Cada año, dejamos que más de mil millones de toneladas de alimentos en todo el mundo se pudran, se tiren a la basura, se transformen en tierra para abono o sirvan para cebar animales, cuando aún están aptos para el consumo humano. Es como si hundiéramos más de doscientos Titanics cargados de comida cada año. Según un estudio del Consejo para la Defensa de los Recursos Naturales en Estados Unidos, el treinta por ciento de ese despilfarro —cerros enteros de carnes, frutas, verduras y lácteos— jamás serán vendidos porque a los clientes de los supermercados no les provoca llevárselos a casa si tienen protuberancias, golpes, manchas y lunares. En un planeta donde casi novecientos millones de personas pasan hambre —si fuese un país, la patria de los hambrientos tendría dos veces la población de América Latina—, cuatrocientos millones de toneladas de comida se pierden por el capricho estético de querer que nuestras manzanas sean rojas y perfectas, nuestros tomates, redondos y apetitosos. Pero todas esos alimentos hermosos y fotogénicos son el fruto de la indolencia.

Los seres humanos estamos obsesionados con la belleza. Es una fijación que tiene un nombre místico: proporción aurea. Es un concepto geométrico, que aparece en la naturaleza, el arte y la arquitectura: está en una concha de Nautilus, en la Gioconda de Da Vinci, en la fachada del Partenón griego o la catedral de Notre Dame de París. Por algún motivo que los científicos no han logrado establecer, contemplar esa proporción perfecta nos da placer. Un estudio de la Universidad Estatal de Cleveland determinó que la gente alta y con rostros simétricos gana un cinco por ciento más que el resto. Otro, de la Universidad de Harvard, concluyó que las mujeres que se maquillan tienden a percibir un tercio más que las que no lo hacen. Hemos llevado nuestra atávica adicción a la belleza a las perchas de nuestros supermercados. Y nos está saliendo demasiado caro.

Para entenderlo, hay que aterrizar el concepto del desperdicio de comida: food waste. Para la FAO, es toda carne animal, plantas, frutos y lácteos que no han sido reciclados o utilizados para otros propósitos. Para los activistas más radicales, es todo aquello que no termina en la boca de una persona. Tristram Stuart, autor del libro Desperdicio, desenmascarando el escándalo global de la comida dice “Siempre habrá un poco de desperdicio —dice—, pero la idea es que sea mínimo, y no como ahora, que es entre el treinta y cuarenta por ciento de todos los productos disponibles”. Los cálculos sobre desperdicio no son tan precisos porque no hay un índice oficial. Según los cálculos de Stuart, cualquier país que produzca al día más de dos frutas o verduras, tres tazas de lácteos, casi cien gramos de gramos y ciento cuarenta gramos de proteína animal por habitante, está desperdiciando alimento. Los estadounidenses tienen el doble de comida en tiendas y restaurantes de lo que necesitan. Ni siquiera la voracidad con la que comen —dos de cada tres son obesos— les alcanza para devorar lo que en su infinita abundancia producen.

Los números del despilfarro son obscenos. En una entrevista de abril de 2015, Dana Cowin, editora general de la revista culinaria Food and Wine, decía que durante la temporada alta en Estados Unidos, cerca de cien mil kilos de tomates se rechazaban cada cuarenta minutos por feos: “No había otro motivo que el estético: no eran lo que nosotros consideramos bello”. Al final de cada año, Estados Unidos bota más del treinta porciento de toda la comida que produce para consumo humano: si se sumara el maíz, la soya y el trigo para engordar ganado, el panorama es aún más desolador: Cada año, Estados Unidos produce cuatro veces más comida que lo que alcanzaría a comer en ese mismo período.

Todo el dinero que se pierde es otro dato absurdo. Si se toma el precio de venta al público que habrían tenido los productos que se desperdiciaron en Estados Unidos por no cumplir con el estándar de belleza, la pérdida llegaría a más de sesenta mil millones de dólares: veintisiete veces el presupuesto de las Naciones Unidas para combatir el hambre mundial. Si se considera el desperdicio total, el precio de lo que botamos es igual a la suma de todas las reservas de efectivo de los cuarenta países más ricos. La morbidez de nuestra opulencia ya no se mide solo por lo que consumimos, sino por lo que dejamos podrir. 

Este desperdicio cosmético no es solo escandaloso, sino un mal negocio. El precio que pagamos por despreciar comida es, cada año, más de doscientos mil millones de dólares. Una fortuna que podría encabezar la lista Forbes: es cuatro veces el patrimonio de Bill Gates. Pero más que una cuestión financiera, es una declaración de inclemencia: Tristram Stuart dice que la energía que se invierte para producir las sesenta y un mil toneladas de tomates que se desperdician al año en el Reino Unido, es igual a la cantidad que se necesita para aliviar el hambre de unas cien millones de personas. Son tantos los tomates que los británicos no se comen, que para transportarlos se necesitaría un carguero de los que movilizan plataformas petroleras marinas, y podrían alimentar diez veces a todo Burundi, el país que sufre más hambre tiene en el mundo: siete de cada diez de tus habitantes están desnutridos. Cada año, la desvergüenza de este derroche lanzará a la atmósfera tres veces más gases de efecto invernaderos que todos los autos del Perú. Nuestra obsesión estética está matando de hambre a millones de personas y devastando la Tierra. 

Hablar de números tan grandes y desproporcionados tiene un efecto narcótico: escuchamos cifras por las que estamos seguro deberíamos horrorizarnos, pero terminamos anestesiados, como si nos contaran hechos de una guerra en un país distante o la muerte de alguien que jamás conocimos. No nos damos cuenta qué rol juegan nuestra decisiones diarias para que el mundo sea un lugar tan mezquino. En el Reino Unido se desperdician cerca de un millón y medio de bananas al día porque a los ingleses no les gusta comerlas a menos que estén amarillas y perfectas, sin manchas en la piel, ni magulladuras internas. Los requisitos para la exportación del banano más vendido en el mundo, el 22XU o Cavendish ecuatoriano, varían según la región que lo compre. En Europa y Estados Unidos, cada dedo —cada uno de los plátanos— debe medir al menos dieciocho centímetros, y cada mano debe tener de cinco a doce. Para el mercado asiático, el tamaño mínimo es igual, pero las manos deben tener quince dedos. En ninguna parte exige que la fruta tenga mejor sabor. Todo es una cuestión de apariencias, una extravagancia consumista del primer mundo, que prefiere una manzana perfecta, casi plástica, a una más jugosa pero con pequeños lunares. 

No es perversión premeditada, sino genuina indiferencia. Es probable, por ejemplo, que los ingleses no comprendan, del todo, la dimensión de su petulancia visual: cada uno de los pobladores de Níger podría recibir, todos los días, una de esas bananas que ellos botan a la basura solo porque no son fotogénicas. 

Dejar que la comida se pudra solo por cómo luce es, para algunos, un acto infame. Cuando el filósofo John Locke delineaba en el siglo diecisiete los fundamentos éticos sobre los que debía asentarse un razonado gobierno civil, calificaba al desperdicio de alimentos como una ofensa social: “Aquél que deja que las frutas se pudran, o la carne se arruine, antes de que pudiera gastarla, ofende la ley natural y debe ser castigado: está robándole a otros”. ¿Estamos robándole a otros, de forma casi literal, el pan que podrían llevarse a la boca? La producción de alimentos —que parece guiada por eso que Edmund Burke llamó “ese insaciable deseo de ir siempre por más”— se ha convertido en una paradoja. Nunca en el mundo hubo tanta comida, y nunca hubo en el mundo tanto derroche.

La agricultura ha sido uno de los grandes triunfos de la humanidad. Pero se está convirtiendo en una de las más terribles de nuestras derrotas: se calcula que para 2050, cuando el planeta esté habitado por nueve mil millones de personas, la producción agrícola deberá, al menos, doblarse. Según el investigador y experto en temas alimentarios Nathanael Johnson, hacerlo sin talar la Amazonía será casi imposible. ¿La mejor forma de resolver este problema a un costo mínimo? “Dejen de botar tanto la comida que sembramos”, dice Johnson. La huella ecológica que dejaremos si no se detiene la vocación desaforada por no comer —ni dejar comer— podría ser irreversible. La comida que se arruina requiere, cada año, un caudal de agua igual al del río más largo de Europa —el Volga— para ser regada. Ocupa casi el treinta por ciento de toda el área de sembrío del planeta: un área igual a todo el territorio de México. Nos estamos comiendo los bosques para poder seguir tirando a la basura alimentos en perfecto estado. La agricultura, germen de nuestra civilización, podría llegar a su fin. 

En algún momento de sus doce mil años la agricultura se corrompió. La depredación que ha causado ha exterminado especies, y ha pulverizado nuestra diversidad alimenticia: tres cuartos de la comida que se consume en el mundo viene de cinco especies animales y doce plantas. El sesenta por ciento de los productos vegetales que nos comemos son tres granos: arroz, maíz y trigo. La agricultura se ha desfigurado tanto que es una forma de perpetuación de la pobreza. Según Martín Caparrós en su libro El Hambre, el Banco Mundial afirma que los subsidios a los granjeros sirven cuatro veces más que cualquiera otra medida para reducir el hambre. Sin embargo, en 2010 la proporción de ayuda a África pasó del diecisiete al tres por ciento en treinta años: de cada dólar que recibían en 1980, hoy perciben veinte centavos. Mientras tanto, explica, las subvenciones estatales para los agricultores de Europa y Estados Unidos llegan a los trescientos mil millones de dólares anuales. Por eso, un campesino de Níger produce setecientos kilos de grano por hectárea. 

En pocas partes del mundo hay tanta hambre, pobreza y muerte como en ese país del África subsahariana: uno de cada siete de sus niños morirá antes de cumplir cinco años. En el primer mundo, muere uno de cada ciento cincuenta. Si en las regiones más prósperas el desperdicio se genera por la sobreproducción y el rechazo estético, en aquellos países “en vías de desarrollo” —eufemismo tecnocrático para pobreza—, el círculo vicioso es aún más perverso: la comida se malogra por la falta de infraestructura y servicios para la agricultura, el cuidado de la cosecha y el transporte hacia los mercados. En los países subsaharianos, cerca del veinte por ciento de la producción se pierde porque los silos y graneros no logran mantener a las plagas y las enfermedades fuera. 

Que un desastre natural arrase con los cultivos significa para un granjero europeo tener que cobrar un seguro o, en el peor de los casos, quebrar. En el África subsahariana puede significar la muerte. Mientras uno siembra por negocio, el otro lo hace para sobrevivir. Uno produce cuatro veces lo que su país necesita y desperdicia el excedente. El otro morirá esperando sin tener idea de que esa sobreproducción existe: un tercio de lo que el primero botará a la basura bastaría para cubrir lo que el otro pierde a manos de roedores y hongos. 

No es exagerado. Ricos y pobres producen casi por igual la cantidad de comida que nadie comerá, el despilfarro es directamente proporcional al dinero que tienen. Mientras que un rico desecha unos cien kilos de comida al año, un pobre desperdicia menos de la décima parte de esa cantidad. Ir al supermercado, en ese sentido, debería convertirse en un ejercicio de ética. Un intento de reconciliarnos con las frutas que jamás saldrían en las vallas publicitarias. 


**Este texto se publicó originalmente en Etiqueta Verde 10.