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En 1878, Porfirio Díaz llegó a la presidencia de México con el lema «sufragio efectivo, no reelección». Cumplió con su principal promesa de campaña: constitucionalizar el principio de no reelección. Y efectivamente se fue una vez terminado el mandato. Pero como seguía la posibilidad de regresar pasado un periodo, se postuló de nuevo para las elecciones de 1884 y ganó. Solo que esta vez advirtió, como para apaciguar su mala conciencia: “Hoy vuelvo a ser presidente y no podré volver a serlo”. Al poco tiempo promovió una reforma que permitió por primera vez la reelección presidencial indefinida. Salió del poder veintisiete años después. 

Tan traumática fue la lección para México que hasta el día de hoy sus leyes prohíben la reelección presidencial. Sin excepciones. El tema es tabú allá. No se toca.

¿Qué hizo que Porfirio Díaz cambie tan radicalmente de parecer, hasta el punto de contradecirse a sí mismo abiertamente? ¿Por qué ha pasado lo mismo una y otra vez desde entonces en América Latina? ¿Qué tendencia oscura del espíritu humano hace que presidentes de los más diversos contextos hayan buscado modificar la Constitución para alargar su mandato? ¿Por qué personajes tan variopintos ideológicamente como Alberto Fujimori, Álvaro Uribe o Rafael Correa, por mencionar los más paradigmáticos, parecen paridos por la misma madre cuando de reelección se habla?

El ánimo de perpetuación en el poder no es cuestión de tendencia ideológica, sino de naturaleza humana. Resulta de una suma de desviaciones sicológicas que afecta generalmente a líderes que han recibido gran apoyo electoral, que se ven a sí mismos como imprescindibles héroes de una gesta aún inacabada, cuyos bienaventurados proyectos no pueden quedar inconclusos por meros límites formales o temporales. El resultado político de dejarse llevar por tales delirios se ha demostrado siempre desastroso. A veces, trágico. Para constatarlo, basta con recorrer unos cuantos casos geográficamente cercanos —y relativamente recientes— de los que poco se habla.

Fue Alberto Fujimori —y no Hugo Chávez, como algunos piensan— quien marcó la pauta que hoy siguen los caudillos del socialismo andino. En 1992, el “Chino” disolvió el Congreso peruano e intervino en las instituciones judiciales. Promovió, mediante una asamblea constituyente dominada por sus adeptos, una nueva Constitución que permitió la reelección inmediata. Gracias a ello, se presentó a la reelección en 1995. Ganó aplastantemente. 

Tan solo un año después, los legisladores peruanos aprobaron una controvertida ley interpretativa que computaba el segundo periodo presidencial de Fujimori como el primero bajo la nueva Constitución, permitiéndole presentarse a una tercera elección en el 2000. Cuando el Tribunal Constitucional intentó parar ese sinsentido, los congresistas oficialistas destituyeron a los magistrados disidentes. Volvió a ganar. Pero al poco tiempo terminó autoexiliado en Japón, acorralado por escándalos de corrupción, espionaje y crisis económica. 

Perú aprendió la lección: se aprobó una ley que prohíbe hasta hoy la reelección inmediata del Presidente de la República.

En 2004, el entonces presidente colombiano Álvaro Uribe promovió una reforma a la carta fundamental que permitió la reelección inmediata por una sola vez. Se postuló el año siguiente y arrasó en las urnas. En 2009, sus fieles en el parlamento promovieron una reforma constitucional para abrir la posibilidad de un tercer mandato. Contaban con amplio apoyo popular. No obstante, la Corte Constitucional colombiana obstruyó la iniciativa: resolvió que permitir una segunda reelección significaría trastocar los equilibrios esenciales del Estado de Derecho y el sistema democrático. Por eso, concluía esa corte, requeriría de una asamblea constituyente para realizarse. 

Colombia también aprendió la lección: hace poco se prohibió terminantemente la reelección presidencial mediante una reforma constitucional. Lo hicieron para evitar el “riesgo de caer en ese caudillismo o personalismo que sienta tan mal a las democracias”, según su actual presidente, Juan Manuel Santos.

Algo parecido pasó en Argentina con Carlos Menem. O en Venezuela con Hugo Chávez. Etcétera. Solo varía el resultado, dependiendo de si las instituciones lograron en cada caso impedir las ínfulas reeleccionistas del caudillo de turno. Y sucede también lo mismo en lugares tan lejanos como África, donde Pierre Nkurunziza vulneró hace apenas unas semanas la Constitución de Burundi para asegurarse un tercer mandato.

En Ecuador se repite la historia. Rafael Correa no busca modificar la Constitución siguiendo libretos ideológicos, sino por los mismos efectos sicopáticos del poder que motivaron a Uribe, Fujimori o Chávez. Esa misma mutación síquica explica cómo lo que fue un eje de la Constitución de Montecristi —la reelección por una sola vez— y de la propia obra legislativa del bloque de AP —hoy, por ejemplo, ni los rectores de universidades privadas en Ecuador pueden reelegirse más de una vez— se convirtió súbitamente en una “institución burguesa”. 

Necesitamos evitar que la sicopatía política de unos cuantos que se asumen imprescindibles se vuelva una epidemia institucional que resulte incurable. Por ello debemos impedir que se apruebe esa enmienda que permitiría la reelección presidencial indefinida en Ecuador. Esa es la lección que la historia nos deja una y otra vez, una lección sin lugar a lecturas simplonas de la democracia por parte de quienes —por ingenuidad o conveniencia— menosprecian la importancia que tienen los límites institucionales al poder. 

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Díaz, Uribe, Fujimori o Correa: el ánimo de perpetuación no es cuestión de tendencia ideológica