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Foto:  Jaume Escofet. Revolución Descolorida. bajo licencia CC  by 2.0. Sin cambios.

Parece que estamos en el desenlace de la última ola de gobiernos de izquierda en América Latina, pero su fin no se debe a un asesinato: ha sido un suicidio. Deberíamos esperar que la tendencia progresista regrese en el futuro para fortalecer nuestras democracias, pero durante su exilio valdría la pena que la izquierda considere cómo se va a reformar, específicamente cómo va a cambiar su relación con el poder para cuando le toque regresar al poder. 

La semana pasada, el politólogo argentino Matías Bianchi argumentaba que los derrumbes electorales de los gobiernos de izquierda latinoamericanos representan un deseo de cambiar de políticos más que un cambio de políticas. La evidencia le da la razón. Semanas antes de que Mauricio Macri se convirtiera en el primer presidente de Argentina desde 1943 que no pertenece a la tendencia  peronista, estaba inaugurando una estatua de Juan Domingo Perón. Era un último intento de quitarle votos a Daniel Scioli, candidato oficialista. El MUD en Venezuela —la coalición arcoiris de oposición cuyo hilo conector es su deseo de tumbar al Chavismo— hace un esfuerzo enorme para convencer a los venezolanos de que las políticas populares del chavismo se mantendrán. En Ecuador, la falta de consulta popular para aprobar el paquete de enmiendas constitucionales demostró el miedo real del oficialismo de perder en las urnas, tal como pasó en las elecciones seccionales de 2014, en las que Alianza País —el partido del Presidente Correa— perdió los municipios principales del país. En los tres casos, el cambio de fortuna de la oposición se debe más a una implosión por parte del oficialismo que por un acercamiento de los votantes hacia políticas de derecha.   

Cuando se escriba este capítulo sobre la historia política de América Latina, es probable que el consenso entre historiadores sea que la obsesión con el poder fue el talón de Aquiles para los gobiernos de izquierda. A diferencia de la generación previa de gobiernos izquierdistas como los gobiernos de Cuba y Nicaragua, esta generación llegó al poder a través de elecciones, y para lograrlo tuvieron que ocupar parte del centro del espectro político y, más que todo, calmar su deseo de intervenir agresivamente en las actividades del mercado. El éxito inicial de los Kirchner en Argentina, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador y Daniel Ortega en Nicaragua se debió a su capacidad de implementar políticas que impulsaron mayor igualdad sin dejar de generar crecimiento económico. En Venezuela, Chávez logró una mayor distribución de las riquezas nacionales pero murió antes de ver el colapso de sus políticas cuando el precio de petróleo cayó drásticamente. 

A pesar de su éxito inicial, los gobiernos de izquierda poco a poco fueron perdiendo apoyo popular, y en lugar de intentar ganar el centro del espectro político, optaron por radicalizarse. Sufriendo bajo la presión de malas políticas públicas y sin gozar del apoyo popular de antes, prefirieron cambiar las reglas del juego para facilitar la realización de sus agendas revolucionarias en lugar de buscar más apoyo popular. Al acercarse al poder absoluto, crearon condiciones para que hubiese cada vez menos fiscalización, más opresión y corrupción. Los pueblos, cansados de las continuas historias de corrupción que circulan, y en el caso de Venezuela, políticas ineptas, deciden votar en contra del oficialismo, en lugar de votar en favor de la oposición. 

El enriquecimiento de Hugo Chávez y sus cercanos, las actividades ilícitas de la familia de Nicolás Maduro, la lucrativa presidencia de Cristina Fernández, demuestran un distanciamiento entre los políticos y los valores que los llevaron al poder. El Presidente Boliviano Evo Morales —tal vez el líder izquierdista más racional de esta generación— reconoció después de las derrotadas que sufrió su partido en las elecciones seccionales de marzo de 2015 que la corrupción fue el factor principal para energizar a la oposición. 

Para esta generación de gobiernos de izquierda el poder absoluto representa antídoto y veneno. Después de varios años de gobernar, creyeron necesario concentrar el poder para cumplir con sus agencias revolucionarias. Por otro lado, esa misma concentración creó las condiciones para la corrupción masiva que finalmente dio a luz a su derrota. Para la generación de líderes que siguieron la elección de Hugo Chávez en 1999, ganar una elección ha sido suficiente para tener legitimidad democrática, y la separación de poderes, independencia judicial, han sido menospreciado. Aunque esa actitud les ayudó realizar sus objetivos de corto plazo, en el largo plazo fue la semilla de su destrucción. Destaparon una caja de pandora de la que brotó todo tipo de corrupción.

No deberíamos esperar un exilio largo para las voces progresistas de América Latina. Como dijo la revista británica The Economist en su edición del 5 de Diciembre 2015, “mientras el sector privado en América Latina habla de los virtudes de mercados libres, es muy común que cae en los vicios de monopolios y carteles.” —decía la publicación conservadora— “Muchas veces los pecados corporativos incluyen amiguismo y oportunismo en que la ganancia viene de conexiones políticas en lugar de excelencia competitiva.” En otras palabras: para mantener la estabilidad del péndulo democrático se necesita el equilibrio creado por voces en favor de la mano invisible del mercado y las voces escépticas de sus promesas absolutas. 

Antes de que llegue una nueva generación de gobiernos de izquierda, es imperativo que la próxima generación de progresistas desarrolle una nueva relación con la democracia y sus instituciones. Sin un compromiso real con el fortalecimiento de la institucionalidad de la democracia, las voces progresistas de América Latina pagarán la cuenta de los pecados de sus antepasados, y dañarán los prospectos de crear un América Latina más justa para todos. Esta generación de gobiernos de izquierda logró redefinir el centro del espectro político, y lo movieron más hacia políticas de la izquierda como la redistribución de riqueza. Ahora toca que la izquierda se redefina si quiere retomar su agenda, en el corto o mediano plazo. 

Bajada

Los gobiernos progresistas de la región se han suicidado, ¿qué deben hacer para resucitar en unos años?