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Foto de Pablo Campaña: un grafiti de Bashar al-Assad en un pedazo del muro de Berlín 

La frontera es un concepto de profundidad, no una línea

Jonathan Little,  periodista   

Fuimos con Baty Sedawi a la Hamburger Bahnhof, una galería de arte contemporáneo en Berlín. Sólo los cuadros de Warhol le interesaron. Abrí una pesada puerta, la mañana era fría, salimos a un jardín de piedras y árboles marchitos. Nos sentamos en las gradas. Ella cerró su abrigo verde y  encendió un cigarro.   Pronto se despediría para ir a un ensayo de teatro con otros chicos refugiados. Es un tema que le interesa mucho, pero al mismo tiempo —dice sin mirarme— está cansada de que la traten como “la chica refugiada”. Ya sólo quiere ser Baty. 

Cuando estalló la guerra en Siria en 2011, el presidente Bashar al-Assad hizo un enroque: el ejército convirtió Damasco en un cuartel que protege al rey. Los controles y los interrogatorios a los transeúntes para identificar a los que operaban en contra del gobierno se multiplicaron. Todos los días, Baty Sedawi se abría paso entre los soldados que vigilaban las calles para llegar a la escuela de bellas artes, donde tenía un taller de escultura. De ahí salía a pasear con amigos, o a comer en algún restaurante. Logró evadir el conflicto hasta que un día su primo Tarek —que vivía en la ciudad de Homs— fue detenido en el cuartel de policía. Ese día, a Baty y a su familia, la guerra se les apareció en la puerta de casa. 

Homs fue el epicentro de la rebelión en contra del presidente al-Assad.  En las plazas de la ciudad —la tercera más grande de Siria—, líderes arengaban con cánticos a las multitudes que se abrazaban, bailaban, oraban y prometían luchar hasta el martirio para que renuncie Bashar al-Assad. Su familia ha gobernado el país desde 1971 restringiendo duramente libertades políticas y civiles. La represión que siguió a las protestas hizo que los manifestantes formaran milicias, como el Ejército Sirio Libre o se unieran a hiyadistas como Al-Nusra El gobierno se ensañó con los habitantes de Homs: la municipalidad dejó de recoger la basura en los barrios controlados por la oposición. En las escuelas, el servicio de seguridad preguntaba a los niños qué programas de televisión veían sus padres. Buscaban pistas de potenciales sospechosos, dice Jonathan Littlell, periodista de guerra, en su libro Cuadernos de Homs. El gobierno quería atemorizar, pero al hacerlo fortalecía a la oposición.   

Tras una disputa pareja entre las milicias y el ejército, Bashar al-Asaad decidió usar armamento pesado en Homs. Fue un golpe que desequilibró el tablero de la confrontación. En febrero de 2012, durante 27 días, bombardeó a la oposición calle por calle. Según el periodista Littlell, la ciudad se desmoronó. Los límites morales de la guerra, también: un francotirador en una misma calle mató dos niños, una persona con discapacidad mental y ocho gatos. Los heridos eran torturados en los hospitales y los militares se disfrazaban de enfermeros para llevarse a los milicianos heridos en las ambulancias —en lugar de a hospitales— directo a prisión. 

El miedo se extendió. Las personas hacían agujeros entre sus casas para visitar a sus vecinos sin tener que salir a la calle, donde podían ser disparados o detenidos. A mediados del 2012, la detención de jóvenes era un evento cotidiano. Uno de ellos fue Tarek,  el primo de Baty. La policía se lo llevó sin otro motivo que su edad. Para asegurarse de que “cooperara” le hicieron presenciar la violación de tres personas: la de una mujer por tres policías distintos, la de un padre frente a su hijo y la de ese mismo hijo frente a su padre. Una semana más tarde, al no encontrar evidencia en su contra, lo soltaron. Tarek regresó silencioso, nervioso y malhumorado. “Como un hombre viejo de diecisiete años”, recuerda Baty. La historia que contaba su primo se tradujo en un temor permanente: ¨Yo no tengo miedo de un bombardeo. Si mueres es sólo un segundo y no sientes nada. Pero si te violan te vas quedar con eso por el resto de tu vida¨, dice. Para Baty estaba claro: debía irse de Siria. Lo más rápido que fuese posible.   

Mientras me contaba de su primo, le pregunté a Baty si vió el documental Return to Homs que muestra la destrucción de la ciudad. “No, pero antes antes de irme de Siria vi Homs con mis propios ojos’”. Me sonrió y me sentí idiota. Acompañó a su tía, que quería averiguar si su casa seguía en pie. Lleva un hiyab, un velo que cubre el rostro, para evitar cualquier agresión en los muchos puestos de control de los soldados aluies —el grupo musulmán al que pertenece el presidente— que hubo durante el viaje. Duró cuatro horas, el doble de lo normal. Al llegar no reconoció la ciudad, sólo encontró ruinas, soldados y tanques. Era ramadán, el mes que los musulmanes ayunan hasta las seis de la tarde. A esa hora, comenzaron los disparos. Para entonces, casi quince mil personas habían muerto en esa ciudad.  

En Siria, el futuro no es mucho más que eso: escombros, soldados y tanques de guerra. Baty, sus dos hermanos menores, su padre y su madre salieron con placas diplomáticas en noviembre de 2012. Su papá era contador de la embajada de Emiratos Árabes, y viajaba a Líbano todos los meses por trabajo. Programó su próxima salida para hacerla coincidir con la fecha en que pedirían una visa en la embajada de Italia. El auto era conducido por el chofer de la embajada, su único cómplice. La visa Schengen les fue aprobada y un mes después volvieron a Líbano para tomar un avión a Roma, donde un tío los recibiría. Al llegar a Italia mostraron sus pasaportes. Pusieron sus dedos en las cajas de luz verde en que se registran las huellas digitales. Estuvieron dos días porque la asistencia italiana para los refugiados es precaria: los campamentos están sobre poblados, tienen déficits financieros e, incluso, en algunos se ha infiltrado la mafia. Tras evitar la muerte, los Sedawi intentan escapar a la marginalidad. 

Se fueron a Suecia. En el país escandinavo podrían acceder a vivienda, una pensión y educación.  Interpusieron su solicitud de refugio en la Agencia de Migración Sueca en Estocolmo pero existía un riesgo: las normas europeas dicen que el país por el que entraron debe analizar y atender el caso de refugio. Sus huellas dactilares decían que entraron por Italia,  ¿qué hacían en Estocolmo?

Los oficiales de migración suecos les asignaron un pequeño departamento al que —en pocas semanas— les enviaron una carta: debían presentarse porque sus huellas digitales fueron rastreadas y debían ser extraditados a Italia. Desatendieron el llamado y tomaron un bus a Alemania donde —creían— los refugiados recibían la atención que ellos esperaban. Estuvieron treinta horas en la frontera entre Dinamarca y Alemania hasta que llegó una traductora de árabe. Una vez más, pasaron por el ritual de registro que padecen los migrantes: Les tomaron las huellas digitales, les pidieron sus nombres, interrogaron a su padre, revisaron su equipaje y auscultaron sus cuerpos —incluso el de su hermana de tres años—. Los oficiales eran amables, pero la requisa inevitable. Cuando terminaron, los enviaron a un campamento de refugiados en las afueras de Kiel, al norte de Alemania. Ahí los esperaba una habitación con dos camas para los cinco Sedawi.  

En el campamento se alojaban doscientas personas, pero solo dos familias. Baty era la única mujer joven. El resto eran cientos de hombres solitarios. Era enero del 2013, el frío —que podía bajar hasta menos siete grados centígrados— los mantenía dentro del edificio. El campamento estaba alejado de Kiel y no tenían dinero para acercarse a la ciudad. Baty tenía que soportar la penetrante mirada masculina mientras cruzaba —nunca sola, siempre acompañada de su hermano— el pasillo para ir al baño. “En Siria tenía miedo de los hombres, en el campamento de refugiados, también”, recuerda. La comida era mala. En dos meses perdió ocho kilos. Como era la única que hablaba inglés, se convirtió en la traductora de todas las necesidades de su familia. Si faltaba algo en la habitación, si uno de ellos enfermaba o si querían saber sobre los trámites de refugio Baty tenía que intervenir, traducir y explicar. Ella fue la primera en enterarse de que la Oficina Federal de Migración y Refugiados les habían negado la solicitud para quedarse en Alemania. La decisión podía ser apelada, pero el abogado asignado por el coordinador del campamento de refugiados les advirtió que hasta que no se resolviese, la Policía podría ir al campamento y, sin ningún otro trámite, ponerlos en un avión de vuelta a Italia. Necesitaban tiempo y un escondite. 

La oscuridad que rodeaba al campamento se abrió por los faros de un auto, los Sedawi subieron. Se los llevaron a Hamburgo. Su abogado había solicitado a una iglesia de la ciudad que les permitan hospedarse en un lugar secreto hasta que las autoridades migratorias decidiesen si podían quedarse en Alemania. En esa ciudad del norte alemán viven cerca de cinco mil refugiados indocumentados. Algunos son acogidos por iglesias cristianas. Según el Comité Ecuménico Alemán sobre Asilo de la Iglesia, hasta septiembre de 2015 al menos 411 personas estaban recibiendo refugio en estas instituciones en toda el país. Pero la protección de las iglesias no es reconocida por la legislación alemana. La familia Sedawi debía cuidar sus pasos. 

Fueron ocho meses de una vida de secreto y complicidades. Baty iba a clases de alemán junto a su hermano, pero mentían cuando les preguntaban cómo habían llegado a Alemania y dónde estaba su casa. Nunca iban al centro para evitar a la Policía. Su madre solo salió de su casa cuando se enfermó. El médico que la atendió, el clérigo de la iglesia, el abogado, son parte de una marea de alemanes que actúan en silencio para ayudar a los refugiados, aún cuando su solidaridad está prohibida. 

Cruzar la frontera, como refugiado, puede tomar años. Retomar la vida de la que se ha escapado por temor a la guerra, la pobreza y la desolación, otros tantos. A inicios del 2014, las Oficina de Migración y Refugiados asiló formalmente a los Sedawi. Con recientes reformas en Alemania, se espera que lleguen ochocientos mil refugiados sirios. Baty, que ahora tiene 25 años, sigue aprendiendo alemán y espera ingresar a la carrera de arte. Espera, sobre todo, volver a empezar. Dice que es la última vez que cuenta su historia. Lo dice con la mirada perdida en el vacío, pero el brillo de sus ojos cafés regresa cuando se indignan o se ríe. Se cierran, en cambio, cuando agradece estar a salvo.  

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