Hay fotos mías que circulan por ahí en las que salgo desnuda, posando feliz para la cámara, pensando en quien entonces era mi novio, para quien me las tomé. Él vivía lejos, y esas fotografías eran mi intento de mantener algo de intimidad entre nosotros, a pesar de los miles de kilómetros que nos separaban. Las hice para él, para sus ojos. Se las envié por mail, usando mi cuenta de correo de siempre. Nunca se me ocurrió borrarlas de ahí, nunca pensé que al apretar el botón de “enviar“ estaba lanzándolas a esa vorágine llamada Internet. Pensé que se quedarían entre los dos, como era mi intención. Como debió ser. Quizá fue muy ingenuo de mi parte suponer que en el mundo 2.0 —donde la privacidad es cada vez más un lujo y no un derecho— yo merecía una excepción. Estaba equivocadísima.

En el vertiginoso cosmos del Internet, me pasó lo que a miles de mujeres: terminé expuesta, sin mi consentimiento, ante millones de espectadores no deseados. “A menudo, mucha gente minimiza los peligros de Internet diciendo ‘Tranquila, no es la vida real’ —decía el comediante John Oliver hace unas semanas en su programa Last Week Tonight, a propósito de este problema— “pero sí lo es, siempre lo ha sido”. Es cierto. Mi intimidad y mi cuerpo han sido agredidos en ese espacio virtual donde se roba, se ataca, se persigue igual que en la vida real. La dimensión virtual de este asalto en mi contra no lo atenúa. Es igual a que me hubiesen tocado contra mi voluntad en una fiesta, en un bar o en una cita. Pero no muchos parecen entender la gravedad del asunto solo porque sucede a través de mails y redes sociales.

Pero es muy grave: resulta que mis fotos ya no me pertenecen. Sí, es mi cuerpo el que se muestra allí, y soy yo quien las tomé, pero parece que no tengo poder alguno sobre él ni sobre sus imágenes. De alguna manera que aún no he podido dilucidar, fueron a parar en las manos de un montón de hombres a quienes nunca di autorización para que vean mi cuerpo desnudo. Al principio pensé que habría sido mi ex. Se lo pregunté muy seriamente, más de una vez. Siempre lo negó, y le creo. Estuvimos juntos por muchos años y aún somos entrañables amigos. Confío en que nunca me haría algo así. Jamás tomaría algo que era de los dos —esa intimidad, ese cariño— y se lo entregaría a un puñado de adictos a la pornografía amateur. Supongo que hackearon mi cuenta, o la de él, con toda la intención de buscar lo que encontraron. Me las robaron.

Las fotos se convirtieron en “cromos“: así les llaman esos hombres a las fotos de mujeres desnudas que se envían entre ellos vía Whatsapp. “Las intercambian como si se trataran de tarjetas de Pokemon” dijo Sara-Kaye Steinmann, una enfermera australiana cuyas imágenes teniendo sexo fueron difundidas por una expareja. Sí, esto sucede en todo el mundo. En Argentina, en Estados Unidos, en Italia, en todas partes. En Ecuador hay grupos de redes sociales dedicados solo a eso: encontrar, recopilar y difundir fotografías de mujeres desnudas, sin su consentimiento. La mayoría son mujeres que seguramente conocen, que alguna vez los han considerado amigos, a quienes saludan cuando se encuentran en fiestas, y que no tienen idea de cómo han violentado su intimidad esos mismos hombres. No soy la única a la que le ha pasado esto, por supuesto. Hay ¿cientos? ¿miles? quién sabe cuántos cromos circulan por ahí.

Hay un séquito de tipos amargados y dolidos que toman las fotos íntimas de sus exnovias y se las muestran al mundo. Piensan que nada podría causarles más daño. Hasta se ha creado un repugnante subgénero de la pornografía para encubrir este tipo de agresión sexual: revenge porn. El verdadero nombre que debería tener es nonconsensual porn y —como dijo la actriz Jennifer Lawrence después de que se robaran y difundieran sus fotografías íntimas—es un crimen. Esos hombres amenazan a sus ex-parejas todo el tiempo con mostrar esas fotos, las usan como armamento de guerra, como rehenes en una negociación. Les pasa a mujeres famosas como Lawrence, y a mujeres comunes y corrientes, como la profesora Annmarie Chiarini (que llegó a pensar en el suicidio después de que su ex divulgara sus fotos íntimas). Le pasa a tu amiga, a tu hermana, a tu prima, a tu compañera de trabajo. Si eres hombre, vives en Quito y usas smartphone, lo más probable es que alguien te haya enviado un “cromo” alguna vez. Y lo más probable es que esa chica que ves en la foto no tenga idea de lo que está pasando. Y si tiene alguna idea, prefiere ignorarlo.

Las mujeres eligen no hablar de ello. Prefieren no quejarse ni preguntar ni indagar porque podría resultar peor: que envíen las fotos a sus seres queridos, que las cuelguen en Facebook, que las usen para hacerte aún más daño, o violenten aún más tu privacidad, tu intimidad y tu cuerpo. Te harán creer que es tu culpa, cuando realidad, no tenemos nada de qué avergonzarnos. En la era digital, hacernos fotos eróticas se ha vuelto una práctica sexual más. Hombres y mujeres lo hacen. Un estudio de 2013 reveló que el 64% de los jóvenes universitarios en Estados Unidos ha recibido una foto íntima, y el 46% dijo que se había hecho una. Ahí no radica el problema, sino en que alguien piense que la responsable de esta violación seamos nosotras. “Deja de mandar fotos tuyas desnuda“, me dijo otro ex, al que le habían comentado sobre mis retratos indecorosos. Como si yo tuviera la culpa de que me hubieran robado todo: la privacidad, la intimidad, mis maravillosas fotos. Cada vez que alguien me pregunta qué necesidad tenía de tomarme fotos desnuda o me dice que me lo busqué, está —tal sin darse cuenta— justificando una agresión sexual. Porque yo no elegí enviar esas imágenes a esos hombres. Escribo esto porque no quiero que esas otras mujeres a las que les ha pasado (sé, de varios otros casos en el país) piensen que están solas. O, peor, que tenemos que tolerarlos. Mujeres de todo el mundo han decidido luchar contra los abusos de los que han sido víctimas. No hay ninguna razón para pensar que nosotras somos las culpables de este delito.

Si eres uno de esos hombres que colecciona “cromos“ de mujeres desnudas, como si fueran tus jugadores favoritos en el Mundial, si eres uno de esos que envía vía Whatsapp las fotos de mujeres desnudas que nunca fueron hechas para hacerse públicas, que no te pertenecen, incluso si solo te divierte que te las envíen: quiero que sepas que eres un acosador sexual y lo que haces es un crimen. Kevin Boallert, que abrió el sitio ugotposted.com y se hizo millonario compartiendo imágenes de mujeres sin su autorización, enviadas por novios vengativos, cumple hoy una sentencia de dieciocho años. “Al principio fue diversión y entretenimiento, pero ahora me está arruinando la vida” le dijo Boallert al juez que lo condenó. Lo que nunca pensó, al parecer, es que podría estar, también, arruinando la vida de sus víctimas. Eso debería pensar cada uno de los hombres que ha visto mi foto sin mi permiso: me han agredido sexualmente. Eso es un delito. Y no es mi culpa. Mis fotos son hermosas. Cuando las miro no me avergüenzo. No soy un “cromo”, soy una mujer. Y ese es mi cuerpo. Y yo soy la única que debería poder decidir quién lo mira y quién no.