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Foto de Pedro Biondi bajo licencia CC  by 2.0. Sin cambios.  

Yo he sido siempre bastante crítico de copiar formas y olvidar principios en el proceso. El crecimiento y desarrollo de una ciudad, al igual que su personalidad única, está forjada por su clima, su historia, su geografía, su gente, sus ideas y sus costumbres. Si queremos incorporar en nuestras urbes las mejores prácticas urbanas a nivel mundial para subirlas al pedestal de las grandes ciudades, hemos de mirar los procesos, la lógica y las razones que pusieron a otras allí, y no las obras aisladas y los eventos puntuales, que no suelen ser más que la punta de un gran iceberg. 

Ya lo dijo Picasso: los malos artistas imitan, los grandes artistas roban. No tan famosa, pero sí bastante inteligente fue la versión de Banksy, quien talló esa frase en una piedra y tachó el nombre de Picasso, añadió su firma y estableció su grandeza. Con un poco menos de glamour, del Asia suroriental nos llegan moda, aparatos tecnológicos y hasta maquinaria industrial demasiado parecidos a sus contrapartes occidentales. Si hubiera un concurso de malas copias, el ganador sería bastante ridículo, con premio repartido entre el poco prolijo remedo del Bean de Anish Kapoor y la villa patrimonial de Hallstatt en Austria, cuyo facsímil de ladrillo y mortero se erigió en Guangdong, China, en 2012.  Los chinos demuestran con esa estrategia una curiosa forma de aprender haciendo “ingeniería inversa”: teléfonos inteligentes, computadores, arte contemporáneo e incluso ciudades. Pero en nuestro lado del mundo, las copias, en proporciones menores, de hitos urbanos no son inéditas. Casi todos los pueblos costeños o amazónicos donde el clima lo permite, traducen la influencia del Malecón 2000 —otrora ícono nacional del diseño urbano— en sus adoquines de colores y bonitos pero no muy inclusivos cerramientos metálicos alrededor del espacio público.  

Inspirador de regeneraciones urbanas a lo largo y ancho de la patria, el Gran Guayaquil no es ajeno a la importación de ideas del exterior. Más de una palmera ha cruzado el Canal de Panamá con la esperanza de transformar la ciudad. Y más de un diseñador ha traído conocimiento adquirido en las capitales mundiales para aplicarlo localmente. El problema —que se evidencia en la forma urbana de las ciudades ecuatorianas— es que no se atraerá turistas, hipsters y techies como Londres aunque tratemos de reinventar la rueda, ni se conseguirá el éxito de Dubai si importamos el Burj Khalifa, ni reproduciremos la economía de Los Ángeles a pesar del cuidadoso montaje de un Hollywood y un Rodeo Drive locales. 

Guayaquil y Samborondón, no es un secreto, han traído más de una idea de ese Olimpo que se llama Miami: grandes pasos a desnivel, avenidas flanqueadas por palmeras, estadios, terminales, aeropuerto y otros equipamientos evidencian la poderosa influencia que la forma urbana del sur de la Florida ha tenido en el crecimiento de la zona metropolitana guayaquileña. 

En ese intento de copia se ha aplicado un principio del urbanismo norteamericano del siglo XX del que Miami ha sido víctima. Lo que en inglés se conoce como Sprawl —y que acá podríamos traducir como dispersión suburbana— es un fenómeno de crecimiento urbano sin ciudad. Saskia Sassen lo define como “desurbanización”: expansión irracional de zonas construidas, con densidades habitacionales excesivamente bajas, espacios públicos inexistentes, costos de servicios escandalosamente altos, construcción de comunidad y cohesión social insostenibles y, en consecuencia, intercambio de ideas e innovación.

La dispersión suburbana se manifiesta en la estructura llamada espina de pez. Se basa en una gigantesca y larguísima columna vertebral de transporte motorizado a ambos lados de la cual se construyen urbanizaciones totalmente residenciales, centros comerciales exclusivos o parques de oficinas que no tienen comunicación entre ellos ni usos de suelo diversos en su interior. En Guayaquil existe ese modelo, casi textual, en la vía a la Costa, igual que en la vía a Samborondón.

Las concesiones que debe hacer un municipio para arrancarle sostenibilidad a este modelo son varias. Los gobiernos locales deben asumir los elevados costos de tender redes inmensas de agua potable y alcantarillado, pavimentación y otros. En algunos casos excepcionales los promotores asumen esos costos, pero ese modelo de negocio termina por encarecer de manera innecesaria la oferta inmobiliaria. Los municipios se ven obligados a capitular, y no a favor de la ciudad. Ocurre un efecto complejo en el cual la planificación urbana se subordina al modelo de dispersión suburbana. Sacrificar el desarrollo urbano por el crecimiento expansivo tiene consecuencias ambientales graves. 

Las superficies duras de hormigón, asfalto y otros pavimentos impermeables reflejan el sol y el calor, obstaculizan el ciclo del agua, deterioran las capas subterráneas del suelo e impiden el crecimiento normal de la cobertura arbórea. Los árboles truncos no regulan la temperatura ni atraen suficientes lluvias y se genera el efecto de incremento en la temperatura que conocemos como “isla de calor”. Tres o cuatro grados adicionales en la confluencia del Daule y Babahoyo no son desdeñables. Los gobiernos locales con interés sobre la zona deberían arborizar agresivamente y emprender campañas igualmente potentes para que los ciudadanos hagan lo propio. 

Y es allí cuando surgen los problemas de edificar en base a memes urbanísticos. El caso más sonado en estos meses es la polémica que se ha desatado alrededor de la remoción por parte del Municipio de Samborondón de casi ciento setenta árboles —algunas fuentes dicen que son en realidad más de trescientos— para construir más vías. Cuando el asfalto le gana la pelea a la cobertura vegetal, quien realmente pierde es la ciudad.

Nada es muy claro en el cruce de correos electrónicos y criterios técnicos entre funcionarios del Municipio de Samborondón, del Ministerio de Ambiente, biólogos y expertos en poda, transporte y reforestación y los grupos de interés que buscan conservar los árboles. Los plazos son ambiguos, las respuestas evasivas, las declaraciones categóricas y los planes urbanos exclusivamente arquitectónicos. Y pobres. Lo único cierto parece ser que la ampliación de la avenida a seis carriles y la reubicación de los árboles en el sector del Buijo va porque va.

Las opciones de las que dispone el Municipio para mejorar el tráfico vehicular en esa zona son varias, y la técnicamente más apropiada no es ampliar la vía. Se podría cerrar la red vial con varias vías menores y mejores, que establezcan más conexiones, estimulen el uso de modos alternativos de movilidad y la economía local. Igualmente factible sería acomodar los árboles en el diseño de la calle, apaciguando el tráfico y creando calles para la gente donde se pueda caminar, descubrir o simplemente estar. El requisito para que cualquier solución innovadora sea considerada es reconocer que ampliar vías, construir más carriles y priorizar la velocidad de circulación sobre la movilidad es la manera más rápida de desconectar la ciudad. Por desgracia, en Ecuador estamos aún a años luz de esa epifanía.

Muchas ciudades les llevan la delantera a cualquiera de las nuestras en urbanismo creativo. Vancouver ha encontrado soluciones creativas para no construir un solo metro adicional de vías rápidas ni nuevos carriles desde hace décadas. Boston está considerando reemplazar la red vial por una de canales en su distrito histórico para hacer frente a la subida del nivel de las aguas. Seúl desmontó el viaducto Cheonggyecheon, con una capacidad de carga de ciento setenta mil vehículos diarios para recuperar un arroyo histórico en su núcleo urbano. Nueva York también entró en la nueva tendencia urbana con su valiente plan de cierre de Times Square al tráfico vehicular que ha dinamizado su economía y su oferta turística.  Las ciudades y sus líderes que han arriesgado y han propiciado cambios radicales son ejemplo de que sí es posible mejorar la calidad de vida de los ciudadanos poniendo la creatividad al frente de la gestión urbana. De paso, esas ciudades se están volviendo ejemplo e inspiración para muchas otras que les siguen, unas más de lejos que otras.

Entre esas ciudades creativas está Miami. Esa misma ciudad de donde importamos palmeras, pasos a desnivel y centros comerciales es hoy —gracias al cambio radical de su normativa urbana— una de las cinco ciudades más caminables de los Estados Unidos, con un centro recuperado, cientos de kilómetros de ciclovías y con una capacidad inmensa de atraer cerebros como en los ochentas y noventas atraía discotequeros. Miami se está posicionando como una ciudad con oferta cultural, gastronómica y artística que no le pide favor a Bogotá, Lima o Sao Paulo. La capital latina de los Estados Unidos, de donde importamos tantos vicios urbanos, ahora engloba el paradigma de lo que sí se debe hacer en urbanismo.

Si no copiásemos formas, como estamos acostumbrados, sino principios, esas heroicas pero pequeñas batallas como la conservación de ciento sesenta y ocho árboles en la vía a Samborondón no serían necesarias: la lógica dictaría que hay muchas opciones mejores y más creativas para mejorar nuestros espacios públicos y nuestra conexión con la naturaleza en entornos urbanos, en lugar de degradarlos con más asfalto, más hormigón, más tráfico, menos árboles y menos ciudad.

Bajada

En lugar de andar por las ramas (podándolas), deberíamos pensar mejor cómo urbanizamos