El primer dibujo de la Luna —un mapa dibujado con tiza sobre una roca— se hizo hace cinco mil años en Irlanda. Desde ese momento de la Prehistoria hasta hoy, los seres humanos seguimos observando la Luna y las estrellas para pintarlas, estudiarlas o solo contemplarlas. Stephen Hawking dijo “Recuerda siempre mirar a las estrellas y no a tus pies. Trata de darle sentido a lo que ven, y pregúntate qué es lo que hace que el Universo exista”. Concentrar nuestra atención solo en asuntos terrestres —cree el físico inglés— sería limitar el espíritu humano. Es verdad. En el cielo, las personas hemos encontrado respuestas lógicas y diseñado intuiciones no intelectuales. “Yo siempre miro al cielo y aquí estoy” contestaba el japonés Jiroemon Kimura —de 116 años— cada vez que le preguntaban por qué había vivido tanto. Cuando mi mamá tenía dieciséis años, durante sus vacaciones en las afueras de Quito, sacaba su cama al patio para ver las estrellas y la Luna.Mirar el cielo sigue siendo un momento íntimo en el que buscamos respuestas.

Desde las primeras civilizaciones, observar las estrellas ha tenido una función utilitaria. En Mesopotamia encontraron una manera de manejar su agricultura. En Babilonia, identificaron y trazaron los movimientos de los planetas en mapas. Nuestros antepasados miraban al cielo para adorar a sus dioses, y aunque nosotros no nos postremos ante esas deidades, aún encontramos ahí arriba preguntas mucho más grandes que nosotros mismos.

Cada vez que un ser humano ha alzado su cabeza, ha dicho o hecho cosas fascinantes. Cuando el monje Giordano Bruno lo hizo, a fines del siglo catorce, tuvo una revelación: el Sol, dijo, era simplemente una estrella, entre millones, alrededor de la que giraban otros planetas como la Tierra, y que el Universo contenía un número infinito de mundos habitados: contradijo el modelo copernicano que dominaba la creencia social, impuesta por una Iglesia inquisidora. Pocos años después, en 1609, Galileo Galilei observó la Luna por primera vez a través del telescopio que construyó. No es lisa, dijo, tiene cráteres. Dos siglos después, Giovanni Battista Riccioli y Francesco Maria Grimaldi, le pusieron nombre a esos huecos que nos siguen intrigando. Sus ideas cambiaron la manera en que entendemos el cosmos, ¿qué sería de la humanidad si Bruno, Galilei, Riccioli o Grimaldi hubiesen preferido ver a sus pies y no a las estrellas?

Sin que lo sospechemos, la profundidad del cosmos que se nos asoma a nuestra ventana sideral, nos ha ayudado a reducir nuestra egocentrismo. La antropóloga cultural, Margaret Mead, dijo en 1970 en una entrevista para El Correo, la revista de la Unesco, que desde que el ser humano se planteó la posibilidad de vivir en otro lugar que no sea este planeta, cambió la posición del hombre en el Universo. “Todo cambia, en efecto, y en ello entraña una reducción considerable de la arrogancia del hombre y una tremenda magnificación de la especie”. La inmensidad y complejidad del espacio nos conmueve y nos hace sentir diminutos: el ojo solo puede ver seis mil estrellas (y existen, solo en la Vía Láctea, cerca de cuatrocientas mil millones). La gran mayoría están a mil años luz del Sol, inalcanzables para nuestra visión. Aún así, lo poco que nuestros limitados sentidos nos permiten ver nos fascina.

Han pasado cuarenta y seis años desde que Neil Armstrong llegó a la Luna, pero las históricas escenas de su alunizaje nos siguen sobrecogiendo. Madmen, la excelente serie de televisión sobre los issues de publicistas neoyorquinos, crea un auténtico retrato de ese 20 de julio de 1969: familias enteras sentadas frente a un televisor, exaltadas por los primeros pasos de Armstrong. Uno de los personajes principales muere, quizá a causa de la gran emoción que sintió al verlos. Es una hermosa metáfora literaria para un momento de la serie que, como el viaje del Apolo 11, es —al mismo tiempo— fin e inicio de épocas. Nunca antes los seres humanos pudimos bajar la mirada y encontrarnos a la imponente Luna. Parecía un triunfo de la especie, en un tiempo en que la crisis nuclear pintaba un futuro lúgubre. Era un logro que seguramente hasta algún ruso celebró.

No todos los que vemos la Luna llegamos a conclusiones extraordinarias. Quizás porque la vemos “con cara de pavo y pensando en otra cosa” como dice Hernán Cassiari. En una de sus columnas que publicaba en la revista Orsai, Cassiari cuenta cómo Dennis Hope —un ventrílocuo fracasado— mientras la miraba “como estúpido, como la miramos nosotros cuando llegamos al fondo del pozo y ya no sabemos qué hacer con nuestras vidas”, tuvo la mejor idea de su vida: patentar la Luna para hacerla urbanizable. Hope, que hasta ese día había tenido una vida miserable, propuso lo que nadie antes había sugerido. Se convirtió en el hombre famoso y millonario que es hoy. En ninguna otra persona la Luna ha tenido un efecto tan directo: todo porque encontró algo distinto en ella.

La Luna y el cielo también nos dan respuestas más personales. En When things fall apart, Pema Chödron —una monja budista estadounidense— cuenta que, cuando era joven, vio a su novio abrazando a otra chica. Llena de furia quiso lanzarle algún objeto pero todos los que tenía cerca costaban, al menos, mil dólares. Corrió al patio, miró el cielo estrellado, lloró de rabia y enseguida se rió de ella misma. El cielo despejado la ayudó a reconocer sus emociones que la habían llevado, en un instante, a un profundo sufrimiento. Lo que experimentó es la pequeñez e insignificancia de nuestra vida frente a la inmensidad del universo, como decía Margaret Mead. A Gabriel García Márquez, la llegada del hombre a la Luna, le causó admiración por la ciencia y también agradecimiento por la Tierra. En su columna, 25.000 millones de kilómetros cuadrados sin una sola flor, la describe:

La utilidad científica de estos descubrimientos es incalculable, pero una cosa queda en claro: Allá no hay nadie. Es una inmensa noche glacial de 25.000 millones de kilómetros cuadrados donde hay océanos de nitrógeno líquido, vientos diez veces, más devastadores que los tifones de Sumatra, y tempestades apocalípticas que pueden durar hasta 30.000 años, pero no hay una sola flor.

Mirar al cielo nos ayuda a cambiar la perspectiva de las cosas, y, de alguna manera, ser más felices.

Aunque la Luna y las estrellas estén allá arriba, distantes e inalcanzables, sentimos una profunda conexión con ellas. El cosmólogo y astrónomo Carl Sagan dijo que una parte de nosotros sabe que venimos del Cosmos: “Anhelamos volver, y podemos, porque el cosmos está también dentro de nosotros, estamos hechos de materia estelar. Somos una manera para que el cosmos se conozca a sí mismo”. Sus palabras nos revela que podrán pasar cinco mil años más y seguiremos levantando la mirada al cielo, aunque para entonces, puede que sea otro cielo que observamos desde otro mundo posible.