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La propiedad privada no es un invento occidental. Ni siquiera reciente. Es, como el dinero, la familia nuclear o el lenguaje, una institución-hábito que aparece en distintas latitudes y eras humanas, de forma horizontal. Sirve para minimizar conflictos sobre control de recursos y economizar más adecuadamente. Es, apenas, otro nombre para autodeterminación sobre bienes alienables (el cuerpo humano no lo es). De hecho, incluso en un Jardín del Edén sería necesario reconocerla sobre el propio cuerpo porque hay fines en conflicto, alguien podría querer besar o tatuarle sin su permiso mientras uno quiere dormir. Ni permiso ni contrato ni regalo ni robo ni invasión son conceptos posibles sin el de propiedad. Apunto esto porque los neoclásicos (economistas pro robotización del análisis) como Juan Pablo Jaramillo dicen cosas como “Es absurdo creer que el hijo de alguno de los magnates del mundo o incluso de los de Ecuador tiene las mismas oportunidades para competir que el hijo de un individuo de clase media.” Con ese argumento, justifican no solo el incremento al impuesto a la herencia, sino al concepto detrás de ese tributo.

Decir eso revela una falta de conocimiento sobre principios tan elementales como el de ventajas comparativas y la pirámide de habilidades. Las grandes fortunas no generan ni volumen de empleo ni buen empleo en sí mismas. Pero incluso si son lujo, son un aliciente social. Steve Jobs decía: “nadie sabe lo que quiere hasta que se lo enseñas”. Si aplicáramos la densidad poblacional de Manhattan, toda la humanidad entraría en Nueva Zelanda. Es decir, se puede vivir muy bien como humanidad entera y tolerar a los ricos conspicuos al mismo tiempo.

Desde los años treinta del siglo veinte, la Economía ha intentado asemejarse a las ciencias naturales para parecer “más científica”. Pero el objeto de estudio de la Economía no son rocas o moléculas sino primates avanzados que hacen planes en el tiempo con posibilidad de éxito o fracaso en entornos culturales y tecnológicos dinámicos. Es como si uno estudiase un tablero de ajedrez en que las fichas se mueven a la vez y descubren sus propios fines. Es una aparente paradoja: unas pocas leyes inmutables y a la vez no hay dos escenarios iguales.  Pero el centro del análisis económico son los seres humanos. Criaturas heterogéneas en historias y prioridades. La Economía no estudia pingüinos ni androides. Por eso los modelos tienen severos límites y supuestos irreales. Son Historia en el mejor de los casos, no Teoría explicativa. Al final del día, la economía es un sistema de complejidad.

Si algo distingue al liberal de cualquier variante socialista (marxista, socialdemócrata, conservadora o tecnocrática, en la clasificación de Hoppe) es el reconocimiento de que existe lo voluntario y de que las leyes —estatales o no— deben garantizar su ejercicio.

En otras palabras, es legítimo que una valla publicitaria intente persuadirte, pero no que una pistola te imponga decisiones, por la amenaza de usarla en tu contra. De ese modo se puede separar intercambio de robo e incluso argumentación de invasión. Y esto es importante porque la fuerza —como una pistola— debe ser la última instancia en las relaciones humanas. Debe usarse defensivamente. El resto debe ser persuasivo. Como la valla publicitaria. Si uno le pregunta a una persona si justificaría la infidelidad de su pareja porque la vecina “estaba vestida demasiado seductoramente”, la respuesta suele ser unánimemente que no.  Es porque aunque creamos que “el sistema” o la publicidad nos “hacen” comprar o querer hacer fortuna, sabemos que en última instancia siempre el ser humano decide. Si la vecina no te hace ser infiel, la valla no te hace comprar o querer tener casa con piscina. Basta aplicar la misma vara para entender que querer redistribuir la riqueza producida por herencia a través de impuestos es un acto de la fuerza.

Hay un viejo adagio español que dice “el tonto y su dinero son fácilmente separados”. Un mal heredero es un buen liberador de recursos. La dinámica social que incluye los mercados —pero que no se limita a ellos ni a las reglas estatales, como sabe cualquiera que no sea neoclásico— hace eso por sí misma. Hay gente que piensa que las mismas mil familias son dueñas de todas las grandes corporaciones, como si fuera una conspiración, cuando en realidad el 25% de la lista de empresas Fortune 500 desaparece cada diez años. Lo que sí ocurre es que las mismas familias con alta educación financiera venden y compran acciones de las mejores empresas en cada año. Cuando esas grandes corporaciones invierten en proyectos importantes, se genera empleo de alta calidad que las pequeñas y medianas empresas no podrían por falta de herramientas.

El origen del interés es siempre la diferencia de valoración entre bienes presentes y bienes futuros. El entorno legal y político y la mentalidad de cada sociedad y familia entran en juego. Eso significa distintas predisposiciones al ahorro. En un país de reglas formales y culturales excesivas, malas o arbitrariamente ejecutadas la gente hace planes de corto plazo. Es más consumista y menos ahorrista. Y el ahorro de hoy es la inversión de mañana, si así lo deciden los seres humanos. A su vez, la inversión es el vehículo indispensable del cambio tecnológico. Un impuesto a la herencia es una fuente adicional de inequidad y no de equidad. Los ricos tienen buenos abogados y educación financiera para planear y eludir su porcentaje. La clase media es golpeada por partida doble: paga el mayor volumen total y vive un entorno relativamente más consumista y menos inversionista. Con menos empleos de calidad.

Las tasas marginales de impuestos en Inglaterra y EE.UU. fueron altísimas en la década de 1970. Pero ya eran sociedades con alta confianza, instituciones y riqueza productiva (capital) para cuando hicieron experimentos de ese tipo. Los neoconservadores redujeron las tasas y salvaron esas economías de estanflaciones y esclerosis sindicales de conocimiento general. Los incentivos importan, al parecer.

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Es un poco tramposo señalar que hay altos impuestos a la herencia en países como Estados Unidos, por ejemplo, y no mencionar que herencia una vez muerto y donación en vida son dos figuras distintas, y que hay montos exentos acordes con la creación de riqueza antes (mucho antes) de querer redistribuirla.

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Recibir una herencia no es como ganarse la lotería. Es motivar a buena parte de la sociedad a trabajar para crear riqueza para gente que sí conoce y valora. Casi nadie trabaja por abstractos como ‘la sociedad’, pero sí para quienes aprecia: los lazos de sangre son un factor inmenso a la hora de motivar herencias.

Donar, regalar o heredar no son sino heredar los frutos del entusiasmo y el tiempo propio. La institución de la herencia es el derecho a regalarse. A disponer —recordemos la valla publicitaria— voluntariamente de lo propio en vez de que a uno le impongan —la pistola, los impuestos— qué hacer con ello. Tu motivación para vivir y tu derecho a regalarte van de la mano. Haces planes y mientras más largoplacistas, más valor van a agregar al entorno. Toda traba e impedimento te hacen relativamente cortoplacista.

¿Es injusto recibir una herencia cuando otros no lo hacen?

Los adultos percibidos como más guapos y objetivamente más altos ganan 5% adicional de ingresos en las mismas profesiones. ¿Es injusto recibir genes de simetría o de altura? La justicia es simetría deliberada y es un concepto humano. Un león no es justo o injusto. No hay jueces entre los perros y las cucarachas. El resto de la Naturaleza es simplemente adaptativo. Pero los humanos tenemos nociones de lealtad, justicia y reglas. Sólo lo deliberado y pacífico —salvo en defensa propia— puede ser justo.

La herencia en bienes o dinero nos da puntos de partida distintos. Si uno no entiende mucho de cómo funciona la economía de mercado, parecerá que eso genera relaciones opresivas entre seres humanos. Pero es prácticamente al revés: yo puedo usar los aviones de Sebastián Piñera sin tener que cuidarlos ni preocuparme de que quiebre su operación pagando una fracción de su costo y una ganancia que motive al dueño. El afán de lucro pone a la propiedad privada en función del público. Es decir, de inversiones que para sostenerse deben hacer un uso virtuoso de recursos y de colaboradores humanos. Una pirámide autocorrectiva de habilidades productivas.

El ambicioso al servicio del que busca salarios y buenos productos porque al primero no le queda más remedio. No operar así tendría un costo de oportunidad notable. Suele elegirse producir, arrendar y permitir turismo en tierras privadas e invertir inteligentemente los recursos. Elegirse. De nuevo, la valla.

Keynes y Piketty creen que van a salvar al capitalismo de su propia destrucción. Pero no hay capitalismo, al menos no en el sentido liberal (el original, el auténtico) del término en ninguna parte del mundo. Tenemos economías mixtas inflacionistas. Deuda, consumismo y estancamiento son diagnosticadas una y otra vez como injustas (lo son) y usadas para denunciar el capitalismo. Pero sin moneda fuerte, precios decrecientes y gobierno de, digamos, 3-4% del PIB no hay capitalismo. El debate ocurre entre keynesianos de izquierda y de derecha en la mayoría de países.

Quienes piensan que los padres subsidian (en vez de invertir en) a sus hijos no entienden que si eso es una ventaja no puede ser a la vez una desventaja. Si te dejan educación y no dinero te hacen un bien. Al inverso te hacen un mal. De acuerdo.

Tal vez Estados Unidos sea eso. Lo que Michael Barnett llama “un país de clase media baja con ingresos de clase media alta”. Pero si te dejan educación y herramientas productivas, te hacen un doble bien. La ecuación de Mincer que mencionan los economistas del mainstream no es esencialmente sobre educación sino sobre capital (por algo incluye experiencia laboral, más fácil de adquirir donde hay flexibilidad para el empleo joven). Y la educación, como saben las familias pobres que apuestan todo por la educación de sus hijos sacándolos de las escuelas estatales en India y Brasil, es una inversión familiar. Sí, familiar.

Las empresas familiares lo son sobre todo por falta de entorno de confianza. Ciertamente abonan a él. Pero son más efecto que causa. De todos modos, el contratar directores externos profesionaliza su manejo. El heredero malcriado es un problema menos para sí mismo y para quienes participan en los proyectos.

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La empresa familiar tiende a salir a bolsa y tiende a internacionalizarse:

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El keynesianismo latinoamericano ama la falacia post hoc ergo propter hoc. La comete con ardor de colegial. Cree que cuando B sucede luego de A, sucede a causa de A. Ejemplos: la guerra, los impuestos altos, el alto gasto público. Los países prósperos no lo son por su Welfare State  y su inflacionismo desbocado, sino a pesar de ellos. Primero fueron liberales de gobierno muy limitado con patrón oro y con libre comercio frente al mundo. 

Hagamos lo que los países exitosos hicieron para despegar. No los experimentos keynesianos que mantienen estancados financieramente a países como Estados Unidos, Japón y Francia. Canadá y Suecia hoy en día no tienen impuesto a la herencia. Primero se hicieron ricas y luego ensayaron variantes de socialdemocracia. Y como cuenta el propietario de IKEA, Suecia volvió a ser un entorno amigable al que pudo regresar luego de que se eliminó el impuesto a la herencia.

Debe entenderse que la propiedad vale en buena medida por su utilidad futura. La herencia es pacífica, justa y agrega al tipo de entornos largoplacistas que tanto necesitan nuestros países.

Bajada

Una defensa de la institución de la herencia

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