Hasta hace unos días, Jon Hamm era el Leonardo Di Caprio de los Emmy: el eterno nominado. Desde que estrenó Mad Men, todas las ediciones de los premios más prestigiosos de la televisión estadounidense lo tuvieron ahí sentado, en primer plano, con sonrisa de circunstancia mientras le anunciaban, cada una de las veces, que no era el elegido.

En la última edición de los Emmy, del 2015, cuando Tina Fey anunció su nombre detrás de la frase “el mejor actor de drama es”, Hamm reptó hasta el escenario, dijo que eso era “un error pero gracias”, y dio un discurso tan austero como su personaje, en el que muchos leyeron una especie de agradecimiento velado a quienes lo están ayudando a superar su recaída en el alcoholismo (muy Don Draper todo).

Pero hay una diferencia entre Di Caprio y Hamm. En Vanity Fair, James S. Murphy analiza el derrotero Di Caprio para concluir que los actores cool nunca ganan premios Oscar —Di Caprio, Brad Pitt, Gary Oldman, James Dean— porque sus personajes, demasiado misteriosos y distantes, no generan empatía. Hasta ahí, podríamos coincidir. Pero el caso Di Caprio está envuelto por otro detalle que explica por qué nunca ganará un Oscar hasta que tenga ochenta años y le llegue el Honorífico: se nota mucho su esfuerzo. Su vehemencia por interpretar escenas intensas, ideales para editar y mostrar en los segundos que usan las entregas de premios para argumentar nominaciones, lo deja afuera porque se trasluce el artificio, se adivinan las horas de ensayo frente al espejo.

Y ese no es ese el caso de Hamm. Su personaje en Mad Men siempre tuvo vida propia. Pecaba de cool, sí (cool a la manera de los sesenta, claro), pero no se veían sus costuras ni se asomaba el trabajo interpretativo por detrás. Es decir, nunca vimos a un Hamm esforzado como un inexperto al que le temblequean los músculos mientras levanta pesas, sino a un natural Don Draper, forjado a la imagen manierista de Gatsby, pero con la corporalidad y los gestos de una fotografía antigua que cobra vida. Entonces ¿Por qué le retacearon el bendito Emmy, que encima llegó con gusto a premio consuelo porque “era este año o nunca” (Madmen se terminó a mediados del 2015)?

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Jon Hamm perdió cuatro veces seguidas ante Bryan Cranston, que le dio entidad al fabuloso Walter White de Breaking Bad. Pero la diferencia no está en la calidad de los actores sino en los perfiles de sus personajes. Cranston es un maldito genio, nadie lo duda, pero si ganó tantas veces fue sobre todo porque su personaje creció desde la inocencia del tipo común hacia las oscuridades del narco inescrupuloso. White permite una conexión contemporánea, una identificación con sus orígenes: hay miles de Walter White en el mundo, aunque pocos de ellos se conviertan en Heisenbergs. Pero cuando conocemos a Draper ya está convertido, el proceso de mutación de identidad está elidido, se esconde el paso de Jeckyll a Hyde. Admiramos a Draper, nos seduce, lo amamos y despreciamos en cada temporada, pero no lo entendemos.

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Las otras cuatro oportunidades en las que le arrebataron el Emmy fueron dispares. Kyle Chandler se lo birló por una actuación apenas correcta en Friday Night Lights y Jeff Daniels se lo quitó de las narices por su rol en The Newsroom. En ambos casos, fue premiada la espontaneidad, se destacó a actores encarnando personajes que uno se podría cruzar en la esquina de una ciudad de Estados Unidos: un periodista verborrágico y un entrenador de fútbol que en el fondo es un buen tipo. En ambos casos, el patriotismo y el perfil del “buen americano” están presentes, con conflictos y dilemas en torno a ese deber ser. Lo mismo pasa con Damian Lewis, que le quitó otro Emmy a Hamm por su marine contradictorio en Homeland. Lewis, al igual que  Cranston (“I am the one who knocks!”), tenía un par de escenas hiperbólicas y, al igual que Chandler y Daniels, se debatía entre dilemas morales. En cambio, Draper no vacila, no se hace demasiados cuestionamientos sobre su deber ser, no tiene estados alterados en los que Hamm pueda demostrar cuán bueno es al borde del ataque de nervios y nunca sabemos qué pasa detrás de su mirada.

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Don Draper no existe. No es un hombre identificable. Su personaje no es alguien en quien podamos reconocernos, nunca vimos nadie así. Draper es una perfecta síntesis de personajes literarios (de los protagonistas de los cuentos de Cheever a Gatsby o Mr. Ripley) inserto en un contexto identificable. Caracteriza con elegantes manierismos a un hombre irreal en un conflicto hiperrealista: la sociedad de consumo, el capitalismo existista, el deseo como norte de la publicidad y, por extensión, de la vida. En concreto: es posible identificarse con esa pintura social y de época, pero no con su personaje. Draper siempre fue inalcanzable, misterioso, imposible. Para quienes celebramos que la octava nominación de Hamm fuera la vencida, su enorme mérito fue, justamente, haberle dado cuerpo con austeridad y sutileza a esa suma de descripciones (el spleen americano, la melancolía, la soledad, el héroe y el antihéroe). Para otros, ese fue justamente el problema.

Don Draper es un outsider en Mad Men. Y Hamm lo fue de la estandarización de los premios. Como dice Juan J. Vargas Iglesias en uno de los textos del libro “Mad Men o la frágil belleza de los sueños en Madison Avenue”: “Don Draper, el gran héroe norteamericano del presente en el pasado, nos deja a nosotros la alquimia de su identidad, la estimación de su valor”.