Unos meses antes de cumplir treinta me reencontré con la oscuridad. Una noche de 2012, mientras caminaba por una pequeña aldea achuar llamada Pakints, en medio de la amazonía ecuatoriana, apagué la linterna que llevaba sobre la frente: me quedé ciego. Estiré la mano para ver hasta dónde alcanzaban mis ojos: las puntas de mis dedos eran apenas visibles. Era como estar en ese verso de William Ernest Henley: “negro como el abismo, de polo a polo”. La desolación que sentí era apenas comparable con la desorientación que me sobrevino: el mundo no tenía forma. Era el vacío y los ruidos perpetuos de la selva. Prendí y apague el foco un par de veces más. En un momento, miré al cielo: ahí estaban, fabulosas e incontables, las estrellas que no veía desde que pasaba meses enteros en la casa de playa de mi abuelo, en un pueblo donde la electricidad se cortaba, con mucha frecuencia, a las once de la noche. La profundidad de la nada aparente en que quedábamos tenía también una banda sonora propia: el mar golpeando —incesante y exacto como un faro— contra la arena. Recordé estos dos momentos felices de mi vida mientras leía un ensayo de Joseph Stromberg Las estrellas están desapareciendo delante de nuestros ojos. Por eso, me fui a buscar los cielos más oscuros que nos quedan sobre cómo el exceso de luces de las ciudades está produciendo generaciones enteras de niños que no conocen lo que es un cielo estrellado.

Mirar al cielo es una costumbre humana milenaria. El dibujo de la Luna más antiguo del que se tiene registro se hizo, hace cinco mil años, en Irlanda. “Cada vez que un ser humano ha alzado su cabeza, ha dicho o hecho cosas fascinantes” —dice Isabela Ponce en su ensayo La importancia de mirar al cielo— “Cuando el monje Giordano Bruno lo hizo, a fines del siglo catorce, tuvo una revelación: el Sol, dijo, era simplemente una estrella, entre millones, alrededor de la que giraban otros planetas como la Tierra, y que el Universo contenía un número infinito de mundos habitados”. Es difícil imaginar a Bruno hacer una reflexión semejante en nuestros días: la contaminación lumínica de edificios, alumbrado público, automóviles y todas las demás infinitas lámparas que encendemos durante la noche nos están dejando ciudades con una horripilante corteza naranja que nos ciega.

Es más que una quiebra romántica. Según Stromberg, la absurda cantidad de luz que irradiamos en nuestras noches, podría alterar desde patrones migratorios de aves y especies marinas hasta los ciclos de sueño de los seres humanos. Esto sucede en un mundo en el que, según Rebecca Boyle, autora del ensayo El fin de la noche, más del 60% del mundo (y el 99% de los Estados Unidos) vive bajo un cielo contaminado por luz. Una luz que, además, no sirve para mucho: creer que los lugares mejor iluminados son menos propensos al crimen es, cuando menos, impreciso. De hecho, según estudios hechos en diferentes ciudades de Estados Unidos y el Reino Unido, la iluminación de los espacios públicos no es un factor determinante en reducir delitos. Hay un informe especialmente elocuente que se hizo en Gales e Inglaterra después de que varios municipios decidieran —por presupuesto y, según dijeron, motivos ambientales— apagar una parte de su alumbrado público: no hubo más accidentes de tránsito, ni mayor incidencia criminal. “En general” —concluye el estudio “no hubo evidencia para una asociación entre el total de delitos y el apagón de las luces”. Ese inmediato vínculo entre luz y bienestar es un rezago medieval y, si se lo piensa un poco, un argumento infantil: el delito no se extingue con solo encender una lámpara —los monstruos imaginarios de los niños sí.

Nadie necesita tanta luz. Todos necesitamos ver al cielo. “Todos somos astronomos”, dijo Neil deGrasse Tyson en Cosmos, la maravillosa serie documental que creó Carl Sagan. “Es poético y cierto” —dijo Boyle— “El cielo nocturno nos pertenece a todos: es el reino natural que todos nuestros ancestros podían ver y conocer íntimamente. No hay un río, montaña o cañón, ni siquiera océano, que pueda reivindicar eso”. Pero en los últimos tiempos, los seres humanos preferimos mirar hacia abajo, a unas pantallas que nos traen información —ciertamente maravillosa y esclarecedora— pero que brillan tanto que, según cálculos del investigador Pierantonio Cinzano, para 2025 los Estados Unidos no tendrá ni uno solo pedazo de su vasta superficie sin esa capa de suciedad luminosa que impide que veamos las estrellas. En el Ecuador, Quito es la ciudad que padece el caso más severo de ceguera por luz, de acuerdo al sitio de monitoreo www.lightpollutionmap.info. Puede ser tan solo un prejuicio, pero me angustia el futuro de una especie que no conozca la sensación de pequeñez y maravilla que produce el simple gesto de apuntar la nariz al cielo y encontrar esos millones pedacitos de una luz que alumbró el nacimiento de nuestro Universo. Pienso en los hijos que no tengo. ¿Podré llevarlos a un espacio remoto donde puedan ver lo que yo veía de pequeño en la casa playera de mi abuelo, o tendré que guardarles una copia de este artículo para explicarles el privilegio que era un cielo que jamás conocerán?