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Ilustración de DonkeyHotey bajo licencia CC  by 2.0. Sin cambios

Rehúsa hablar con la prensa que lo critica. Despide y silencia a burócratas que lo contradicen. Usa su poder como líder del país para tratar de poner una parte de la población en contra de la otra. Llena lo medios públicos con sus militantes para atentar contra su independencia periodística. Lo acusan de concentrar el poder del Estado en sí mismo, y se mete con la justicia poniendo en entredicho la credibilidad de los jueces que no sentencian en su favor. Más que todo, después de casi diez años en el poder, quiere prolongar su estadía aún más, y mientras más tiempo se queda menos respeto parece tener para las instituciones democráticas.

Estoy hablando, por supuesto, del conservador primer ministro canadiense, Stephen Harper.

Harper perdió las elecciones de octubre de 2015 en el país norteño. La victoria de su adversario —el liberal Justin Trudeau— fue una de más contundentes de la historia del joven país: los liberales pasarán de ser el tercer partido en el Parlamento a tener una mayoría absoluta. Reconociendo las energías dominantes de la campaña, el nuevo primer ministro de apenas cuarenta y tres años habló con convicción sobre la clave de su éxito: “le ganamos al miedo con esperanza. le ganamos al cinismo con trabajo duro” —dijo tras conocerse los resultados— “Ganamos a la política negativa con una visión positiva que unifica a los canadienses.”

Para muchos canadienses, la victoria de Trudeau significa el cierre de un capítulo feo de su historia y el regreso a su pasado. En un sentido simbólico y, también, en otro literal. El partido Liberal de centroizquierda es conocido como el “el Partido Natural de Gobierno”: si se suman las veces que estuvo en el poder durante el siglo 20, son más años que todos los que los bolcheviques dirigieron Rusia. Hace diez años perdieron ese lugar, después de una serie de escándalos de corrupción que le permitieron a Stephen Harper —un líder poco carismático pero respetado como administrador competente— devolver al partido el control del país, después de un exilio de más de una década.

Parte del éxito de Harper fue haber unificado dos partidos: la Alianza Canadiense (conservador populista) y los Conservadores Progresistas (hasta los conservadores en Canadá tienen que llamarse “progresistas”). Los hizo girar hacia la derecha. Una vez elegido, Harper no se ganó el corazón de muchos, pero los sucesivos líderes liberales —sus adversarios naturales— no inspiraban a nadie.

De la crisis económica estadounidense del año 2008 Canadá salió ileso. Harper fue premiado con otro mandato, pero mientras más tiempo se quedaba en el poder, más parecía irrespetar las normas democráticas del país. Por ejemplo, metió a sus militantes en la junta directiva del CBC, el medio público de radio y televisión (parecido a la BBC de Gran Bretaña), y cortó su financiamiento. Se peleó públicamente con la Presidenta de la Corte Suprema canadiense, algo extremadamente raro en un país donde el respeto para la independencia de las instituciones es sagrado. Poco a poco dejó de hablar con medios nacionales que él consideraba desfavorables a su partido, y sus ministros y legisladores tuvieron que pedirle permiso para hacer pronunciamientos públicos. Harper silenció y cortó el financiamiento de los científicos del gobierno que alertaban los riesgos que el cambio climático representa para Canadá: era la política oficial de Harper abandonar todos los tratados ambientalistas. En su relaciones internacionales, olvidó el tradicional rol de Canadá de  neutral mediador y adoptó un discurso agresivo en contra de Irán y los palestinos. La nación que se enorgullece de haber fundado las fuerzas de los cascos azules de las Naciones Unidas dejó de reconocerse en la retórica mojigata de su gobierno conservador.

Al convocar elecciones para su cuarto mandato (Canadá se gobierna con el sistema parlamentario británico y no hay límites de relección) Harper suposo que la publicidad negativa en contra del joven Trudeau iba a exponer sus debilidades y falta de preparación. Tuvo el impacto contrario. Trudeau, se rehusó a la política negativa, prefirió no hablar de Harper sino del daño a las instituciones democráticas de su gobierno. Los spots negativos dirigidos a Trudeau generaron empatía para el joven político y —poco a poco— se distanció en las encuestas del Partido Conservador y el Partido Nacional Demócrata (de izquierda), que era el segundo del parlamento. En su desesperación, Harper trató de generar división en los canadienses al insistir que las musulmanes deben quitarse las niqab para poder tomar el juramento de ciudadanía, un asunto que va en contra de las libertades individuales y distrae de problemas serios. Los canadienses respondieron eligiendo más legisladores musulmanes que nunca.

Canadá regresa a su pasado. No solo por el partido que eligió, sino también por a quién eligió como Primer Ministro. Justin Trudeau es el hijo de Pierre Trudeau, considerado por muchos como el padre del Estado canadiense actual. Trudeau, padre, dominó la política canadiense de 1968 a 1984. Hijo de una mamá angloparlante y papá francoparlante —igual que su hijo Justin—, Trudeau logró repatriar la Constitución canadiense de Gran Bretaña (asegurando su independencia) y escribió el Acta Constitutiva de Derechos y Libertades, considerada como la piedra angular de la Canadá moderna. Pierre Trudeau también instituyó el bilingüismo y el multiculturalismo como políticas oficiales nacionales. Salió de su jubilación para derrotar a las fuerzas separatistas que intentaron independizar a Quebec, una propuesta que agoniza por  los golpes mortales que le asestó Trudeau, padre, al articular y vender la idea de un Canadá hecho de varias naciones y dos idiomas nacionales.

Aunque habla poco de la herencia de su padre, Justin Trudeau le debe parte de su éxito a la marca y leyenda que le dejó su papá. Ahora, su éxito como gobernante depende de que él sea su propio hombre. Su primer desafío será unificar a un país dolido después de casi una década de una retórica oficialista divisor. En su primer discurso como primer ministro electo, Trudeau intentó establecer el tono de su gobierno: “los conservadores no son nuestros enemigos, son nuestros vecinos” —y terminó—“En Canadá, ser mejor siempre es posible.” Su victoria demuestra que la alternancia en el poder no es sólo sana sino necesaria, que los valores pueden trascender a las figuras políticas, que los ideales que forman la base de nuestra democracia tienen que ser protegidos y renovados, y que el proceso de construir naciones es una obra que nunca termina.

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¿Por qué ha regresado al poder el Partido Liberal en Canadá?