de color verde y endémico del estado), relleno de picadillo —un guisado de carne de res y de puerco con acitrón, durazno, manzana verde, pasas, almendra, nuez, cebolla, ajo, plátano macho, jitomate, y un poco de clavo y canela para dar sabor—. El chile relleno después se baña de la salsa que le da nombre: la nogada, que está hecha a base de crema, nuez de castilla, vino blanco o jerez, leche, queso y canela o nuez moscada. Para rematar, se adorna con granada y perejil que crean en la mesa la bandera tricolor. En el paladar es como tener todos los sabores a la vez. La nogada es dulce y contrarresta el picor del chile, que a su vez se compensa con el sabor de la carne y los condimentos salados. Es recomendable catarlo con una copa de vino blanco para aprovechar esas diferencias. Hay quienes después del plato no comen nada más, dicen que todo está contenido en él: entrada, plato fuerte y postre.

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En la noche de Cholula la pirámide y la iglesia se iluminan y se ve la zona universitaria de la ciudad. Se puede caminar alrededor del Tlachihualtépetl, donde de nuevo es posible observar cómo la época prehispánica —la pirámide—, la colonial —la iglesia— y la moderna —la universidad— conviven en esta pequeña ciudad.

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Dos razones para recorrer una pequeña ciudad a dos horas del DF

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