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En la entrada de Storm King recordé a Luna —mi perra husky— cuando llega al Parque Metropolitano de Quito: inquieta, impaciente, con ganas de correr, saltar y aullar sin que nadie la controle. Frente a ese paisaje otoñal estadounidense me sentí así: quería recorrer ese espacio natural como si no tuviera fin. Storm King —a una hora y media al norte de Manhattan, Nueva York— es una enorme pradera con senderos ahora  amarillos, naranjas y rojos, donde hay esculturas —medianas, grandes o enormes— de artistas de todo el mundo que provoca ver de cerca, tocar y jugar. En Storm King el paisaje natural y el arte confluyen indistinguiblemente en un campo abierto.

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Este centro se inauguró en 1960 como un museo dedicado a las producciones de la escuela de arte del Río Hudson —un movimiento del siglo XIX de paisajistas inspirados por el romanticismo, como Thomas Cole y sus paisajes abiertos y alegóricos—. Un año después, el espacio se replanteó para la escultura contemporánea: la ubicación se prestaba para el tipo de experimentos de artistas como David Smith que integraban sus obras a su entorno geográfico y natural, reconfigurando la relación entre ambos.  Las praderas de Storm King pronto pasaron de ser un jardín donde se exponía arte inspirado por el paisaje de la región, a ser parte integral del arte en sí: simultáneamente el marco y objeto de sus esculturas. Desde entonces, cada escultura en Storm King está pensada en relación de su entorno inmediato y del resto del paisaje. En ese sentido, el objeto se inserta en lo natural, burlándose y sorprendiendo a cualquiera que pretenda reconocer la frontera definitoria entre arte y contexto. Caminar en este espacio se convierte en un juego contemplativo, por un lado, y por otro en una aventura infantil, con estructuras que pueden jugar a las escondidas y mimetizarse o engañar la mirada transfigurándose según la perspectiva, o transformándose en resbaladeras, columpios y carruseles imprácticos y remotos.

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Recorrer todo el parque toma cerca de tres horas, dependiendo del paso. Nosotros llegamos abrigados —y con sánduches listos— para una caminata larga y lenta: es fácil perderse entre las esculturas o quedarse contemplándolas de lejos, acostado sobre la hierba. Me separé de mis amigos empujando las pesadas puertas movedizas de la escultura Il Rapporto del italiano Arnaldo Pomodoro: escrituras crípticas y  relieves entre cuneiformes y caóticos en las superficies del pesado metal. Las puertas sobre la base de la escultura cruzan diferentes texturas metálicas, como si se tratara de un portal  secreto y mágico. Saltando de lado a lado hay tantos niños como adultos tomando selfies.

Hay otras obras que son menos evidentes, como las del inglés Andy Goldsworthy que al principio son difíciles de reconocer en el paisaje. Su trabajo incorpora y se integra al deterioro y cambio orgánico del lugar, fusionando su estética, cobrando vida, evolucionando y muriendo también. Goldsworthy utiliza materiales sacados del entorno, dejando que se pudran o desaparezcan con el cambio natural. “Storm King Wall”, creada en 1997, por ejemplo, es una curvilínea y serpentosa barrera de piedras rectangulares de distintos tamaños montadas una encima de otra sin cemento, que se extiende a lo largo del parque y que se sumerge en un pantano para volver a surgir al otro lado como parte del sistema al que se adapta. De más de seiscientos metros de largo, la barrera circunda los árboles como una raíz o rama sin separar o delimitar territorios; se enreda en el espacio. Muchas de sus piedras se han desprendido de la estructura y entre sus resquicios crece hierba y musgo.

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Detrás de una ladera cercana al pantano por donde se sumerge la pared de Goldsworthy,  se levantan unas ondulaciones de tierra y césped. Es la obra Storm King Wavefield, elaborada por la estadounidense Maya Lin —entre 2007 y 2008— que consiste en una secuencia natural y simétrica de “olas” hechas en la tierra —de entre tres y cuatro metros de alto— que simulan movimiento marino contra el fondo de los frondosos montes. Subirse en las olas está prohibido (según un cartel que lo advierte). Es como si la artista reconociera ese primer impulso que inspira verlas. Provoca recorrer los vericuetos formados entre cada cresta, de entre tres y cuatro metros de alto, o saltar entre cada una como si fueran de agua y estuvieran detenidas en el tiempo. Storm King Wavefield, como muchos proyectos del parque, es una reapropiación ambiental. Antes de su creación en 1960, gran parte de este espacio se usaba para producir y almacenar materiales para una de las carreteras principales de la zona. La fundación del centro atrajo a artistas que, como Lin, buscaban revitalizar paisajes con arte sostenible. Así, este proyecto de Lin es una reapropiación de una cantera de gravilla sin atractivo estético o ambiental, y por sobre todo, sin la vida orgánica que palpita ahora en la forma y el material de Wavefields. Recostarse frente a esas ondulaciones es dejarse llevar por la brisa y el sueño. El efecto parece general: en la cuesta en la que me acosté, muchos dormían con los ojos inclinados al mar que simulan las olas de la artista.

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La perspectiva es igual de traviesa y cambiante con las figuras metálicas de la obra Three Elements del artista estadounidense Ronald Bladen. Con formas simples como rectángulos inclinados en secuencia idéntica juega con la ambigüedad entre el reflejo y el reflector: los que parecen rectángulos idénticos verticales en blanco y negro de cerca reflejan la luz del sol en otro ángulo, cambiando de color y —por su posición en relación con quien los mira— de forma. Con Three Elements, cada pieza parece un dominó a punto de caer, y provoca fotografiarse a punto de ser aplastado por uno. Lo mismo pasa con Suspended, elaborada en 1977 por el israelí Menashe Kadishman, un experimento con figuras asimétricas cuyo equilibrio y balance parece imposible: un enorme bloque rectangular se inclina sin apoyo sobre una de sus esquinas inferiores, pero, del mismo lado, carga de su esquina superior otro bloque aparentemente tan grueso y pesado como el de base. Su suspensión parece una ilusión óptica: es un desafío a la intuición arquitectónica y lógica común. El acero oxidado y macizo contrasta con la claridad y el sentido orgánico y simple del fondo. La obra encarna la definición del absurdo materializando ingenierías solamente viables por lo que se esconde de la mirada.

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Otro juego del parque rodeado de colores otoñales es el  Eight Positive Trees: ocho figuras de árboles con hojas del mismo acero de Suspended infiltradas en follaje y confundiéndose con la silueta de los árboles (de verdad) detrás suyo. Las figuras recrean un microcosmos propio, artificial, que toma prestado del paisaje real. La verja espejo de la estadounidense Alyson Shotz —geóloga antes de dedicarse al arte— hace lo mismo, pero distorsionando lo real a la vez. Mirror Fence, creado en 2003, imita la forma de las verjas típicas en los jardines de los Estados Unidos, pero está hecha de vidrio y continúa en línea recta sin bordear nada. De lejos, los reflejos en la cerca confunden la mirada de quien no sepa que se trata de espejos mimetizados en el paisaje. De cada lado de la verja hay visitantes tomando fotos suyas en el reflejo de la cerca.

Según el filósofo Federico Nietzsche, la madurez del ser humano es recuperar la seriedad con la que los niños toman sus juegos. Storm King es un gran playground artístico donde la vida —como cuerpo orgánico, palpitante— se convierte en un juego también. Al visitarlo es fácil envidiar la desinhibición de los niños en su exploración del lugar, que sugiere jugar a las escondidas, a correr sin propósito o a soñar en las figuras imposibles de sus muestras. Es una visita que se disfruta más en otoño, cuando los colores de los árboles son tan cambiantes y eclécticos como los juegos de sus esculturas.

Bajada

Al norte de Manhattan está Storm King, un parque para perderse entre obras de arte

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