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Tengo sentimientos encontrados con la gente que come sola: a veces les tengo compasión, pero la mayor parte del tiempo me ponen nervioso. Comer sin compañía es una de las peores formas de abandono. ¿Qué lleva a un hombre a comer así, íngrimo, mirando al vacío? Cada vez que veo a alguien en esa situación supongo que está triste, porque una de las frases más miserables que me ha tocado decir en la vida es “mesa para uno”. A ese mueble nos sentamos durante siglos pensando que lo hacíamos para saciar el hambre, cuando en realidad, era para civilizarnos. Como la cama, la mesa ha sido una pieza esencial para perpetuarnos como especie.

Cada vez que alguien se sienta solo a ella, está truncando un proceso feliz. Es un downgrade existencial: el gesto social de compartir los alimentos se reduce a la mera función fisiológica de saciar el hambre. En su cuento Me alquilo para soñar, Gabriel García Márquez, decía que Pablo Neruda siempre presidía la mesa a las que se sentaba, aún en contra de su voluntad: “Matilde, su esposa, le ponía un babero que parecía más de peluquería que de comedor, pero era la única manera de impedir que se bañara en salsas”. Yo no sé si eso pasó —aunque la historia tiene, como todo en la obra del colombiano,  un anclaje en la realidad—, pero la licencia literaria sirve para ilustrar un momento feliz. “Aquel día en Carvealleiras fue ejemplar. Se comió tres langostas enteras descuartizándolas con una maestría de cirujano, y al mismo tiempo devoraba con la vista los platos de todos, e iba picando un poco de cada uno, con un deleite que contagiaba las ganas de comer”. La mesa es el primer gesto de solidaridad que conocemos, el lugar comunal originario donde nos encontramos con nuestros semejantes, y aprendemos a convivir. Cuando se come solo, ese conjuro contra el egoísmo se debilita.

Mis temores sobre comer en soledad no son infundados. En Madmen —la excelente serie sobre los años sesenta y la industria de la publicidad— Peggy Olsen, una de sus protagonistas, se pregunta “¿Hay gente que cena y sonríe entre sí en vez de mirar la tele?”. La mesa es un rito comunitario donde reforzamos nuestros vínculos. Sentarnos a ella, es prometernos que nos volveremos a ver. Es hacer un voto en contra de la soledad que, aunque no lo creamos, nos podría matar. Según un estudio publicado en el Perspectives on psycological Science, las personas que se aíslan tienen un veintiséis por ciento más de probabilidades de morir. Según una de las autoras del estudio, Julianne Holt-Lunstad, la soledad es el próximo gran desafío de la salud pública.

La mesa más que un aparato doméstico, es un estado de ánimo. Guillermo Iuso es un artista argentino que acuñó uno de los conceptos más hermosos que conozco: estado de boardingpass. Es, dice Iuso, ese momento en que uno tiene la tarjeta de embarque en la mano, está sentado en la sala de espera, a punto de abordar. Es una felicidad efímera e intensa: es un breve momento de verdadera libertad individual. Sentarse a la mesa produce una felicidad similar, pero por la celebración de lo comunal. En su casa, mi abuela, mi mamá y mis tías siempre cantaban una canción que empezaba con un verso de nostalgias anticipadas: “Mantelito blanco, de la humilde mesa/ en que compartimos el pan familiar.” Alrededor de ese artefacto milenario —hay evidencia de su existencia desde el antiguo Egipto, aunque algunos científicos afirman que se utilizan desde la época de las cavernas— retomamos nuestros votos gregarios.

El mundo está como está porque nadie come mientras intenta resolver sus problemas. Todos los parlamentos de la Tierra —desde la ONU hasta las asambleas parroquiales— están diseñados como una recua de pupitres que miran al frente, tan estrechos que apenas entran en ellos un micrófono y una botella de agua.  Comer juntos nos humaniza. Hace que el corazón se nos ablande. En House Cards, el maquiavélico Frank Underwood se arriesga más allá del cálculo político por una sola persona: Freddy, el cocinero de sus costillas favoritas. La mesa nos devuelve a instantes felices e irrepetibles, porque es el lugar donde acumulamos recuerdos. “El sabor es, entre otras cosas, una cuestión de sensación y memoria” —dice Niki Segnit, autora de La enciclopedia de las sabores— “el sabor de un plato puede transportarnos instantáneamente al lugar y el momento en que lo experimentamos por primera vez, o de manera más memorable”.

John Lennon dijo que la vida era lo que sucedía mientras hacías otros planes, pero no es cierto. La vida es lo que sucede mientras estamos sentados a la mesa. Ahí nos revelamos. Sentarse a comer es una forma de desnudarnos. Por eso, la mesa es como la cama: mejor cuando se comparte. Cuando vivía un invierno de soledades en Buenos Aires, tuve que comer muchísimas veces solo. Para paliar esa tristeza, empecé a escuchar las conversaciones de los otros comensales. Era un voyerista de oído. Fue ahí que empecé a entender por qué ese aparato sobre el que ponemos los alimentos es tan importante. Los amigos que se reunían a almorzar y ver un partido del Mundial de fútbol de Brasil, reían recordando su época colegial, y de repente, eran todos adolescentes de nuevo. Una mujer le hacía un escándalo a su novio por echarle primero el vinagre balsámico (y no el aceite de oliva) a una ensalada, y entonces él entendía que ella no era para él. Una pareja en sus cuarentas se sentaba muy cerca de mi esquina de espionaje auditivo y celebraban —dándose besitos y apretándose, como quinceañeros— veinticinco años de matrimonio, y el amor —contra todos los cinismos contemporáneos— parecía que existía. Esa es la mesa: la elevación del breve acto de alimentarnos a un sacramento por el que nos conocemos.

Bajada

¿Podría el mundo resolver sus problemas si los discutiésemos durante el almuerzo?