Fotografía: Santiago Sierra. Linea de 250 cm tatuada sobre 6 personas remuneradas. 1999
El mismo hombre que hace doce meses promulgó la ley que reducía las penas por microtráfico de drogas en el Ecuador acaba de aumentarlas. Es un vaivén político de una política pública de un hombre público: La nueva legislación es iniciativa del presidente Rafael Correa, hoy conservador de mano dura contra las drogas. Lo que olvida el Presidente es que a quienes perjudicará es a los que decía proteger hace un año: los más pobres.
Las penas al microtráfico criminalizan la pobreza. Casi el 90% de los detenidos por delitos de drogas son pequeños traficantes que se mueven en zonas marginales o suburbanas de Quito, como San Roque, La Roldós y El Comité del Pueblo. Son partes de la ciudad con un coeficiente de Gini —medida de la distribución de la riqueza donde 1 es muy pobre y 0 más rico— de 0,5. El norte residencial y urbano tiene 0,25. Son casi un cuarto de Quito —más de quinientos cincuenta mil personas— que tienen que buscar formas para sobrevivir. El negocio más sencillo y eficiente es vender droga al detal: una “bola” —unos 30 gramos— de marihuana puede comprarse por no más de diez dólares, cortada en sesenta paquetes y vendidos a un dólar cada uno. Es su forma de buscarse la vida en un país donde la política pública laboral o de inclusión no alcanza.
El tráfico interno es una modalidad delictiva surgida de una necesidad social. Para este más de medio millón de personas —la misma cantidad que vive en Cuenca— los servicios básicos casi no existen. Son barrios de construcciones endebles, sin las seguridades arquitectónicas requeridas elevadas —en su mayoría— sobre terrenos invadidos. Las personas que venden y compran son invisibilizados por el Estado: no hay políticas públicas efectivas para hacerse cargo de su pobreza, ni de su adicción. La imposición de un nuevo régimen punitivo sobre microtráfico permitirá que estos pobres accedan al único servicio público totalmente gratuito: la cárcel.
En 2007 —durante el ascenso al poder— el presidente Correa se mostró humanitario. Criticó en varias ocasiones la falta de proporcionalidad entre la pena y la cantidad de droga con la que era detenido un ciudadano. En 2008, indultó a través de la Asamblea Constituyente las “mulas” del narcotráfico. A través de la Unasur, promovió la creación del Consejo Suramericano de Lucha contra las Drogas, para buscar una solución distinta a la cárcel para el tráfico de sustancias ilícitas. Con el COIP (el Código Integral Penal que aprobó en 2014) proponía terminar con décadas de injusticia en la que los ciudadanos que poseían de 0,1 a 10 gramos de alcaloides —sustancias sujetas a fiscalización— fueron sentenciados a penas de hasta 16 años de reclusión. Con la nueva legislación, se podría portar menos de cincuenta gramos de cocaína y no ser acusado por narcotráfico. Pasada esa cantidad, se podría recibir una pena mayor a un año de prisión. Ahora, con su nueva ley, se arrepiente de todo eso y vuelve al pasado: Se han aumentado exponencialmente las escalas mínimas y medias de microtráfico: quien porte dos gramos de sustancias irá a la cárcel por tres años. Un dos por tres de injusticia, que apunta a aquellos por los que tanto abogaba en el pasado.
Las declaraciones del presidente Correa han sido lapidarias: cero tolerancia al microtráfico y penas más duras para evitar el delito. Lo ha dicho desde la perspectiva de prevención general del delito en la que mientras más fuerte es la pena, se supone más se disuade al individuo de cometerlo. En este caso, la prevención no debería enfocarse en encerrar a los más débiles, sino en una política pública para reducir la pobreza y la criminalidad en los sectores tuguriales de las grandes ciudades. Para demostrar lo inservible de la punibilidad se puede usar el ejemplo de China donde la pena de muerte por delitos de droga en el país oriental no ha acabado el tráfico. Por el contrario: han proliferado los laboratorios clandestinos de producción en Shangai de sustancias prohibidas, que se envían a Europa y Estados Unidos. La verdadera disuasión del delito está en crear las condiciones para que los ciudadanos prosperen y salgan de la pobreza a través de su trabajo.
Es una movida que corre contra la tendencia global. Desde 1970, Estados Unidos intenta legalizar el consumo, profesionalizar las clínicas contra la adicción y permite la negociación de penas: los que den información de importancia que permita desmantelar redes o capturar a cabezas del narcotráfico pueden negociar con el Fiscal del Estado una sanción menor a la que les corresponde. Desde que Estados Unidos legalizó el consumo en 2012, los mercados ilícitos disminuyeron en 30% en estados como Colorado, Washington y Alaska. Además, los crímenes violentos —como homicidios— disminuyeron un 50% en 2013, y la oferta laboral aumentó alrededor de la industria de la marihuana. Países sudamericanos como Argentina y Uruguay han dado grandes pasos para regular el consumo que hasta les ha permitido aumentar el turismo cannábico y generar rubros favorables para su economía. Mensualmente, la marihuana genera millones de dólares en impuestos: 6,7 millones en Colorado y 4 millones de dólares en Uruguay. Esta reforma legal nos devuelve al pasado, a un nivel de civilidad ya superado.
Penalizar el microtráfico no detendrá a que las drogas sean consumidas, ingresadas o exportadas en el país. En lo que va del año, de acuerdo a datos del Ministerio del Interior, se han incautado 64 toneladas de droga porque en las fronteras con Colombia y zonas alejadas del control estatal pululan centros de producción de estupefacientes. Ecuador es un país de tránsito en el que otras medidas deben tomarse para detener el ingreso de drogas. El microtráfico no tiene nada que ver. La pandemia creada alrededor del mismo en nada aporta a erradicar el problema de salud pública que acarrean las drogas.
En Sudamérica el Presidente ecuatoriano se mostró, hasta hace pocas semanas, como un líder progresista en la lucha contra el narcotráfico. Con el organismo -Unasur- implementó un plan de acción para los Estados miembros para reducir la punibilidad —imposición de penas privativas de libertad— y buscó medidas alternativas al problema. Pero en su octavo año de mandato el presidente Correa ha dejado atrás sus ideales liberales de justicia. Su interés garantista y humanitario consagrado en la Constitución de Montecristi ha sido reemplazado por un discurso autoritario y castigador. La forma de ejercer el poder que ha caracterizado a su mandato se ha extendido al ámbito penal. Es una contradicción dolorosa: el hombre que se ha pasado hablando de su “opción preferencial por los pobres” (hay más de veinte mil resultados en Google si se busca esa frase más Rafael Correa) ha creado el marco legal que mantendrá a los marginados en el círculo vicioso de la pobreza y el delito. La opción preferencial parece ser ese servicio público gratuito y triste: la cárcel.
¿Es la nueva reforma antidroga en Ecuador una vuelta al pasado?