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La explicación parecía un juego de castillos de naipes: si quieres demostrar tu poder construye una torre más alta que las demás, y si esto no es suficiente, tumba la torre de tu vecino. Pero la explicación era real, y había sucedido en las ciudades y pueblos de la Italia medieval, como San Gimignano.

A diferencia de otros lugares de Italia, este no es conocido por su arquitectura religiosa —aunque tiene una veintena de antiguas iglesias—, tampoco por sus palacios —aunque hay un par de decenas—, ni por sus museos —aunque hay uno célebre sobre la tortura—. San Gimigniano se conoce por sus obras civiles: las casas-torre. Estas construcciones de cincuenta metros de alto —como un edificio de 20 pisos— configuran el perfil de este poblado amurallado que ocupa, desde hace dos mil años, una colina en los valles de la Toscana.

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A San Gimignano llegué por el sur, por la puerta de San Giovanni —una de las cinco entradas a la ciudad—, después de recorrer en bus campos cubiertos de viñedos y olivares. Aunque no hay guardias con armadura de metal y un escudo, cruzar esa imponente estructura de piedra fue el primer paso de un viaje al pasado, a un tiempo en el que existió mucha rivalidad entre sus habitantes.

Hoy, las casas adosadas construidas con piedras grises y ladrillos colorados bordean las calles peatonales. Son como esos espacios estrechos de historias medievales donde se encontraban los amantes. Decenas de banderas que representan los distintos barrios de la ciudad, puestos de recuerdos y restaurantes más modernos neutralizan el efecto flashback y regresan al visitante al siglo XXI. Si en la Edad Media San Gimignano era paso obligado para los peregrinos que iban de Inglaterra a Roma, hoy es un paso frecuente para los turistas que quieren, al medio día, disfrutar del vino Vernaccia (blanco) y la porchetta (cerdo deshuesado cocido a la barbacoa y condimentado con hierbas aromáticas).

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Foto: María José Tamariz

San Gimignano no es el único sitio de Italia que mantiene sus torres medievales —Florencia también las tiene—, pero seguramente sí es uno de los que mejor las conserva. En otras ciudades, las guerras, la renovación urbana —Florencia demolió gran parte de su pasado medieval para dar lugar al estilo renacentista que la hizo famosa— o diversos incendios acabaron con estos “rascacielos medievales”. Aunque las torres no alcancen los 600 y 800 metros de altura de los modernos rascacielos asiáticos, sí destacan en el entorno que las rodea.

Las torres están junto a las casas, muy apegadas. La Guía Verde de Michelín dice que en una época hubo más de 70 y que podían superar los 70 metros de altura (como un edificio de casi 30 pisos). De estas torres sobreviven 15, pero apenas superan el los 50 metros que fijó un reglamento del siglo XIII. La Torre Grossa está en el centro del pueblo y es la más alta. Su interior se visita por un zigzag de escaleras que conduce a la terraza, desde la que se observa todo el pueblo y las colinas que lo rodean con el amarillo, el azul y el verde característicos del centro norte de Italia.

San Gimignano se enriqueció con el comercio de los productos agrícolas de sus alrededores. Toda esa riqueza aún se ve desde allí arriba. Los olivares y viñedos se visitan con toures de agroturismo que ofrecen las fattorias (granjas) que elaboran vino, vinagre, aceite, pasta y embutidos. En los campos también se cultiva el azafrán, aquella preciada especia que da sabor a la paella española y se saca de los pistilos rojos de una preciosa flor morada.

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Los límites de la ciudad están bien definidos por la muralla de dos kilómetros que la rodea. Varias veces, a lo largo de la historia, como no había más espacio dentro de la las altas paredes, se construyeron casas afuera y se formaron barrios extramuros. Al pie de la Torre Grossa se ve un mar de techos de teja fragmentado por un laberinto de callejones que invita a perderse en sectores menos saturados de turistas que la vía de San Giovanni y la céntrica Piazza della Cisterna.

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San Gimignano mantiene la misma población, con ligeras oscilaciones, de hace 150 años: 7 mil habitantes. Las canchas de fútbol y antenas de televisión rompen con la apariencia de ciudad museo y le da vida y un contraste de modernidad a la ciudad medieval. De nuevo a ras del piso, impacta la austeridad de la arquitectura: casas sin adornos, grises del color de la piedra o de ladrillo, sin pintura, salpicada por las coloridas flores que cuelgan de las ventanas o se desbordan de las macetas de las entradas. El olor del romero, la lavanda o el jazmín salen de los huertos que ocultan algunos muros.

San Gimigniano ha sido escogida como escenario para videojuegos —como Assassins Creed—. Parece sacada de la película de Romeo y Julieta de Franco Zeffirelli. Solo que aquí la rivalidad no era entre Capuletos y Montescos, sino entre Ardinghelli y Salvucci, familias cuyos apellidos aún se mantienen como nombres de las torres que construyeron, cada una más alta (o al menos tan alta) que la de sus enemigos. Eran disputas familiares que a su vez reflejaban las tensiones políticas de toda la península. Los términos güelfos y gibelinos se repiten en la historia de San Gimignano como en buena parte de la de Italia. Como leería después en una exposición en la que dice ser la Casa de Dante en Florencia: “Si las murallas indicaban la capacidad de los ciudadanos para la defensa contra los peligros externos, las casas torres eran la expresión arquitectónica de las luchas de facciones que dividían a la ciudad en su interior”.

Siguiendo la señalética hacia el norte llegué a unas fuentes medievales. Su búsqueda me dejó fuera de la muralla, por un sendero rodeado de bosques. Mientras buscaba la siguiente puerta para regresar al pueblo, caminando junto a una imponente pared de piedra fue evidente que las torres, además de un símbolo de poder, fueron una respuesta arquitectónica para aprovechar el espacio seguro que estaba protegido por las murallas. Las familias con más dinero, como no tenían más lugar para expandir sus construcciones a los lados, lo hacían hacia arriba. Hoy el crecimiento vertical de las ciudades se promueve por ecología; en esa época, por seguridad. Pero, ¿cómo utilizaban ese estrecho espacio que ganaban a las alturas? ¿Cómo podían vivir en estructuras que casi no tienen ventanas? Regresé a Florencia con esas preguntas en mi cabeza. Una ilustración en la Casa de Dante me daría nuevamente respuestas días después. La planta baja de la torres era utilizada como granero o almacén. El espacio interior se dividía con varios pisos de madera y la parte superior se reservaba para la cocina. Así, en caso de incendio, las llamas tomarían más tiempo en propagarse. No tenían ventanas, pues la seguridad volvía a imponerse en por encima del confort o la iluminación. Yo también, si viviera en una época de guerras internas donde mis principales enemigos son mis vecinos, dormiría más tranquila quitando la escalera que da paso a mi torre impenetrable.

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Recorrer la ciudad amurallada de San Gimigniano y conocer el pasado de Italia

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