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Desde hace diez años, un señor de calva pronunciada, lentes sin marco y sonrisa amable, abre la puerta de vidrio del Bolivarcito, la Catedral del pisco sour. Adentro hay cinco meseros, un televisor, doce mesas, una pequeña barra en la que se prepara pisco sour que todos los que visitan el centro de Lima, deben probar.

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El Bolivarcito es un lugar estancado en los noventa: sus mesas de madera están rayadas y desteñidas, y sus sillas con respaldar de mimbre y asientos de cuerina, gastadas. Lorenzo Sotomayor, el hombre educado que nos invitó a pasar, y sus compañeros, visten cotona blanca, pantalón y delantal negros. La sencillez aquí es popular: a las siete de la noche de un miércoles solo quedan dos mesas vacías. En las demás hay oficinistas recién salidos de sus trabajos, turistas de piel blanca y pelo rubio, grupos de amigos, parejas.

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El único intento de decoración es un ventanal con arena blanca, un poco kitsch que lo conecta con el Hotel Bolívar en el que está escrita parte de la historia del pisco sour:

“Se data que el pisco en el Perú se produce desde fines del siglo XVI. Luciano Revoredo, siguiendo la hipótesis de Guillermo Toro Lira, ha descrito en su obra una mención que encontró en el Mercurio Peruano, sobre la preparación de pisco con limón en el siglo XVIII en Lima, a consecuencia de la prohibición de la venta de aguardiente por las peleas que originaba cerca a la Plaza de Toros de Acho de aquella ciudad. Este periódico relata que allí nació un producto denominado Punche, vendido por los esclavos y preparado en base a pisco y limón, que según Revoredo podría ser un antecedente del Pisco punch”

A lo largo y ancho del ventanal continúa la historia del trago a base del licor que los chilenos y peruanos aún se disputan. En su libro El origen del Pisco Sour, el chef e historiador José Schiaffino dice que el coctel se originó en los años veinte en el Bar Morris, también en el centro de Lima, donde se ofrecía como novedad y estaba inspirado en otro trago: el whisky sour (es decir, con limón y azúcar).

La gente llega al Bolivarcito a tomar —siempre más de un— pisco sour. Lorenzo, que trabaja en el bar desde que se inauguró en el 2005, lo sabe. “Aquí casi no se descansa, se abre de lunes a sábado casi todo el día, y los fines de semana me quedo hasta las tres de la mañana”, dice el mesero que sirve, toda la noche, pisco sours que prepara Nixon, el bartender.

Nixon me habla del otro lado del mesón: “el secreto es tres, dos, uno”, dice mientras sacude el mezclador:

—Tres de pisco, dos de limón y uno de jarabe de goma.

El resultado es un trago moderado —ni muy aguado ni muy fuerte— con una leve capa de espuma (de clara de huevo) y una gotita de amargo de angostura. Es un error tomarse solo uno. Es un error aún mayor pasar de cuatro. El pisco sour es un trago feliz y el Bolivarcito se encarga de recordarlo. Aquí, hace cuatro años, en un afteroffice, brindé cuando me anunciaron que mi pasantía de trabajo se extendía tres meses más. Aquí, hace dos semanas, brindé por los viajes y el amor. En el Bolivarcito uno quisiera que, así como su decoración, el tiempo también se detenga.

 

Bajada

Y lo sirven en el Bolivarcito, en el centro de Lima

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