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Fotografía de Galo Naranjo, Internazionale, bajo licencia creative commons BY-NC-SA 2.0. Con cambios.

Dos fantasmas recorren el mundo: Colbert y Turgot, franceses muertos hace doscientos cincuenta años, luchan por lo que es justo y mejor en las políticas de comercio exterior de cada territorio. Ecuador es su más reciente escenario de batalla luego de que el presidente Rafael Correa pidió a la población que no vaya a comprar bienes a Colombia. Cada año, miles de ecuatorianos van de shopping a Ipiales —solo en el feriado del 10 de agosto dieciséis mil carros cruzaron la frontera—, donde no sufren tantas distorsiones arancelarias como en su país. ¿Es esto malo o es bueno para la economía ecuatoriana? ¿Quién tiene razón entres los dos franceses que están muertos y son inmortales al mismo tiempo, Colbert o Turgot? 

Colbert es el padre del colbertismo, la doctrina que buscaba impulsar la creación de industrias nacionales francesas aislando a los consumidores locales del mundo, e impidiendo a los trabajadores franceses emigrar. La impulsó como ministro de Estado y tuvo apoyo de los industriales beneficiarios. Turgot fue un teórico influyente por varias generaciones que cuando fue ministro de finanzas abolió trabas al comercio interior y exterior, y privilegios hereditarios para grupos de interés. Su iniciativa contra los privilegios le valió resistencia y ataques. En estos tiempos de postmodernismo rampante podría parecer posible una tercera posición: a veces tiene razón el uno y a veces el otro, dependiendo del país y las circunstancias. Pero en Economía, las leyes y relaciones esenciales tienden a ser constantes (o en realidad sería imposible estudiar la materia, piénselo por un instante). 

El mercantilismo es la vieja doctrina de los siglos XVI y XVII que consideraba las exportaciones algo positivo por sí mismo y las importaciones algo —supuestamente— negativo. Tanto así, que Francia tenía aduanas entre provincias. La gabela —del árabe qabala o “recibir”—, un impuesto a la sal, se aplicaba desigualmente entre distintas provincias. Las mujeres que fingían embarazos para acarrear sal desde Bretaña hacia el Este de Francia generaban doscientos mil empleos directos e indirectos. Desde luego, Colbert fue su enemigo declarado arrestando a dos mil ochocientos mujeres y niños que participaban del contrabando. Las aduanas entre provincias puede sonarnos absurdo. Y sí, lo es. Pero no es distinto, en esencia, que existan hoy aduanas entre países. 

¿Las importaciones son goles en contra?

La riqueza de las naciones de Adam Smith —el famoso economista escocés— es un alegato contra las ideas mercantilistas que sacudieron al mundo. Europa entera reduce monumentalmente o elimina las trabas al comercio entre territorios. Los Estados Unidos, Australia, Canadá (y luego Argentina) se fundan o refundan económicamente sobre las ideas de Smith, Turgot, y otros liberales. Durante ciento cuarenta años el mundo experimenta un crecimiento nunca antes visto y la aparición de países ricos por primera vez en la Historia. La primera globalización (1870-1914) sigue siendo la época en que más gente y más inversiones estuvieron a la vez operando fuera de sus lugares de origen. La Primera Guerra Mundial terminó con el clima de confianza e interdependencia de seis generaciones de creciente prosperidad como nunca antes se había visto.

Luego vino la resurrección de esa vieja doctrina mercantilista sobre el comercio exterior por parte de Lord Keynes, referente macroeconómico de los enemigos declarados de la dolarizacón como Acosta, Vicuña, Valencia, Falconí y Correa. Esta resurrección se refleja en su inclusión en la famosa (o infame) ecuación del P.I.B. como “X-M” o Exp(ortaciones)-Imp(ortaciones).  Sin embargo la balanza comercial no es Exp-Imp.  Como explica el economista costarricense Rigoberto Stewart, es esta:

CB = Prod + (Imp-Exp) 

Donde CB es la cantidad total de bienes y servicios que se logra disponer para el consumo; Prod son todos los bienes y servicios producidos en el país; Imp son todos los bienes y servicios importados, y  Exp son todos los bienes y servicios exportados.

El comercio no es un bien en sí mismo sino un medio para alcanzar un mayor bienestar. Exportar —¡sacar bienes locales lejos de aquí!— solo tiene sentido porque permite obtener dinero para poder importar (de la misma manera en que todos vendemos nuestros bienes y servicios a diario solo porque nos permite obtener los bienes y servicios de todos los demás en la división del trabajo) bienes que consideramos aún más valiosos. Y sabemos que importar es bueno por medio de la preferencia demostrada —las acciones hablan más alto que las declaraciones y manifiestos— ya que la gente renuncia a tener equis cantidad de dinero a cambio de un bien que valora más que esa cantidad. Gasta en él porque confía en él. Y viceversa, desde el otro lado. Cada acto comercial implica creación (aumento) de valor para los participantes. Las importaciones no son goles en contra. No es fútbol. No es un juego ganar-perder, no es teoría de juegos. Es cataláctica.

¿Es malo salir a comprar afuera? 

Salir de compras fuera de las fronteras de un país secuestrado por el proteccionismo colbertiano, como Ecuador, es un acto de rebeldía tributaria como ha habido cientos en la Historia. Sin embargo el proteccionismo que impone el presidente Correa en pleno 2015 ni siquiera es enteramente colbertiano porque los ecuatorianos salen a Colombia a comprar bienes que no se producen en suficiente cantidad o calidad en Ecuador. No solo que el mundo ha vuelto a los ecuatorianos consumidores más exigentes —mientras que la productividad no ha ido en la misma dirección— sino que el gasto estatal estimula una demanda total imposible de suplir con la calidad y cantidad locales. El gobierno ecuatoriano ha pedido que la gente deje de salir a comprar a Colombia y a Perú por las fronteras. No va a suceder. Los otros gobernantes o gremios que han pedido a sus connacionales no comprar en la frontera o del otro lado de ella son: Haití — que no compren alimentos en República Dominicana—, Paraguay —que no compren bienes de todo tipo en Argentina de “dólar barato”— y Venezuela. No precisamente un club de despegue económico y alta calidad de vida. 

El ejemplo más mencionado en el caso ecuatoriano es el del televisor de 49 pulgadas que en el país se vende por unos USD 1.200 y en Colombia se consigue en USD 780. Con esos cuatrocientos dólares de diferencia una familia ecuatoriana puede pagar un mes de estudios universitarios o no endeudarse en reponer y mejorar sus aparatos caseros. La suma de todo ese dinero representa un notable excedente del consumidor —en este caso no sobre los productores locales sino la voracidad fiscal del Estado—. Dado que el crecimiento del gasto público y recaudación directa de impuestos han sido tres o cuatro veces mayor que el de la producción real en el Ecuador en estos años, no es concebible un argumento a favor de recaudar mediante comercio. La falacia más grande en las teorías de comercio exterior es la que asume que existe un “interés nacional” cuando en realidad los consumidores y empresarios capaces se ven favorecidos por la libertad comercial y los gobiernos y empresarios victimistas están del otro lado, pero para colmo presumiendo representarnos a todos. 

La batalla por el comercio como un derecho individual versus como prerrogativa tecnocrática (o fiscalista) lleva al menos doscientos cincuenta años. Cuando ganan Colbert y los mercantilistas, ganan los grupos que el Estado privilegia y gana el Estado. Cuando Turgot y los liberales ganan, el consumidor tiene más alternativas, son más baratas y el pobrecito empresario tiene que readaptarse a líneas de producto complementarias y no redundantes con el entorno regional de negocios. Haciendo las sumas y restas, comprar en Colombia es un acto turgotiano y es bueno para el ecuatoriano.

 

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Una defensa a quienes ejercen su derecho al comercio exterior