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En diciembre de 2015, 196 países —los miembros de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (CMNUCC)— deberán comprometerse, en conjunto, a buscar soluciones al grave problema del cambio climático, esa peligrosa alteración de los patrones naturales del clima causada por el aumento de la concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera. A fines de noviembre e inicios de diciembre en París será la 21 Conferencia de las Partes —COP21— de la Convención, que reúne a representantes de prácticamente todos los países miembros de la ONU. Por primera vez en la historia, esta conferencia pretende llegar a un acuerdo obligatorio que deberá implementarse a partir de 2020. ¿Qué garantiza que los países adopten un acuerdo efectivo?

En veintiún años de negociaciones sobre el clima, los representantes de la gran mayoría de países no han logrado acuerdos significativos para reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) —como el CO2— cuyo aumento hace que el planeta retenga más radiación solar. El Protocolo de Kyoto —un acuerdo internacional de reducción de emisiones de GEI— nunca fue ratificado por Estados Unidos —el mayor emisor de estos gases—, y los mercados de carbono —ese mecanismo en el que empresas o países pagan y obtienen una suerte de permiso para contaminar con CO2— están prácticamente colapsados. La falta de soluciones se debe, en parte, a la naturaleza del problema del cambio climático, que el economista británico, Lord Nicholas Stern, describe muy acertadamente como “un complejo problema inter-temporal de acción colectiva internacional bajo incertidumbre”.

Existen varias razones por las que el panorama es complejo. Todos los países tienen que cooperar para reducir las emisiones a nivel global, y no se animan porque no tienen garantías de que el resto de naciones lo hará. Otra dificultad que impide que se lleguen a acuerdos es que el crecimiento económico industrial ha estado ligado a un crecimiento en emisiones de GEI. Entonces reducir emisiones ha significado tradicionalmente sacrificar el desarrollo. Los países en vías de desarrollo han logrado que se reconozca su derecho a crecer económicamente por el principio —reconocido el en texto de la Convención— de responsabilidades comunes pero diferenciadas. Este establece que las economías desarrolladas tienen mayor responsabilidad por las emisiones históricas de GEI —porque empezaron sus procesos de industrialización mucho antes— y por eso deben pagar una porción mayor de los costos de mitigación —reducir las emisiones de estos gases— y adaptación —reducir la vulnerabilidad de las sociedades y los ecosistemas frente al cambio climático a través de acciones como construir infraestructura para contrarrestar la subida del nivel del mar, reemplazar cultivos de acuerdo a las nuevas condiciones climáticas, conectar ecosistemas a través de corredores biológicos para facilitar la migración de especies, entre otras—.

La incertidumbre sobre el fenómeno del cambio climático también influye en la falta de cooperación. Los escenarios futuros sobre el incremento de la temperatura terrestre y los impactos climáticos varían significativamente entre los distintos estudios científicos que se publican y dificultan un consenso acerca de qué representaría un cambio climático “peligroso”, que es lo que la Convención busca evitar. Otro problema es que el horizonte temporal del problema es enorme porque muchos de los efectos no se sentirán por décadas o siglos y esto disminuye el incentivo político de actuar ahora.

Pocos [pero importantes] avances

Aunque hay estas dificultades, algunos acontecimientos son esperanzadores sobre el éxito de la cooperación internacional. El más importante es, probablemente, la encíclica Papal “Laudato Si”, publicada en junio del 2015 por el Papa Francisco I, que volvió a llamar la atención al mundo sobre la urgencia del problema del cambio climático. El impacto de la encíclica está por verse pero que el líder de una de las religiones más importantes del planeta –y Jefe de un Estado miembro de la ONU– se pronuncie tan contundentemente al respecto es indudablemente una señal positiva. Otra señal positiva es el acuerdo entre China y EEUU de noviembre de 2014, en el que Estados Unidos se comprometió a reducir sus emisiones entre el 26 y el 28 por ciento hasta 2025, comparado con los niveles de 2005. A cambio, China se comprometió a reducir sus emisiones a partir de 2030 y a incrementar la proporción de energías renovables hasta alcanzar el 20% del suministro, en el mismo periodo. Esto no es suficiente para reducir las emisiones en los niveles necesarios pero representa un paso en la dirección correcta —sin la participación de los dos principales emisores de GEI, no es posible ningún acuerdo global—. 

India también firmó con Estados Unidos un acuerdo climático y de energía limpia, y Brasil acordó hace muy poco, también con EEUU, eliminar la deforestación, incrementar 12 millones de hectáreas más de bosque, y aumentar hasta alcanzar entre el 28 y el 33 por ciento la participación de energías renovables (electricidad y biocombustibles) en su matriz energética, antes del 2030. Ambos países también se comprometieron a lograr un 20% de generación de energía de fuentes renovables, aparte de la generación hidroeléctrica. Los combustibles fósiles en Estados Unidos son muy importantes no solo en la producción de energía sino en la economía en general pero se están tomando medidas a nivel nacional e internacional para desincentivar el uso del carbón, el más contaminante de los combustibles fósiles, como fuente de energía. Este nivel de liderazgo global de China, India, Brasil y, sobretodo, Estados Unidos —cuyo Presidente Obama acaba de lanzar el “Clean Power Plan”, un ambicioso plan de energía limpia— era difícil de imaginar hace solo un par de años. 

En el sector privado también ciertas industrias han mostrado su interés por tomar acciones para resolver el problema del cambio climático. A fines de mayo del 2015, los CEO de seis de las empresas petroleras más grandes del mundo —BG Group, BP, Eni, Royal Dutch Shell, Statoil y Total— enviaron una carta a Christiana Figueres, la Secretaria Ejecutiva de la CMNUCC, para expresar su interés de que los gobiernos acuerden lo más pronto posible un precio a las emisiones de carbono, para planificar con mayor certeza sus actividades a largo plazo e involucrarse en la lucha contra el cambio climático que, a estas alturas, es indudable que afectará su modelo de negocio. Si bien lo hacen por razones económicas —las petroleras europeas están sujetas a regulaciones más estrictas que las americanas o del Golfo Pérsico (ausentes de la carta) y mayores regulaciones a nivel global corregirían hasta cierto punto esa desventaja— esto es una muestra de que los incentivos generados desde los gobiernos a la industria pueden dar resultados positivos.

Desde el 2013, la industria del aceite de palma africana —tradicionalmente asociada a la deforestación— ha ido cambiando su forma de producción. La mayor empresa productora de este aceite en el mundo, la asiática Wilmar, se comprometió a eliminar la deforestación de toda su cadena de suministro a través de una serie de costosas medidas como no talar bosques para plantar palma, lo que reduce la oferta de tierras y de palma y aumenta el precio de la materia prima. Si no lo hacía, corría el riesgo de perder su mercado europeo —que representa el 18% del mercado global— que tiene estrictas regulaciones para evitar la deforestación. La tala indiscriminada de árboles es una de las principales causas del aumento de gases de efecto invernadero en la atmósfera por la capacidad de los bosques de absorber dióxido de carbono. Wilmar y sus competidores más pequeños han adoptado —un poco a la fuerza— las medidas, que han reducido los índices de deforestación, en especial en Indonesia, el mayor productor mundial de aceite de palma africana.

En el sector financiero, grandes inversionistas han empezado a retirar sus capitales en combustibles fósiles para destinarlas a energías renovables. Este cambio se conoce como “divesting” y los empresarios no lo han hecho por altruismo sino por conveniencia. Según un reporte para inversionistas sobre cambio climático, se espera que el retorno de las inversiones en carbón caiga entre el 18 y el 74 por ciento en los próximos 35 años, mientras que el retorno de las inversiones en energías renovables muestra un incremento en el mismo periodo —de entre el 6 y 54 por ciento—. Actualmente, los planes de negocio a largo plazo de compañías petroleras como Exxon Mobil o Chevron (ambas estadounidenses) —y  los precios de sus acciones— implican escenarios climáticos mucho más allá de cualquier cosa que la civilización pueda soportar. Es decir, si las petroleras trabajaran con la idea de reducir sus emisiones, los precios de sus acciones serían más bajos porque no podrían explotar todo el petróleo que quisieran. No debería sorprender, entonces, que los inversionistas estén preocupados por el futuro de estas industrias en el contexto de nuevas regulaciones para reducir emisiones de GEI.

Falta más compromiso

A pesar de estos avances, quedan todavía muchísimas interrogantes por resolver. Las contribuciones nacionales (INDCs, por sus siglas en inglés Intended Nationally Determined Contributions) —los compromisos de reducción de emisiones propuestos hasta ahora por algunos países que irán a la COP21 en París— no tienen el grado de ambición necesario para reducir los GEI en la atmósfera a un nivel que permita mantener la temperatura global por debajo de los 2 grados centígrados. Es necesario cerrar esa “brecha de emisiones”, es decir incrementar significativamente el nivel de ambición de los países de reducir emisiones, y ese proceso muy probablemente continuará más allá de la COP21. También los recursos disponibles a nivel global para enfrentar los costos de adaptación a los efectos del cambio climáticos no son ni remotamente suficientes para cubrir las necesidades, sobretodo de los países en vías de desarrollo. El Fondo Verde Climático, creado para financiar la lucha contra el cambio climático, cuenta con poco más de $10 mil millones anuales en compromisos de una meta de $100 mil millones, que sigue siendo un monto insuficiente para cubrir todas las necesidades de adaptación. 

Dentro de la industria, hay sectores que preocupan por su alto nivel de emisiones de GEI y la falta de posibilidades reales de transformación en su cadena de suministro. La carne de res y la soya son productos que causan muchas emisiones de carbono por la deforestación resultante —que reduce la capacidad de los bosques de absorber carbono— y, en el caso de la res, emisiones altísimas de metano —un gas cuyo efecto invernadero es 23 veces superior al dióxido de carbono—. Este escenario es muy diferente al de la palma africana donde existían exigencias del mercado comprador y una empresa monopolística con incentivo para actuar primero, ya que por su tamaño le resultaba menos costoso que a sus competidores ajustarse a las regulaciones. Acá, de lo contrario, el mayor comprador —especialmente de soya— es China, que está muy lejos (más que Europa) de imponer regulaciones comerciales (especialmente para productos primarios) para evitar la deforestación fuera de sus fronteras. El reto principal es que los gobiernos creen las condiciones necesarias, como regulaciones contra la deforestación o incentivos fiscales para las prácticas más sostenibles ambientalmente, para que estas industrias tengan incentivos para actuar. 

Metas incumplidas y [aún] difíciles de alcanzar

Este panorama es aún más complejo si tomamos en cuenta la viabilidad de las metas internacionales acordadas, especialmente la que se acordó en Copenhague en 2009 de impedir que la temperatura suba más de 2 grados centígrados. Desde 1998 la temperatura promedio de la superficie terrestre no ha incrementado en los niveles anticipados por los modelos científicos. Esto ha generado críticas de los escépticos que defienden que el cambio climático es un invento para introducir controles gubernamentales a ciertas industrias. Pero, como argumentan David Victor y Charles Kennel, dos reconocidos investigadores del tema, en un artículo publicado en Nature en octubre de 2014,  si se toman otros indicadores de la “salud” del sistema climático global, como el contenido de calor de los océanos, la temperatura promedio en los polos o la frecuencia de eventos climáticos extremos, como inundaciones o sequías, el escenario es realmente preocupante. Y, si incluso tomamos el aumento de la temperatura de la superficie terrestre como el principal y único indicador, todos los escenarios que contemplan un mundo por debajo de los dos grados de aumento de temperatura —como los que presenta el Quinto Informe (AR5) del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático)— hacen presunciones realmente heroicas sobre el avance tecnológico y la cooperación internacional. 

Es decir, la meta de los dos grados es prácticamente inalcanzable de todos modos. En su artículo, Victor y Kennel recomiendan deshacerse completamente de la famosa meta. Sin embargo, muchos defienden esta cifra por su facilidad de comprensión, lo que –según ellos– puede movilizar la cooperación internacional más efectivamente (algo que, al menos hasta ahora, no ha sucedido en la magnitud esperada). Otro problema de la meta de los dos grados es que, según algunos científicos como James Hansen de la Universidad de Columbia, dicen que incluso ese nivel de calentamiento sería catastrófico para la humanidad. A esto se suma que para ciertos países, como las pequeñas islas del Pacífico, un aumento de incluso un grado podría ser fatal, forzando a su población a abandonar sus hogares y trasladarse a otros países a causa del aumento del nivel del mar.

Todos estos aspectos tendrán que ser tomados en cuenta por los países en el proceso de negociaciones internacionales que culminará en París en diciembre del 2015. Existen oportunidades de cooperación que deben ser aprovechadas por los países para resolver problemas puntuales. Un ejemplo es el caso de los GEI de corta vida como el carbón negro, que proviene principalmente de motores de combustión interna en mal estado —carros, camiones, trenes, plantas generadoras viejas o que no han tenido mantenimiento— y la quema de biomasa (leña) para cocinar. Varios científicos han avanzado en la identificación específica de la procedencia del carbón negro, y hay esfuerzos internacionales, como el Climate and Clean Air Coalition (Coalición para el Clima y el Aire Limpio) que están trabajando en el problema específico de los GEI de corta vida. Países como México incluso han incluido a estos gases dentro de sus planes de mitigación en el marco de la CMNUCC. Dado que las emisiones de carbón negro provienen principalmente de países en desarrollo y los desarrollados cuentan con la tecnología y el conocimiento para reducir esas emisiones, este campo representa una gran oportunidad de cooperación internacional costo-eficiente que tendría un efecto importante en la mitigación de GEI en el corto y mediano plazo. 

A la expectativa de las negociaciones de París se suma el proceso de desarrollo de las Metas de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas. Luego del éxito de las Metas de Desarrollo del Milenio, que terminan en el 2015, los países se reunirán a finales de septiembre en Nueva York para adoptar la Agenda en base a una serie de metas propuestas por un grupo de trabajo compuesto por expertos internacionales. Muchas están íntimamente relacionadas con el cambio climático. La articulación de este proceso paralelo con el de la CMNUCC será clave para establecer indicadores de desarrollo coherentes y lograr sinergias entre ambos. El resultado de las negociaciones de Nueva York aportará con valiosos insumos y abrirá oportunidades de cooperación internacional para movilizar acciones orientadas a la mitigación y adaptación al cambio climático. Queda mucho camino para cerrar la brecha de emisiones de GEI y para movilizar los recursos necesarios para financiar las necesidades de adaptación. El 2015 es un año crucial: hay un objetivo de lograr un acuerdo vinculante (o sea obligatorio) y el planeta no va a esperar hasta que nos pongamos de acuerdo. 

Bajada

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