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El Cine Inca fue mi niñera. 

Mi mamá tenía un, digamos, afecto especial por los naipes y nosotros, mi hermano Francisco y yo, pasábamos las tardes en el cine que quedaba, convenientemente, a la vuelta del casino, digo, la casa del tahúr, digo, la amiga, de la ludópata, digo, mi mamá. 

Allí, en esa sala enorme y oscura con muebles de cuerina roja, que olía a años de hot-dog, sudor, cola de manzana y canguil hecho en casa —venía en una funda pequeñita, de papel de despacho, sin marca—, vi, sentí y comprendí todo lo que es importante en la vida. Poco influyó más en mi educación y en la de mi hermano que las películas que se proyectaban en esa pantalla del sur de Guayaquil: íbamos todas las tardes, así que las vimos todas, una y otra vez, desde el estreno hasta el último día.

La Guerra de las Galaxias, por supuesto, la vimos en el Inca. ¿Quién pudiera volver a sentir hoy por un segundo la emoción de cuando sonaba la canción y se leía en la pantalla En una galaxia muy, muy lejana? Ningún maldito poeta ha sentido ese amor, ese incendio. Ni Dante, ni Shakespeare, ni Homero, ni Garcilaso de la Vega. Absolutamente nadie ha podido contar lo que es ser niño y estar a punto de ver por fin La Guerra de las Galaxias

A ver quién se atreve a decir que esto no es devoción religiosa si a estas gentes (Luke, Han, Leia, Obi, Chew, R2, C3) no las hemos dejado de adorar ni un solo día de nuestras tenebrosas vidas, carentes a estas alturas, todas ellas o la mayoría, de épica y de fuerza.

Tenemos más de cuarenta años, así, de pronto. Y hemos descubierto que el lado oscuro no es lo peor, sino el lado gris, la melancolía, en lo que decepcionamos a nuestro yo pequeño, la rutina, el malquererse, la muerte de los padres. 

La puta vida, resumiendo.     

Pero entonces yo era una niña soñadora. Una niña gorda y soñadora. Una niña gorda y soñadora que vio La Guerra de las Galaxias y decidió lo que iba a ser de grande: Princesa Leia. Y punto. 

No sería fácil. No. Había que hacerse muy bien los rodetes en la cabeza, conseguir una nave espacial, viajar a una galaxia muy —muy— lejana, agenciarse un título nobiliario y un trono, entrar en guerra con los malos, disfrazarse de común, grabar el mensaje ayúdame Obi Wan Kenobi, eres mi única esperanza, repartir balazos y espadalaserazos, ser tomada prisionera, liberarme, ser linda, ser furiosa, ser inteligente, dar un beso a mi hermano —puag— y quedarme con el único hombre a la altura de mi valentía y mi sinvergüencería: Han (nunca más) Solo.

—I love you. 

—I know. 

(Maldito Han, por ti me enamoro siempre de los malos).

Mientras las mujeres reales a mi alrededor jugaban naipes, Leia repartía porrazos —oh, lo diré— como un chico y hacía todas las cosas que hacían los chicos. 

Seguro que, de niña, nadie le dijo bobadas como: Leia, eres una niña, pórtate como una niña. Ay, qué machona, siéntate como una niña. Vistiéndote así no pareces una niña. Nunca le vas a gustar a ningún príncipe, qué desgracia. Esas cosas, como contestarle a Darth Vader, no las hacen las niñas. ¿Por qué no eres más femenina, Leia, qué vas a hacer cuando seas una mujer y todo el mundo se burle de ti por ser tan hombruna, Leia, ah, Leia? Deja esa espada láser y ven a jugar con tu ewok. Tú no necesitas saber disparar, no seas tonta: deja esas cosas a los hombres.  

Ella hacía lo mismo que ellos, pero mejor, con más estilo, de forma más bonita, con ese vestido blanco bajo el que no llevaba sostén (¿por qué George Lucas, por qué?). Y, ahora lo sé —y no me pregunten por qué lo sé—, pelear sin sostén es doblemente complicado. Bravo Leia. Bravo. 

Uno de esos días en los que estábamos obsesos con Star Wars y no hablábamos de otra cosa —como ahora vamos— nuestro abuelo nos llevó a mi hermano, mi primo y a mí a una juguetería. Pese a todas mis protestas —y quien las vivió lo sabe, mis pataletas son unas señoras pataletas—, mi abuelo les compró a los chicos unas espadas láser y a mí —tiemblo de ira al recordarlo— un espejo de mano. 

Un maldito espejo de mano. 

Están leyendo bien: Espejo. De mano. No era de Star Wars.

(Abuelo, abuelito Fernando de mi corazón, ¿quién te dañó tanto para que hicieras eso conmigo?)

Mientras esas dos bestias de sexo masculino se zurraban felices con las espadas, yo me miraba en el puto espejo, ¿y qué veía? Una niña infeliz, claro. Una niña sin espada láser. ¿Por ser mujer yo no puedo disfrutar del placer de darle de espadazos a mi sangre? Veía en ese espejo mis ojos cargados de envidia y de odio porque, aunque logré engatuzar a mi hermano Francisco un rato, el espejo era una mierda de juguete, qué digo juguete, de objeto, y me lo devolvió casi enseguida.

Quería quebrarles el espejo en la puta cabeza por ser varones.  

Ese mismo día, al volver a casa, tuvimos un accidente. La camioneta amarilla de mi abuelito Fernando dio dos vueltas de campana y, aunque no eran tiempos de cinturón de seguridad ni airbags ni nada de esas cosas que ahora están de moda, una especie de milagro hizo que no nos pasara nada. El carro quedó hecho pedazos. También el espejo: el mango se separó del marco y quedó una especie de espada, ya no láser, pero sí punzante, increíblemente punzante. 

Fui la reina de las peleas. Los otros dos boludos con sus espadas de luces no tenían nada que hacer contra mí. 

Touché.

Bajada

¿Quién quiere ser la princesa Leia?