A los conservadores les encanta el sexo animal. Viven hablando de él, ya sea para decirnos que la homosexualidad no es natural —“ninguna especie se reproduce macho con macho, hembra con hembra” dicen— o para informarnos que no somos animales —“por eso no se puede tener sexo porque sí, porque no somos animalitos”. Pero la verdad es lo contrario: hay muchas especies que se tocan macho con macho, hembra con hembra. Según Yale Scientific son más de 450 especies en todo el mundo, y (aunque les cueste aceptarlo) somos bien animales. Por eso nos gusta tanto revolcarnos los unos con los otros –y a veces con nosotros mismos.
Reducir al sexo a un mecanismo de procreación no solo es un acto de suprema tacañería carnal, sino antinatural. Una pareja de osos machos en un santuario animal de Croacia —al que llegaron cuando eran apenas cachorros— tuvieron sexo oral, por lo menos, veintiocho veces durante ciento dieciséis horas. Los investigadores del Departamento de Vida Silvestre de la Academia Polaca de Ciencias, creen que la conducta —nunca antes registrada en osos— se origina en que el par fue separado de su madre antes de que termine su etapa de lactancia. Sin embargo, siguieron haciéndolo ya adultos porque les resultaba placentero. Así como los osos, a nosotros —mamíferos no tan peludos— nos gusta tocarnos, lamernos y acariciarnos por puro gusto. Hermoso y delicioso placer por placer.
La homofobia es una forma de arrogancia. Y la arrogancia —me dijo alguna vez el escritor Fernando Iwasaki— es la ignorancia más el atrevimiento. Y los ultraconservadores (curuchupas, nombre propio que llevan en el Ecuador) blanden con aplomo el argumento de que la naturaleza no tolera las relaciones entre individuos del mismo sexo. Desconocen que diversos estudios hallaron prácticas homosexuales en cientos de especies. Una muestra del museo de Historia Natural de Noruega llamada ¿Contra natura? recogió evidencia de ello en moscas, monos capuchinos, bonobos —la única especie que, como nosotros, se mira a la cara mientras folla—, y hasta pulpos y delfines. La homofobia, en cambio, solo puede encontrarse en una: la que escribe y lee.
El desmadre sexual puede no distinguir ni siquiera entre especies. En 2014, científicos sudafricanos reportaron (con bastante asombro, hay que decirlo) que en una remota isla antártica las focas se estaban tirando a los pingüinos (hembras y machos). El informe —publicado en la revista Polar Biology— da cuenta de los asaltos, en los que se ha redefinido el concepto de presa y predador, porque las focas solían limitarse a comerse a los pingüinos— en sentido literal.
No todos son tan desenfrenados. Cuatro clases de pingüinos —Humboldt, King, Gentoo y Adélie— tienen prácticas homosexuales, pero son un poco más proclives al romanticismo: se juntan, entrelazan sus cuellos y se cantan el uno al otro. Las jirafas macho también soban sus cuellos con el cuerpo del otro mientras ignoran a las hembras. Las lagartijas Teiidae se lían, también, con individuos de su mismo sexo. El amor animal no distingue.
Todo gesto de amor —inocente o lascivo— tiene un propósito natural. Parecería una paradoja, pero hasta el sexo homosexual, incapaz de procrear, tiene un propósito evolutivo. Los biólogos Nathan W. Bailey y Marlene Zuk lo aprendieron observando las cópulas entre hembras de albatros Laysan. Ese comportamiento aprovechaba el exceso de hembras y la escasez de machos, dándole a sus crías un cuidado maternal superior. Caliente sabiduría de la naturaleza.
Hay que aceptarlo: el sexo no es un mecanismo natural con una única función. El placer que produce –un truco evolutivo para que las especies quieran perpetuarse– es motivo suficiente para que se replique, en sus diferentes variantes –orales, anales, en pareja, o fantásticas orgías que vemos en documentales–. Hay unos murciélagos asiáticos (cynopterus brachyotis) que –perdón lo procaz, pero hay ciertas cosas que solo pueden decirse de una manera– se la chupan para prolongar el coito. Cada vez que leo estos datos, tan rotundos, tan invencibles, recuerdo a los ultraconservadores –tan amargados, tan poco enamorados de quienes, en esencia, son– que me dan ganas de cantarles, como Ella Fitzgerald: Birds do it, bees do it, even educated fleas do it, Let’s do it: let’s fall in love.
¿Qué lecciones pueden recibir los conservadores de un pingüino que tiene sexo con una foca?