Madurar es saber cuándo perderse un concierto de Pearl Jam. Ya tenía la entrada para ver a una de mis bandas favoritas, el pasaje a Bogotá y la reserva de hotel. Era mi autoregalo de cumpleaños. Pero en mi trabajo me ofrecieron ir a Petra, Jordania, en esa misma fecha. Y elegí Petra.
Jordania es una especie de oasis. Limita con países en serios y prolongados conflictos pero parece ser ajeno a la inestabilidad política y religiosa de sus vecinos. Existe, sin embargo, cierto temor ligado a la expansión del Daesh. Amman, su capital, es una ciudad muy internacional, grande y moderna como cualquier ciudad occidental. Quizá Jordania es tan tranquila porque fue un melting pot de civilizaciones, religiones y personas que cruzaban por este lugar. Es uno de los países del Medio Oriente que ha acogido alrededor de 750.000 refugiados del conflicto sirio y ha logrado interpretar y procesar los pedidos de reforma derivados de la primavera árabe, que tomaron matices más radicales en países como Egipto y Siria. A ese país, un poco especial, elegí sobre Pearl Jam.
Luego cinco días de trabajo y nada de turismo, organicé el viaje: tenía exactamente veinte y cuatro horas para conocer esa ciudad antigua y extraña que por circunstancias aleatorias, dejó de estar tan lejos para mí. Ir hasta Petra no es tan complicado: dos horas y media en carro a través del desierto. El conductor, Mutras, es un ingeniero comercial que dejó su profesión para trabajar como chofer de viajes turísticos. Según me cuenta, antes trabajaba en un banco pero se dio cuenta que manejando ganaba más y se estresaba menos. Mutras dice que ir, visitar y regresar de Petra se puede hacer en un solo día. Lo hago.
Mientras nos acercamos a Wadi Musa, la ciudad en donde está Petra, el enclave arqueológico y capital del antiguo reino nabateo, que fue declarada por UNESCO como Patrimonio de la Humanidad. Al llegar, compro mi boleto e ingreso. Luego de caminar unos seiscientos metros desde la entrada, aparecen los primeros paisajes dramáticos: lechos de rocas desgastadas entre los cuales se distinguen mausoleos cuadrados de más de diez metros de alto, bajo un cielo azul decorado por brochazos de nubes. Empiezo a descender por un camino de tierra, y siento cómo las paredes de las rocas se van estrechando, hasta que llego a un macizo de piedra por el cual se distingue un camino de grava largo y polvoriento de color rojizo. Es la entrada a al-Siq, una ruta de dos kilómetros que ya se cruzaba un siglo antes de Cristo. Camino sin miedo en las fauces de la roca y solo atino a estar boquiabierto mirando alrededor. Las ganas de tocar las paredes gigantes son incontrolables: paso mi mano por ellas mientras camino y siento cada recoveco y rugosidad por la que casi siento barullo de los caminantes acumulado a lo largo de los siglos. El eco de los carruajes de turistas, idiomas extraños y pies arrastrándose reproduce lo que pudo haber sido un día normal en ese sitio hace más de dos mil seiscientos años. El ruido de un ave me hace mirar hacia el hermoso pedazo alargado de cielo que las paredes colosales permiten ver, muy arriba.
Avanzo despacio, tratando de comprender la dimensión de lo que tengo frente a mis ojos. Cualquier referencia de tiempo es ridícula: el genio humano nunca deja de asombrarse al ver cómo en el año 69 antes de Cristo, los Nabateanos —pueblo comerciante árabe que habitó Petra que fue anexado por Trajano al imperio romano en el siglo I DC—, hayan sido capaces de crear esto en medio de la nada.
Luego de caminar durante más o menos treinta minutos, las paredes gigantescas se estrechan, como si empezasen a querer poner algo de orden a la caminata zigzagueante de todos los visitantes de Petra. La luz es más escasa, y mientras avanzo, aparece de la nada una mancha al frente, un detalle de uno de los monumentos más hermosos que existe en la Tierra. Es Al-Khazneh (El Tesoro), un mausoleo tallado en la piedra en el siglo I AC, adornado por dos amazonas armadas de hachas y flanqueadas a los costados por Cástor y Pólux. Está celosamente emplazado entre acantilados inexplicables. No hay nada que decir. Siento que lo adecuado es quedarse mirándolo, en silencio. (Ya no pienso en Pearl Jam).
Diez minutos más tarde, sigo el camino hacia la “Calle de las fachadas”, que alinea una serie de puertas y fachadas falsas enormes talladas en la roca utilizadas como tumbas, que desembocan en lo que podríamos llamar la plaza central de Petra. En la ruta, empiezo a escuchar el sonido de una voz acompañada de algún instrumento tradicional árabe. El momento parece casi parte de una coreografía o un libreto de película. A medida que avanzo por el paso rodeado de muros gigantescos color rojo, la voz se hace más clara. Junto a una puerta gigantesca de lo que alguna vez fue una tumba, está un anciano sobre una vieja y raída alfombra rectangular blanca con filos negros tocando la rababa —instrumento de una cuerda, de cuello alto y cuerpo como el de un banjo que se toca con un arco—, acompañado por un niño travieso que salta y juega, ajeno al desgarrador sonido de la melodía que sale de la cara barbada del viejo.
Mientras avanzo, aparecen más cuevas y fachadas talladas en la piedra, hasta que llego a una especie de explanada, en donde hay un teatro de estilo romano, rodeado por montañas de piedra en donde se ven más tumbas y templos tallados en piedra que conducen hasta una avenida empedrada adornada por columnas de estilo corintio.
Cuando la belleza parecía demasiada o suficiente, aún faltaba ver más. Lo supe por las conversaciones que tuve con colegas sobre las cosas que podía hacer allá. Algunos me dijeron que es indispensable llegar hasta el monasterio que está después de una subida de cerca de cuarenta y cinco minutos por cientos de escarpadas gradas. En este momento los pies ya duelen y las ofertas de subir el último trayecto en mula suenan tentadoras. Me detengo a tomar algo en un pequeño restaurante, y pregunto a los dueños el tiempo que toma llegar hasta el monasterio. Me doy cuenta que las amenazas de una caminata de dos horas solo son estrategias de mercadeo de los dueños de mulas que ofrecen el trayecto en la mitad del tiempo. Elijo caminar; luego de un corto descanso, empiezo el ascenso. Las gradas parecen interminables. Subo por una serie de acantilados en donde se distinguen los escalones esculpidos en la roca hace miles de años. El tropel de turistas sube en silencio. El cansancio gana y la idea de dar media vuelta y regresar asalta de vez en cuando. A medida que sigo, la gente que viene de bajada regresa a ver a los integrantes de la caravana de subida con una mirada cómplice, de solidaridad. Creo que el aliento de los peregrinos regresando me mantiene subiendo. Cuando estoy casi por llegar, me detengo, otra vez, a descansar. Pienso que hubiera requerido menos esfuerzo pararme frente a un escenario y cantar mis canciones preferidas. Y, en ese instante, siento que quiero dar media vuelta pero un alemán que baja me mira: “Te falta muy poco. Y no te vas a arrepentir. Es más, cuando llegues al monasterio, te aconsejo que subas cinco minutos más, hasta el mirador hacia el valle. Dale”.
Tuvo razón. Cuando empecé a ver que las paredes se abrían para mostrar ese edificio colosal sentí mucha gratificación. Todo eso había valido la pena. Me quedé sentado tomando un té de menta en un pequeño chiringuito frente al monasterio. Recordé las palabras del alemán, y junté fuerzas para subir hasta el punto más alto. Llegué a un mirador con vista a todo el valle, e incluso, según decían los vendedores de té, lo que se divisaba a lo lejos era Israel.
¿Cómo explicas esa sensación de pisar un lugar con más de dos mil seiscientos años de historia? La única respuesta que logré hilvanar fue la de mirarlo con perspectiva. Las cosas se hacen viejas, las más importantes o sólidas se convierten en antigüedades. Las huellas quedan para el futuro. Regresar fue cansado, y si bien cumplí con la labor de arengar a los que venían subiendo, sentía mucho cansancio. Sin embargo, tuve la sensación de que todo eso había sido una de esas lecciones que te da la vida sin que te las esperes. Ya de vuelta, Mutras me esperaba con una gran sonrisa, y me llevó de vuelta a Ammán, para tomar mi vuelo de regreso a Ecuador.
Una luna anaranjada, gigantesca, alumbró todo el trayecto de regreso. Pensé en cómo mi fallida asistencia al concierto de Pearl Jam, ese regalo de cumpleaños número cuarenta que me llevaría de vuelta a mis diecisiete o dieciocho años, fue aleatoriamente reemplazado con uno que me llevó hacia el futuro, a comprender que las cosas más improbables del pasado son las que sobreviven al tiempo. Pensé en que las cosas que los viejos me enseñaron de niño siguen ahí, fuertes como la piedra. Pensé en mis hijos, y en lo que ellos recordarán cuando yo no esté. Petra, seguirá ahí.
¿Por qué los sitios antiguos nos hacen reflexionar sobre el presente?