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Hay un pedazo de Camden Market que es una metáfora de Londres: una mixtura del mundo. El lock —como se lo conoce por las esclusas que dividen el canal que lo atraviesa— es el mercado callejero más grande del Reino Unido y uno de los más visitados del planeta: cerca de medio millón de turistas a la semana lo caminan. Está repleto de visitantes del (autodenominado) primer mundo, pero —en realidad— no es ningún descubrimiento para un latinoamericano: se parece un poco a la bahía de Guayaquil, al mercado de libros usados de Quilca en Lima, a la feria de San Telmo en Buenos Aires, a las incontables ferias de artesanías que pueblan los Andes. Por supuesto, la abundancia y diversidad de artesanías, objetitos bric-a-bric, libros usados y otras chucherías hermosas es profusa, pero es algo que podría decirse de la capital inglesa entera. En Londres hay demasiado de todo: vino pan galletas confitadas botas marcadores cerveza lavaplatos medias corbatas paraguas fundas clips cuadernos whiskeys avenas destornilladores agua carbonata chocolates cera para pisos. El verdadero encanto de Camden Market, lo que lo vuelve único, lo convierte en una visita ineludible, y —sobre todo— lo eleva a la categoría de gran metáfora londinense son las decenas de puestos de comida —food stalls— de todo el mundo que apiña en un reducidísimo espacio.

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Una vez, un plomero inglés que reparaba una fuga de agua en nuestra cocina, me dio la mejor definición de Londres: es una gran ensalada. Aquí vive gente de todo el mundo y todas las culturas, pero conservan su identidad, sus tradiciones, sus hábitos. “Estamos todos metidos en la misma fuente, pero no nos perdemos, seguimos siendo lo que somos”, me dijo mientras apretaba un tubo. Cuando uno se sube a un bus, o viaja en el tube —el metro londinense—, lo entiende enseguida: se puede jugar a adivinar cuántos idiomas se están hablando al mismo tiempo, o a identificar la lengua en la que el vecino de asiento habla por celular. Polaco, farsi, mandarín, español de España, español caribe, español andino, inglés gringo e inglés de la India, hindi, swahili, zulu, ruso hablado por mujeres de niqāb, hombres de rastras, adolescentes de minifalda, ancianas de trenzas y preciosistas sombreros multicolores y hombres de turbante y barba tupida en un bus que conduce a veces un colombiano, a veces un nigeriano, a veces un iraní, a veces un filipino, a veces un irlandés, y —una que otra vez— un inglés. Camden Market es rico como un viaje en esos buses, solo que a un nivel superior: es un vuelo sensorial que entra por la nariz, los ojos y la boca. En los food stalls de Camden está el planeta: Tolsti nunca dijo pinta tu mercado y pintarás el mundo, pero podría haberlo dicho.

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Lo hermoso de Camden es que es comida de la calle que se toma la calle. Huele a especia y carne, a chocolate y tahini, a frituras y café. Según la página oficial del mercado, son más de setenta puestitos. Yo no me iba a poner a contarlos, concentrado como estaba en verlo todo, olerlo todo y decidir qué comer. Al final, pedimos un wrap de salmón y arroz (que ofrecía un mexicano en un stall de comida mediterránea) y los mejores falafels que he probado en mi vida —en un puesto atendido por una señora turca con un pañuelo floreado en su cabeza que no hablaba nunca y su hija que vendía en amable inglés—.

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Cerramos con unos pancakes holandeses —pequeños, redondos y esponjosos— cubiertos de azúcar impalpable y Nutella que vendían dos chicos que parecían dos espárragos rubios de dos metros, y un espresso hecho con café etíope. Mientras dábamos vueltas y más vueltas —e íbamos picando las muestras que ofrecen todas las casetitas— íbamos eligiendo qué querríamos comer la próxima vez. Hay una hamburguesas de pato que me sonaron a una promesa, pero es difícil tomar una decisión porque, apenas unos metros más adelante, estaban las salchichas y los dumplings polacos —kielbasa y pierogi—, o el gringo que preparaba gourmet macaroni and cheese— y los kebabs turcos.

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Más fácil es, para nosotros, prescindir de la arepa venezolana, el tacu tacu peruano y el lomo argentino, pero en cualquier arrebato de nostalgia latinoamericana, sabemos dónde están. Eso sí: no se consigue un bolón de verde, o un corviche, o una fritada —todos insignes platos ecuatorianos—. Al fondo, hay una destilería de gin, que no probamos. El murmullo de la gente conversando en las mesitas, la música dispar —hip-hop unos, bachata otros—, los olores de plantas, hierbas y condimentos de todo el mundo construyen un caos erótico.

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Es mucho más que comida: es la gente que la prepara, la disfruta, se ríe, se abraza. Es, también, la suma de todas sus conversaciones y el cerro de todas sus historias. El hombre que atendía el puesto de arepas venezolanas lleva once meses en Camden. Llegó desde Amsterdam y nos reconoció el acento enseguida. “Ustedes son monos” —me dijo sonriendo— “lo sé porque mi mujer era de Quito, de la Seis de Diciembre”. No tuve tiempo de preguntarle qué era de ella, ni cómo así iba de una capital europea a otra —tenía gente que atender y yo no pensaba comprarle, al menos no ese día, una arepa— pero recordé una frase del urbanista Jaime Izurieta Varea: “En los mercados del mundo se cuece mucho más que alimentos. Son el espacio público por excelencia”, escribió alguna vez Jaime y lanzó un dato maravilloso: según una encuesta la Fundación Ford, casi un tercio de quienes acuden a ellos hacen porque es un punto de encuentro. Los food stalls de Camden Market son un delicioso y afrodisíaco punto de encuentro con el mundo. Es como decir Londres, que es como decir Tierra.

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Bajada

Un vuelo sensorial por los food stalls de Camden Market

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