Cuando Francisco Pedro Francisco —de cincuenta y cinco años— se presentó ante las autoridades para renovar su documento de identificación recibió una propuesta que sonaba a orden: “cámbiese el nombre”. Esta respuesta es muy común en San Juan Ixcoy, un poblado de la región occidental de Guatemala, cercano a la frontera con México, donde el 96% de los habitantes es indígena y tiene nombres que a los mestizos les cuesta entender y aceptar. Francisco pertenece a una mayoría de la etnia Q’anjob’al ––pueblo maya proveniente de las tierras de Chiapas desde antes de la colonia––. La funcionaria responsable de tramitar su documento le dijo que se tenía que cambiar el nombre para tener el documento de plástico que incluye un chip, que al ser escaneado certifica su nombre y su nacionalidad. Él no aceptó el cambio de nombre y su caso, de una sugerencia casi obligada, no es único. Dos meses después, Miguel Marroquín Miguel tuvo el mismo problema. Y así ha sucedido con al menos tres q’anjob’ales que han querido tramitar sus papeles en Guatemala.
En las comunidades como la Q’anjob’al, la selección de un nombre permite reconocer a las personas y las familias de donde proceden. La mayoría de apellidos suenan a nombres porque de hecho, lo son. Los apellidos son el nombre del progenitor. Por eso, para los mestizos, el apellido y nombre de Francisco suenan igual (o son lo mismo) aunque los usos y costumbres en su pueblo son diferentes. El nombre se fija en base a una relación de parentesco lineal con la familia del padre, por lo que el hijo mayor recibe los mismos nombres que su papá, pero al revés. Si Andrés Felipe tiene un hijo se llamaría Felipe Andrés Felipe. Conforme a la costumbre, la hija primogénita recibe el nombre de la mamá como primero y luego los nombres del papá: Eulalia Felipe Andrés. Pero las autoridades de Guatemala no reconocen esta tradición y, como lo explica la doctora en derecho indígena e investigadora cultural, Guisela Mayén, forzan la asimilación de otras costumbres en los pueblos originarios a través del orden jurídico como si todavía estuvieran en la época colonial.
El país centroamericano ha suscrito varios acuerdos internacionales que defienden los derechos de la identidad de los pueblos indígenas y su Constitución establece que dichos tratados tienen preferencia sobre el derecho interno. Por ejemplo, el Convenio 169 de la Organización Internacional de Trabajo establece en el artículo 13 que los pueblos indígenas tienen el derecho pleno de —entre su visión del desarrollo— atribuir nombres a sus comunidades, lugares y personas, y mantenerlos para la transmisión a generaciones futuras. El Estado guatemalteco también está comprometido a luchar contra toda discriminación al pleno derecho a tener registro de sus nombres propios. La Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas apunta en la misma dirección. La igualdad entre pueblos y personas conlleva no ser objeto de discriminación en el goce de los derechos, en particular aquellos que se fundan en el origen o la identidad. Según la misma declaración, la libertad para determinar su propia identidad —de los q’anjob’ales en este caso— no menoscaba la garantía de poder obtener una ciudadanía en el Estado en el que vivan. Sin embargo, justo ese es el problema de muchos guatemaltecos como Francisco Pedro Francisco: el registro oficial y el respeto a su identidad.
El racismo por la discriminación hacia los portadores de apellidos q’anjobales —que para otros estándares suenan como nombres— ha llevado a una manifestación discreta y personal de resistencia, un mecanismo de protección. “Ahora muchas personas utilizan apellidos con patronímico —como cuando el nombre Martín toma forma de apellido en Martínez—, para evitarse la discriminación por su nombre”, advierte el periodista q’anjobal Simón Ramón Antonio, “en mi trabajo me molestan mucho”. A pesar de que su nombre causa que lo discriminen en su lugar de trabajo, continúa utilizando el apellido conforme a la tradición q’anjobal. Si optara por cambiarse el nombre para evitar la discriminación su nombre sería similar, pero con una armadura de protección ante el racismo al final : Simón Ramón Antonino.
La asociación Waqib’aj es la que más ha luchado para que el Registro Nacional —a través de su política de identificación de personas— reconozca los nombres y las formas en que los pueblos se los asignan, a manera de sentar un precedente legal. En los 108 mil kilómetros cuadrados de este país centroamericano —apenas del tamaño del 38% del Ecuador— habitan 25 comunidades lingüísticas, de las cuales 22 son de origen maya. En total son 6 millones 188 mil nativos, de los 16 millones de habitantes de este país. Estos descendientes de los mayas en Guatemala se enfrentan a muchos obstáculos para acceder a la justicia y al respeto de sus derechos. Los operadores de justicia no hablan ni entienden su idioma, es muy difícil encontrar traductores para las audiencias y, los que hay, conocen pocas ramificaciones derivadas de los idiomas mayas. Las instituciones públicas suelen estar lejos, en las cabeceras departamentales. Los trámites son tardados. Los ciudadanos desconocen sus derechos y tienen poca asesoría jurídica. Ante este escenario, la asociación Waqib’aj se unió a la lucha por este reconocimiento que comenzó formalmente en 2012 y tres años después continúa en fase de revisión y análisis por sus directores.
El 24 de enero de 2013 Francisco Pedro Francisco fue a denunciar el hecho: se presentó a la audiencia ante los magistrados de la Corte de Constitucionalidad de Guatemala. En su idioma materno —el q’anjob’al— demandó respeto por su identidad a los magistrados. Señaló que se había violentado su derecho a tener nombre propio y su derecho a la igualdad ante la ley. Prescindió de la ayuda de un traductor. Le acompañó la abogada de la asociación Waqib’aj, Lorena Escobar, quien al salir de la cita denunció: “¿A cuenta de qué el Estado va a obligarlo a él a cambiarse de nombre?”. Las acciones legales que presentó la asociación para demandar al Registro por la violación de los derechos de Francisco Pedro Francisco, Miguel Marroquín Miguel y Francisco Martín Méndez condujeron a una exhortativa de la Corte de Constitucionalidad de Guatemala: “Se le solicita a la autoridad recurrida, no violentar los derechos culturales en cuanto a la asignación de los nombres de los pueblos indígenas de ascendencia Maya, Q’anjob’al, Chuj, P’opti’, Akateka y Awakateka, al momento que soliciten el Documento Personal de Identificación”. En el caso de Francisco, esto sí se logró. Los magistrados reconocieron que se violó un derecho, pero la acusación en contra de la empleada del Registro Nacional de Personas que le ordenó cambiarse el nombre se desestimó. Según las autoridades, esta falta había sido corregida al entregarle el documento de identidad.
Luego de dirigirse a los magistrados encargados de velar por el cumplimiento de la Constitución de Guatemala en su idioma materno, Francisco Pedro Francisco salió de la Corte. Pantalones vaqueros, cincho de cuero y camisa a cuadros. Se volvió a colocar el sombrero que se quitó para hablar frente a los magistrados y emprendió el camino de regreso a San Juan Ixcoy, el segundo pueblo con mayor población q’anjob’al de Guatemala y de toda América Latina. Sabía que la lucha por mantener su nombre forma parte de la lucha por conservar un mundo.
Foto: Aida Norieta (Plaza Pública)
Pueblos originarios de Guatemala luchan contra un sistema que les impide mantener su identidad nativa