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Alguien me veía. Y no era sólo un par de ojos, eran muchos más. Lo sentí apenas salí de la oscura escalera de ciento setenta peldaños por la que había subido. El reflejo del sol sobre el blanco del mármol me cegó por unos segundos, pero enseguida comprendí que no estábamos solos. Allí, a más de cuarenta metros de altura, en las terrazas del Duomo de Milán, habitaba otra multitud que no era de turistas.

Las miradas provenían de los canales de agua, las torres y los arcos. No había dónde esconderse. Y no eran solo ojos, eran manos, narices, orejas, y también cuernos, alas, picos, garras, rabos y colmillos. Mientras más atención prestaba, más seres aparecían a mi alrededor en aquel laberinto de escalinatas, terrazas, balcones y corredores en el que se había transformado aquel tejado que desde abajo parecía inaccesible.

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Eran humanos, animales y ¿una mezcla de ambos? El asombro neutralizó al vértigo y mi memoria clasificó a esos seres en santos, apóstoles, mártires… y gárgolas, esas criaturas imaginarias talladas en piedra que desde la Edad Media cumplen la sagrada misión de espantar a los espíritus malignos y el profano deber de evacuar el agua del tejado de las catedrales góticas.

Y así, lo que comenzó como un ascenso para una vista panorámica de la capital económica de Italia, se convirtió en el escrutinio de la estructura de la Basílica Metropolitana de Santa Maria Nascente, más conocida como el Duomo, una catedral que comenzó a construirse hace más de seis siglos. El imponente edificio atrae multitudes que la ven desde afuera, por dentro o desde arriba. Cuarenta mil personas –una capacidad superior a la del Estadio Olímpico Atahualpa– pueden ingresar para participar en la misa o contemplar los elaborados vitrales, y miles de turistas se congregan a diario para admirar su fachada gótica que los atardeceres tiñen de dorado. Desde la terraza, mirando hacia abajo, me pregunto cuántos de quienes caminan en la plaza junto a la catedral están conscientes de esa otra multitud, la del tejado, la que me rodea. ¿Saben que, desde arriba, camuflado por la altura, un batallón de seres celestiales (y otros no tan celestiales) no las pierde de vista?

La catedral tiene forma de cruz, y el recorrido sobre su tejado empieza en uno de los brazos del crucero y termina detrás de la fachada, justo frente a una aguja de más de cien metros de altura (como un edificio de cuarenta pisos) y tiene en su cima una estatua dorada de la Virgen María, patrona de esta edificación.

Desde abajo, la plaza, el techo parecía una sola cosa, caminando arriba descompuse cada parte en capiteles, ménsulas, pináculos, cornisas y arbotantes. Cada uno decorado en detalle. También hay hojas, tallos y flores como adornos. Ya no miro hacia abajo, a la ciudad, solo me sumerjo en esta casi clase práctica de elementos arquitectónicos. Es difícil comprender a ratos cómo lograron obreros y arquitectos subir los pesados materiales y consiguieron que todo se mantuviera junto y no se cayera.

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En el techo también se asoman personajes bíblicos desde los pequeños nichos que contienen las torres o desde pequeños pedestales. Otros más contemplan Milán desde altas agujas que alcanzan los diecisiete metros. Cada uno seguramente tiene su nombre y su historia. Su mirada dirige mi atención al horizonte: altos edificios, grúas, parques, a lo lejos la ciudad moderna. Las figuras religiosas alineadas forman un ejército que protege Milán desde las alturas. Son obras de arte que permanecen invisibles para quienes no suben al tejado, aunque quizá la fe las edificó para que fueran sólo admiradas desde el Cielo. Días después de la visita me enteraré que son cerca de dos mil las estatuas de mármol que componen las terrazas del Duomo. Algunas palomas irreverentes se posan sobre sus santas cabezas. Estas aves ya forman parte de la imagen de este monumento religioso y su plaza, y han deteriorado la estructura, donde el gris delata el mármol antiguo y el blanco resalta sobre las áreas restauradas.

Vuelvo a bajar la mirada y, a media altura, como si salieran de las paredes de la catedral, veo nuevamente las gárgolas. Quisiera que llueva para ver cómo el agua sale por los picos y hocicos de estos seres menos santos y más fantásticos: mitad hombre, mitad pato, mitad león, mitad algo inclasificable. Veo sus grotescos rasgos, y pienso en el temor que deberían inspirar estas criaturas de piedra. Lejos del oscurantismo medieval, su monstruosidad inspira ternura. Mi mente regresa veintipico de años, a la película del jorobado, a París, y espera que hoy aquellos seres de piedra cobren vida y salgan volando.

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Foto: María José Tamariz

En una obra que toma siglos en construirse es difícil que alguna vez desaparezcan los andamios. Aunque la catedral se consideró terminada recién a mediados del siglo XX, a los trabajos de construcción les siguieron los de restauración. Desde el 2012, el Duomo invita a que individuos, familias y empresas “esculpan su nombre en la historia” a través de una donación. En una columna veo un letrero que dice: “Adotta una guglia” e instintivamente espero que guglia signifique ‘gárgola’. ¿Será que alguien adopta una gárgola?, me pregunto al bajar las ciento setenta escaleras.

Hay visitas que no terminan al dejar un destino, sino que se prolongan por las preguntas que despiertan. Días después el diccionario me ilustrará: guglia significa ‘chapitel’, que es el nombre de aquellas 135 agujas sobre las que se paran los santos, apóstoles y mártires. En el Duomo descubres que cuando visitas un sitio no siempre lo conoces caminando sus calles sino  observándolo desde muy arriba.

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Bajada

La terraza de la catedral milanesa demuestra que una ciudad se conoce más desde las alturas

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