Ilustración de DonkeyHotey bajo licencia CC by 2.0. Sin cambios
En el debate por la nominación presidencial del Partido Demócrata para las elecciones de 2016 en Estados Unidos, la atención se centró en dos de los cinco participantes: Hillary Clinton —la favorita— y Bernie Sanders, que prometió inspirar una “revolución política”. Cuando el moderador Anderson Cooper preguntó si alguno de ellos no se consideraba capitalista, Sanders—con la pinta y ademanes del doctor Emmet Brown de la película Regreso al Futuro— alzó su mano y se ratificó:
— Socialista.
El público estalló en aplausos. Después, cuando se presentó la oportunidad de atacar a Clinton por la polémica de los emails de su época como Secretaria de Estado, Sanders se rehusó a hacerlo y —visiblemente hastiado del tema— criticó a los medios de obsesionarse en algo que según él no concierne a los intereses de los votantes. “Suficiente con los malditos emails”, dijo sin empacho, reconociendo que defender a Clinton probablemente era un “error político”. Pero han sido “errores políticos” —exabruptos de franqueza— como éstos que lo disparan más allá de su socialismo como un candidato auténtico, ajeno incluso en sus ademanes e idiosincrasia al modelo mediático prefabricado que caracteriza al bipartidismo corporativista de los Estados Unidos.
En Estados Unidos socialismo ha sido una mala palabra desde los años veinte. En el 2008, el juego era éste: los adversarios de Obama lo acusaban de socialista y él lo negaba mientras aludía a cambios que inspiraban un entusiasmo juvenil y renovador sin tintes radicales. Sanders, en cambio, ha abanderado la socialdemocracia durante toda su campaña y centró en su discurso la enorme disparidad entre las clase de multimillonarios y el resto, el 99%. Según él, Wall Street y los grandes bancos han convertido a Estados Unidos en una cuasi-oligarquía, con exenciones tributarias descomunales que contrastan con el endeudamiento debilitante de la clase media. Su proyecto también prioriza la necesidad de establecer un sistema de educación universitario y salud pública gratuitos. Como Clinton —y la plataforma Demócrata en general— la propuesta de Sanders coincide en la ratificación de derechos civiles como el matrimonio gay y los derechos reproductivos de la mujer.
El análisis de Sanders es estructural. De ahí que el movimiento Black Lives Matter —formado en el 2013 para combatir el racismo sistémico e institucionalizado tras los incontables casos de brutalidad policial contra afroamericanos— ha enfocado sus esfuerzos en presionar a Sanders para que priorice el problema del racismo en su discurso. Aunque torpe en su reacción al principio, Sanders ha escuchado las intervenciones —a la fuerza— del movimiento a sus mítines, conformados, hasta entonces, por gente mayoritariamente blanca. En el debate presidencial, cuando se hizo la pregunta “¿Importa toda vida o importa la vida negra?” (en referencia al nombre del movimiento #BlackLivesMatter), Sanders reiteró que ante el racismo institucionalizado en Estados Unidos era importante enfatizar que las vidas de la población negra importan, y que hay que decirlo con esas palabras.
La desaliñada figura con la que Sanders se presenta —despeinado y ligeramente cascarrabias— corresponde a su crítica del espectáculo mediático que, según él, ha hecho de la política algo así como “mirar béisbol en la tele”. Su hastío por las críticas a Clinton también. El debate no fue la primera vez que mencionó ésto. En agosto de 2015, después de un mitin en Iowa, Sanders dijo a los reporteros que los medios disfrutan “del juego” de pedir a los candidatos que se critiquen, en vez de enfocarse en los temas que “impactan al pueblo americano”. La retórica de Sanders, en ese sentido, parece invisibilizada por la reiteración de abuelo temático de estos problemas reales, como los niveles de desigualdad de ingresos que califica de grotescos. Sanders confía en la elocuencia de los números. Repite “el 1% concentra casi tanta riqueza como el 99%”, y enfatiza su aspiración representativa:
— Esto es inaceptable e inmoral para el pueblo americano.
Sanders sabe atar su diagnosis inteligentemente en un socialismo que parece menos abstracto y más hecho a la medida del pragmatismo norteamericano. Por eso confía en ganar no solo el voto liberal, progresista, sino también el de la clase obrera conservadora, a la que se dirige con la transparencia de los números y de los problemas reales. “Hace 50 años, si te graduabas de bachiller podías aspirar a encontrar un buen trabajo. Hoy, un título universitario es el equivalente a lo que era el bachillerato entonces. Es hora de admitir que la enseñanza universitaria es parte de la educación pública”, dijo durante el debate. Eso —reiteró— será posible, entre otras cosas, poniendo impuestos a la especulación de Wall Street. Su referente perpetuo es Suecia y los países escandinavos, a los que describe como modelos que “tienen sentido”. Así, Sanders apunta a ahuyentar los fantasmas de la palabra. Cuando uno de los llamados super PACs (grupos de recaudación ilimitada de fondos de campaña) de Clinton sugirió que Sanders estaba alineado con el chavismo, Sanders lo desmintió de inmediato:
— Es un dictador comunista muerto —dijo de Hugo Chávez.
Después del debate, CNN dudosamente declaró a Clinton como la ganadora. Sanders fue el más buscado en Google y el candidato más mencionado en Twitter. Más allá de redes sociales, apenas tres días después del evento, su campaña recaudó tres millones de dólares sólo en donaciones individuales: Sanders no acepta dinero de grandes donantes. Sin duda, ha sido su manera de recaudar fondos y de hacer campaña lo que más fortalece su propuesta: en su enfoque de bases, Sanders revoluciona la manera de hacer política en Estados Unidos. El éxito que ha tenido muestra que es posible organizar un proyecto social sin el financiamiento corporativo de los super PACs. “En sobres donde la gente mete 25 o 50 dólares.” —dijo describiendo el promedio de aportes individuales— “Esto no es un comedor de ricos donde la gente aporta 100.000 dólares a un super PAC”, y remató:
— No quiero ni necesito el dinero de las grandes empresas.
Desde su lanzamiento en mayo, la campaña de Sanders ha logrado crecer. Muchos de sus mítines ahora atraen más gente que los de cualquier otro candidato nacional. Ha ganado el auspicio activo y declarado de figuras como Sarah Silverman y Bill Maher y el apoyo cómplice de Jon Stewart. Bromeando en una entrevista, Maher comparó a Sander con el vocalista de los Rolling Stones, Mick Jagger, “probablemente el último hombre de su edad en generar tanto entusiasmo.”
Sanders no solo dice ser un outsider. Su forma, su jerga, ofrecen una alternativa a una estética prevalente del quehacer electoral estadounidense, un modelo caracterizado por estándares casi publicitarios. Esa imagen de profesor judío y temático que el comediante Larry David parodió en Saturday Night Live es clave: es una antítesis de una quimera estética. La de Sanders es una forma distinta de mediar la política, de sobreponer la acción sobre la palabra y el simulacro que define la democracia electoral. Esta autenticidad se muestra en el contenido y en la forma de su campaña, que ha replanteado los términos de la conversación política en su país.
Todavía es muy difícil saber si Sanders podría ganar la presidencia al enfrentarse ante los republicanos a nivel nacional o incluso si, de hacerlo, podría vencer a los intereses económicos establecidos. Pero su progreso ha sido excepcional y dice más de la organización de su creciente ola de partidarios que del sistema electoral estadounidense. Como Mujica en Uruguay o los gestos del papa Francisco, la popularidad de Sanders refleja una visión de política de menos palabras y más acción.
¿Puede un socialista despeinado y cascarrabias ser Presidente de los Estados Unidos de América?