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—Significa lluvia

El joven sentado junto a mí habla casi en susurros, y cada palabra que hablamos en inglés parece elegida con sumo cuidado. Su pelo negro y su barba de candado le dan un aire al jugador de fútbol alemán Sami Khedira. Está en sus veintes, y es el padre de un niño recién nacido, cuyo nombre recordará toda la vida: “Bueno, no exactamente lluvia” —me explica con una sonrisa ladeada— “más bien, lluvia después de una larga sequía”.

Lluvia después de una larga sequía, gotas que caen sobre piedra y polvo: ese olor único. Ese antesala de una frescura largamente esperada. Es un nombre poético, breve para su significado, que empieza con una L, y le pertenece a un bebé de Damasco, la capital de Siria, una ciudad devastada por la guerra civil. Cuando nos conocemos, L tiene apenas cuatro semanas de vida, y ya ha visto demasiado de este mundo.

Es un encuentro de coincidencias: L, su familia y yo compartimos un tren de Hamburgo a Copenhague gracias a una serie de retrasos del —usualmente— siempre puntual sistema ferroviario alemán. Viajo a la capital danesa a una conferencia de físicos, ellos tienen como destino final Mälmo, una ciudad al sur de Suecia, donde los abuelos de L y un tío los esperan. Es el último tramo de una travesía que se inició hace nueve días y que ha llevado a la pequeña familia —completada por la madre, la hermana y un tío de L— desde los Balcanes hasta Alemania. No hay que ser un matemático para saber la edad que L tenía cuando tuvo que huir de Damasco. Los primeros días de la vida sirven para terminar de aterrizar en este planeta para acostumbrarse a sonidos, luces, olores. Ese tiempo —que los padres solemos usar para construirles un hogar— es diferente para L: antes de completar su viaje a este mundo ha sido embarcado en otro viaje, uno peligroso y desesperante. 

De Damasco llegaron a Turquía. Luego tomaron un bote a Grecia. “Bote” —dice el padre de L— “no es una descripción ni siquiera cercana a lo que era, apenas una balsa con demasiada gente”. He visto esas fotos demasiadas veces, pero es diferente escuchar a alguien que pasó por todo esto. Salvo por sus hijos y mochilas, no llevan más que dos mochilas y sus teléfonos inteligentes. En Alemania hay un argumento que se ha vuelto popular para rechazar que el gobierno acepte refugiados es: “Si están en una situación tan desesperante, ¿cómo es que pueden comprarse smartphones?” Es una pregunta cínica que desconoce que para ellos, el teléfono no es un lujo, sino un equipo indispensable como ropas y zapatos abrigados. Lo utilizan para orientarse, para encontrar la dirección hacia La Meca y poder orar, pero —sobre todo—: les permite mantener el contacto con los seres queridos que abandonan. La opinión pública germana ha sido dura con esta falacia, pero la división sobre la situación de los refugiados continúa dividiendo profundamente a Alemania y a toda Europa. 

La familia de L no tiene tiempo para esas discusiones y elucubraciones. Su tiempo está dedicado en zafar del peligro. Les tomó dos horas llegar en un chinchorro a Grecia, desde Turquía. De ahí, caminaron hacia Macedonia y luego a Serbia, de noche y sin dónde refugiarse del frío. “Fue difícil, por los niños”, recuerda el papá de L. En un punto entre ambos países, no durmió por tres días. Pienso en la madre de L: ¿qué hace una mujer que recién ha dado a luz en un calvario como aquél? No solo debe dar de lactar al recién nacido, sino cuidar de su hija de dos años, que tiene sus mismos penetrantes ojos negros, bajo unos rizos color de castaña. La mujer no habla demasiado pero sonríe de vez en vez, y me ofrece golosinas: una madre siempre es una madre. Ha pasado tanto tiempo desde que un extraño me ofreció dulces en un tren, que me da vergüenza tener que rechazar —por mi alergia al maní— el Snickers que me convida. Es probable que hayamos olvidado la hermosura de pequeños gestos.

Me conmueve la paz y paciencia de los dos niños, que no lloran, y la serenidad del padre de L, que no busca culpables. Sus palabras no tienen dejos de resentimiento ni ira. No para la gente que los sacó en ese bote miserable de Turquía a Grecia, no en contra de las autoridades de los países que han atravesado. Cierro los ojos por un momento para intentar imaginar cómo es la guerra. Es difícil, pero supongo que es algo oscuro y soporífero, como un cuarto estrecho sin focos ni ventanas.

La guerra en Siria ha durado, como todas las guerras, demasiado. Empezó en 2011 como un intento para derrocar al dictador Bashar al-Assad, pero muy pronto se involucraron potencias extranjeras: Turquía, los Estados Unidos y hasta el Estado Islámico. Estuvo durante mucho tiempo fuera de los noticieros —¿Todo bien en el frente del Este?—, pero su centrífuga de desplazados y el derribamiento un avión militar ruso por parte de Turquía la ha puesto, de nuevo, en los titulares. Los medios parecen olvidar cada tanto que hay más de cuatro millones de sirios registrados en la Agencia de la ONU para los refugiados. Los políticos alemanes insisten en discutir qué lleva a los refugiados a dejar sus países, pero ninguno —salvo el partido de izquierda Die Linke— quiere hablar de una medida que mucha gente exige: prohibir las exportaciones de armas producidas en nuestro país. Es cierto que la medida no impediría las guerras con armas de otras partes, pero hay una diferencia entre eso y lucrar del sufrimiento ajeno. Es vergonzoso que aún no exsita un verdadero debate alrededor de esta propuesta, pero tal vez estamos demasiado ocupados decidiendo si está bien o no que los refugiados usen teléfonos inteligentes. 

Mientras tanto, la familia de L seguía su lento escape. En Serbia, tomaron un tren sobrepoblado. “Debe haber habido mil pasajeros”, dice el padre de L. Doce horas viajaron en él, hasta la frontera con Eslovenia. No hay forma humana de verificar que todo lo que me cuenta sea cierto, pero ¿quién emprendería un viaje con un recién nacido, su mujer y su pequeña hija, a menos que estuviesen marcados por la urgencia? La cuestión relevante es otra: por primera vez, las historias que he leído en periódicos y visto en la televisión tienen nombres propios, rostros reconocibles, ropa, el ligero acento árabe del padre de L, el velo de su madre, la forma en que cierra los ojos y se recuesta por un momento —como si quisiera descansar pero enseguida recordase que aún el viaje no ha terminado—, el trajecito de L —que lleva hasta un pequeño corbatín rojo, justo debajo de la quijada—. Nombres, detalles, humanidades, en medio de los miles de anónimos que intentan llegar los bosques bávaros, pasando por la península balcánica y las islas griegas, desde las playas blancas de Turquía. “Alemania” —dice el padre de L— “fue el primer país donde nos trataron como seres humanos”. Debo admitirlo: se siente bien acaparar la atención internacional por algo más que empezar guerras mundiales. “Habría entendido que no quieran recibirnos, ustedes no tienen nada que ver con la situación en Siria”, dice el joven padre. Los países árabes —como Qatar o Arabia Saudita— sí. El hombre está decepcionado de quienes, supuso en algún momento, sería lógico recibir ayuda. Mientras lo dice, veo a L dormir en brazos de su madre, lejos de las horripilantes imágenes que vemos en la televisión o los periódicos. ¿Entre esos edificios en ruina nació este niño? ¿En una ciudad bajo bombardeo? ¿Fue su primer canción de cuna el sonido de la metralla? Un lugar distante para esta familia, que prefiere no hablar más de su pasado, sino de su futuro. Es eso lo que perdieron en Siria: un futuro. “Para nuestros niños”, dice el padre de L. Pero primero lo primero: una vez que lleguen a Suecia, lo único que quiere es dormir y que sus hijos duerman con él. Luego, tal vez busque trabajo. “En un banco, como en Siria”. No quiere caridad, ni vivir de subsidios. Quiere encontrar refugio seguro, no pena. Antes de llegar a Copenhague, intentan contar cuántos países han pisado: seis, ¿o siete? No lo saben. Estamos en esas cuentas cuando una mujer pasa a nuestro lado con un perro en la cartera. La cara de la familia oscila entre la curiosidad y el horror. “Esto es Occidente”, les digo. Mejor que se acostumbren. 

Bajada

Un viaje en tren con una familia de refugiados, de Hamburgo a Copenhagen