Howl es un poema poderoso, muy poderoso. Tanto que es un símbolo de la poesía comprometida en lengua inglesa. No se necesita saber de poesía para sentir su fuerza y entender el mensaje. Las alusiones a los problemas de un sistema capitalista y a la crudeza de la vida son claras y duelen como una herida abierta, pero esta dimensión del poema es muy evidente y diversas lecturas críticas se han encargado ya de examinarla.

Partidario de la unión internacional de trabajadores, enemigo de la desigualdad y la guerra, Allen Ginsberg —de quien se recordaron 89 años de su nacimiento el 3 de junio de 2015— es casi el estereotipo del poeta comprometido. Del poeta que murió al margen. Así se siente a Ginsberg, especialmente en Howl, su poema más conocido (se traduce al español como Aullido). Sin embargo, Howl muestra otra dimensión poco explorada del poeta de la Generación Beat en tanto se quieran entender sus preocupaciones: la religiosa.

Howl inicia como una letanía, que tomando como base la poética de Walt Whitman, parece estar escrita para ser leída en una plaza. Ginsberg hace referencia al Islam, cuando habla de “ángeles mahometanos”, al judaísmo cuando escribe sobre Plotinus y la cábala, e incluso a la resurrección y muerte de Cristo, cuando incluye la frase  «eli, eli lamma lamma sabacthani», que puede ser entendida como el grito de Jesús preguntándose por qué Dios lo ha abandonado. Esta diversidad de imágenes representa el profundo interés del poeta por la religión, que lo llevó a seguir la tradición mística de William Blake, pero siempre opuesto a la religión organizada por una institución y a los dogmas que conllevan. Para Ginsberg la búsqueda religiosa debía ser personal, no atada a reglas que intentan imponer la Verdad.

Las invocaciones de Moloc -el Dios hebreo en nombre de quien se quemaban niños en la antigüedad- son invocaciones del mundo actual, de la sociedad que engulle hombres, aquellos que piensan y por lo tanto son peligrosos, como su amigo Carl Solomon. En la segunda parte el aspecto religioso se vuelve más presente. Moloch no tiene piedad y juzga, observa y decide quién puede sobrevivir. Invocar a Moloch es también una acusación: la etimología del Dios ya lo relaciona con la ignominia, y para Ginsberg es un reclamo, es estamparle en la cara a la sociedad lo que ha hecho de sus miembros. El vocablo no es agradable, el poeta lo sabe, y por eso viene la anáfora. Hay que recordarlo hasta que quede claro: que Moloch somos todos, que Moloch está aquí y que lo ha destruido todo. Es una epifanía, un instante, y Moloch se hace presente: el que se opone a la corriente se destina a perecer.

En la tercera parte regresa la letanía y la experiencia personal directa –en este caso de Solomon, en el manicomio-, para recordar que él va a estar ahí para acompañar a sus amigos en el sufrimiento, y será testigo de su resurrección después del martirio en el Gólgota. El aspecto religioso le da un sentido superior a la vida que le permite al poeta vivir a pesar de todo; su cuerpo se entrega y ahora lo que importa es la causa.

El clímax de la exploración religiosa llega al final, en su última parte. En la nota al pie de página de Howl, el poeta llega al zenit aborreciendo el mundo que lo rodea por todas las cosas sin valor que han sido santificadas por la sociedad y esas figuras que las iglesias se han empeñado en imponer por encima de los humanos. Entonces el poeta se pregunta, ¿Cómo desmitificar esos objetos? ¿Qué hacer para acabar con el fetichismo? La respuesta llega una vez más con la anáfora y con un discurso que ya no basta con leerlo, hay que gritarlo para que se escuche, para que los caminantes volteen a poner atención. La repetición excesiva despoja de poder y significado, y ese es el propósito. “¡Todo es santo! ¡Todos son santos! ¡Todos los lugares son santos!” Para terminar con lo especial hay que volverlo común, y ahora que todos somos santos el santo es indistinguible. Ginsberg regresa una y otra vez en estos últimos versos a mirar a nuestros dioses, para declararlos falsos, para decir que adoramos figuras inanimadas (ciudades, máquinas, bombas, papelitos rectangulares) en nombre de las cuales quemamos a nuestros genios y el humanismo que nos queda.