A principios de la década del noventa, Brasil tenía el suyo. Si algo salía mal, la gente se sonreía y se decía: “Era Dunga”. Dunga había sido el referente futbolístico del primer Brasil que eligió la cautela, en Italia 90, donde los palos del arco de Goycochea, el tobillo engordado de Maradona y la velocidad supersónica de Caniggia lo eliminaron en octavos de final. Veinticinco años después, los que miramos fútbol ya podemos conjugar el chiste: “Es Dunga”. Es la miseria, el embole, el miedo que nos transmite ahora el que era el equipo más lindo para ver: Brasil.
La Chile de Sampaoli tiene al lateral derecho del último equipo de la Premier League, al primer central –a veces suplente, a veces titular– del Mainz 05 alemán, a un volante que hasta hace seis meses alternaba en el Basel de Suiza, al lateral izquierdo de uno de los equipos que peor juega en Brasil y a un delantero que en la última temporada metió tres goles en veintiún partidos y se fue al descenso en el torneo inglés. Jugadores clasemedieros que chocan sus anillos y después de gritar “¡poderes de los Chilenos Fantásticos, actívense!”, ya son otros: la tocan de primera, pasan y se muestran, no paran de atacar. Una idea los convoca y los conduce hacia la valentía. Todos los jugadores que han llegado a Primera –todos– han jugado de diez en sus pueblos. Todos –todos– tienen la técnica necesaria para soñar. Lo único que les hace falta es un entrenador que les active el arrojo y la memoria.
Quintín es un periodista argentino que escribe sobre libros, películas, fútbol y política en La Lectora Provisoria, su web, y esto escribió sobre el 2-1 a Venezuela, el partido que clasificó a Brasil a los cuartos de final: “Ausente Neymar, Dunga no tuvo más alternativa que recurrir a lo más creativo que tenía en el plantel y jugó de entrada con Coutinho y Robinho, sin Fred y sin Tardelli. Con esa alineación casi revolucionaria, en los primeros minutos Brasil juntó en la derecha a Dani Alves, a Willian y a Robinho y le armó un desparramo tan grande a Venezuela que, de pronto, parecían Brasil y Venezuela, es decir la síntesis platónica de la historia futbolística de los dos países”.
Pero Dunga había elegido a Fred y Tardelli para acompañar en el debut a Neymar, después de haberlo rodeado con tres enganches en cuatro de los últimos cinco amistosos que disputó el diez. Oscar, Willian, Coutinho y Douglas Costa: hasta la Copa América, tres de ellos habían jugado siempre con él.
1 – #BRA anotó su gol ante #PAR en su único toque de balón dentro del área rivaL (10 hizo #PAR). Esencial pic.twitter.com/VutTLzFYUS
— OptaJavier (@OptaJavier) June 27, 2015
El hombre que se ha sentado a escribir este texto para Gkillcity perteneció a la demoledora logia de los que nadie elegía en el pan y queso. Titila en mis recuerdos una imagen fatal: un grupo de alumnos a la derecha, otro a la izquierda, los dos compañeros que los han elegido secreteando en el centro, y frente a ellos, un compañero burro y yo. El otro compañero burro podía variar, pero siempre estaba yo. Con el tiempo, durante los años adultos en los que el fútbol se espacia, yo lo jugué más que nadie, y algo aprendí: a moverme, a pararme, a dársela bien a un compañero, a correr mejor, y hasta me han elogiado, algunas veces, por todo eso. Pero nunca –nunca– pude aprender lo luminoso: a ser bueno, a gambetear. En el fútbol gambetean sólo los que han gambeteado siempre. Y Coutinho, Robinho y Willian son hermosos y felices y saben gambetear, y el mundo habría sido otro si ya en el debut, ante Perú, hubieran jugado con Neymar. Pero eran Dunga y su peinado militar los que tenían que elegir en el pan y queso del Grupo C.
Siempre será más fácil ordenar a un habilidoso que transformar en Pastore a un discreto volante central. Apenas debutó en Huracán, su técnico, Claudio Ubeda, ponía al argentino a la izquierda de una línea de cuatro volantes. Pastore vivía en una banda carcelaria: tenía que ir, volver, tapar al cuatro rival, inventar un pase, ser –resumiendo– dos o tres jugadores a la vez. Algunos partidos después llegó Ángel Cappa, y lo liberó. Lo juntó con Matías Defederico, un petiso atrevido, y entre los dos fundaron uno de los equipos más bellos (ni bueno ni muy bueno: bello) de los últimos treinta años del fútbol argentino. Un coordinador de Newell’s que trabajó con Lionel Messi le dijo al chileno Juan Pablo Meneses, en su libro Niños futbolistas, una obviedad: “Vos no sabés nada de fútbol y yo te pongo a ver un partido y al toque me decís: ‘Aquél es bueno’. A los buenos los ven hasta los ciegos”.
Ronaldinho, Rivaldo y Ronaldo. Robinho, Ronaldo y Ronaldinho. Ronaldinho, Ronaldo, Adriano y Kaká. Nadie, nadie, nadie y Neymar. Aunque siempre cauteloso y contragolpeador, Brasil ha pasado de los tríos carnavalescos a un rockero punk que se manda un solo tremendo y de repente se le da por reventar la guitarra contra el suelo. “Telé Santana que estás en los cielos, Sócrates que estás en los cielos, no os reencarnéis, o querréis ser coreanos”, me escribió en un mail el periodista español Arturo Lezcano, que vive hace algunos años donde cunde el miedo: en Brasil.
“Piensen en nuestra educación –ha dicho Arsene Wenger en una entrevista con el diario Daily Mail–. Nuestra educación se basa en el miedo. Miedo a no ser exitosos, miedo a decepcionar a las otras personas, a nuestras familias. Miedo a decepcionarse a uno mismo. Es lo que pasa en el fútbol (…). El miedo lo guía todo. Y es el miedo lo primero que tenemos que vencer”.
Como Dunga, cuyo nombre “también significa hombre valiente en portugués”, según escribió el periodista argentino Ezequiel Fernández Moores en una nota titulada Mi nombre es todo lo que tengo. Andaba por el buen camino, Zizek: el mejor humorista que existe es la realidad.
PD: Este texto fue escrito antes del 1-1 y la derrota por penales (3-4) frente a Paraguay. Cuatro pases seguidos y una victoria no nos hubieran cambiado la visión. Es el quinto año de Dunga en la selección.