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Subí la torre de San Giorgio Maggiore con una promesa: tener la mejor vista de Venecia. Y fue verdad. Desde ahí se veían la visitada basílica de San Marcos, el campanario y el Palacio Ducal. Pero a setenta y cinco metros de altura no solo hay paisajes panorámicos sino que se toma consciencia de otras cosas: el Gran Canal —por el que uno cree, se conoce toda Venecia— es solo uno de los más de ciento cincuenta de esta ciudad, y su centro histórico, la zona más turística, es apenas un grupo de las 118 islas que forman este pedazo de Italia.

Allí, lejos en la bruma, había más canales, más islas, más Venecia. Algunos eran islotes cercados por muros, otros cubiertos de vegetación. Y unos pocos parecían edificios flotantes: no quedaba ni un metro sin construcción. Ahí arriba pensé que debía extender el mapa, si había subido la torre con la promesa de una vista impactante, bajé con la decisión de recorrer esa otra parte de una región que atrae treinta millones de visitantes cada año.

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Si Italia es considerada una bota, Venecia y su laguna están ubicadas al otro extremo del taco, al norte, en el mar Adriático. Para llegar al centro de esta ciudad ya había tenido que cruzar un puente de cuatro kilómetros y tomar un par de .vaporettos, unos buses acuáticos con los que se llega a una veintena de islas —el resto quedan inaccesibles al transporte público—. Pensé que debía dejar nuevamente tierra “firme” y zarpar.

Recorrer esa otra Venecia es observar islas grandes, de más de 200 hectáreas —tres veces el Parque La Carolina—; islas chicas, que no llegan a 200 metros cuadrados; islas habitadas, islas abandonadas; islas naturales, islas artificiales. Islas privadas, islas de propiedad del Estado, islas en venta. Redondas, largas y casi cuadradas. Algunas parecen una sola pero en realidad son conjuntos de islotes unidos por puentes. Se estima que existen unos 500 puentes en la laguna. Para empezar el recorrido, escogí la ruta hacia Burano, una isla de tres mil habitantes conocida por la elaboración de encaje y sus coloridas casas —rojas, azules, celestes, fucsias, verdes—, porque me permitiría acercarme a otras ocho islas al norte de la laguna: San Michele, Murano, Vignole, Lazzaretto Nuovo, San Erasmo, Mazzorbo y Torcello. Quería conocer más.

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Durante los cuarenta minutos de viaje en vaporetto, no vi ni una góndola pero sí lanchas-ambulancia, lanchas-patrulla y pilotes con letreros con el límite de velocidad. Elementos que no había visto en la Venecia turística. Circular por el agua —en lugar de por tierra— no implica desorden: las vías de navegación están señaladas por unos gruesos leños clavados en el fondo del agua que en español tienen el confuso nombre de duques de Alba. Estos delimitan la parte más profunda de la laguna, donde se puede navegar sin riesgos.

Cuando me pregunté por qué habían decidido fundar una ciudad en un lugar tan inaccesible me sorprendió la explicación: los primeros venecianos escogieron un sitio tan «incómodo» porque era impenetrable para cualquier agresor. Ningún ataque podía prosperar desde tierra firme y, si un barco no era bienvenido, sólo tenían que apagar la luz de los faros para que no hallara las “calles acuáticas” y naufragara en los 550 km2 (un área más grande que Quito o Guayaquil) de pantanos que forman la laguna.

En la ruta se pasa junto a la isla conocida como el huerto de Venecia: la de San Erasmo. Su vocación agrícola es evidente al contrastar su horizonte con el de islas más edificadas. Las atracciones de la isla de Burano son los restaurantes, tiendas de encaje y un museo. Pocas islas tienen calles para vehículos, la mayoría se mantienen peatonales y el recorrido es cruzando puentes y caminando junto a los canales. En estos pedazos de tierra sobre el mar hay menos habitantes que en el centro histórico de la Venecia turística: siete de ellas tienen menos de treinta pobladores. A lo largo de la historia, el número de habitantes ha fluctuado según la prosperidad y la decadencia. Islas como Torcello, ubicada frente a Burano, que en algún momento fueron poderosas, son consideradas lugares casi fantasmas. Guerras, pestes o incendios marcaron el paisaje de varias islas, como la de San Ariano, allá, fuera de mi vista, que durante siglos estuvo cubierta con montañas de huesos que en algún momento tuvieron que ser removidos de los cementerios.

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Murano, mi siguiente parada, es el territorio de las fábricas de vidrio desde hace 700 años, cuando los artesanos de este material fueron reubicados en este grupo de islas para reducir el riesgo de incendios, ligado a su oficio, en el resto de la república. Si se llega en la mañana, se pueden ver demostraciones de la técnica del soplado de vidrio en los distintos talleres.

En el camino,  el vaporetto navega a unos cuantos kilómetros de la línea que forman varios islotes fortificados, testimonio del antiguo sistema defensivo de la ciudad, que fue reutilizado durante las guerras mundiales con búnkeres y baterías antiaéreas.

Varias torres y ruinas cortan el horizonte. Es lo que queda de la época cuando esta ciudad fue una potencia económica que dominó los mares y el comercio entre Europa, África y Asia. Aunque hoy un aire decadente rodee a toda Venecia, en su tiempo tuvo mucho que proteger y para eso diseñó una distribución muy clara de su territorio —islas y canales—. Desde hace más de mil años, cuando se fundó, Venecia le asigna funciones a sus islas: isla-monasterio, isla-faro, isla-fuerte militar, isla-polvorín, isla-psiquiátrico, isla-cárcel, isla-hospital, isla-hotel, isla-universidad, isla-basurero, isla-balneario, isla de la sal, isla de la lana… Algunas siguen cumpliendo ese rol que marcó su historia. A otras solo les queda el nombre, como las islas de Lazaretto Nuovo y Vecchio, en donde antiguamente se recluía a las personas sospechosas de estar contagiadas con la peste.

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Ya de regreso a la Venecia turística, una escultura de Dante y Virgilio invita desde una barcaza a visitar San Michele, la isla-cementerio. Quienes llegan a visitar Venecia desde tierra firme en tours de un día no tienen tiempo de visitar las otras islas. Es por eso que estas otras no llegan a saturarse como sucede en la plaza de San Marcos, en el centro histórico, a partir de las nueve de la mañana.

Al finalizar el día sentí que había comprendido un poco mejor lo que implica una ciudad en medio del agua. Quizá era necesario alejarse de las multitudes para entender esa otra Venecia, que no es la del Carnaval ni de San Marcos, sino simplemente aquella donde las calles son canales, y el medio de transporte, barcos… desde hace mil años, cuando los venecianos fundaron su ciudad como un refugio para huir de los ataques bárbaros.

 

Fotos:  María José Tamariz y David Páez

Bajada

Un recorrido para entender cómo se fundó esta ciudad sobre el agua

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