Me lo tuve que repetir varias veces: “sigues en la Tierra, no importa lo que vean tus ojos”. Los colores, los olores y las proporciones seguían variando en paisajes que no creía posibles en un planeta clasificado en ciudades, campos, playas, montañas y selvas. El salar de Uyuni –el desierto de sal más grande y alto del mundo– parece un pedazo de luna. Conocer sus alrededores, en esta zona del sur de Bolivia, es como un viaje intergaláctico.
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El salar de Uyuni, al sur de Bolivia, parece un paisaje de un planeta en una lejana galaxia. Fotografía de Gabriela Tamariz para GK.

El recorrido empieza en Uyuni, una ciudad de treinta mil personas donde cada año llegan más de sesenta mil turistas. Antes de las ocho de la mañana, visitantes de todos los continentes recorren una avenida llena de agencias de viaje. Escoger el tour es clave: el hospedaje, alimentación y transporte de los siguientes días dependerán del guía, quien hará también de chofer y cocinero. A las diez de la mañana, más o menos la hora en la que el turista ha elegido su tour, la avenida se empieza a llenar de vehículos 4×4, en cada uno caben seis turistas. En ese espacio de ventanas selladas –para evitar el polvo– pasarán gran parte de las próximas setenta y dos horas. Las maletas van en la parrilla junto con los tanques de gasolina. Antes de las once parten en caravana para un mini Dakar de más de mil kilómetros que los llevará hasta la frontera con Chile.

Durante el camino hace mucho calor. ¿Nos estamos acercando más al Sol? El paisaje árido parece un viaje al pasado: paramos en un cementerio de trenes con decenas de vagones y locomotoras del siglo XIX. Exploramos las viejas estructuras que cuentan parte de la historia minera de Bolivia. De allí se parte hacia Colchani, un pueblo con viviendas construidas con sal y un sencillo museo donde se exhiben grandes esculturas y pequeñas figuras también de este material que se extrae con un proceso artesanal de secado y molido. Colchani es el ingreso al gran salar. El exceso de blanco abruma y aparece mientras se desciende del 4×4 con vidrios polarizados. Sin gafas es difícil apreciar la magnitud del paisaje: la luz ciega cuando se refleja en diez mil blancos kilómetros cuadrados –mayor que la extensión de toda la provincia de Pichincha. Pequeños montículos petrificados de sal y figuras hexagonales y pentagonales se forman en el suelo. La inmensidad del desierto salado permite jugar con las cámaras fotográficas: la perspectiva permite que las personas aparezcan diminutas junto a objetos como botellas y juguetes que adquieren tamaños descomunales.

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Uyuni, una ciudad de treinta mil personas donde cada año llegan más de sesenta mil turistas. Fotografía de Gabriela Tamariz para GK.

Llega el mediodía y el almuerzo se sirve con el salar como telón de fondo, junto a un hotel abandonado con paredes, suelo, camas, mesas, sillas solo de sal. En este paisaje lunar es posible caminar sobre un lago. En época de lluvias, entre enero y marzo, el salar es un inaccesible espejo. En los meses secos, es el camino hasta la isla Incahuasi. Blanco, azul, café y gris componen un paisaje cubierto por decenas de cactus de diez metros de altura.

Fuera del salar, la caravana de carros se dispersa. Bolivia es un país de grandes extensiones –lagos, desiertos, altiplanos– y poca población. Con su tamaño se explica por qué las decenas de 4×4 que salen a diario de Uyuni casi no se cruzan. La presencia de otro vehículo cerca se revela con una columna de polvo que se levanta, como un cable de un carro chocón.

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Cada día decenas de vehículos 4×4 llegan hasta el salar de Uyuni. Fotografía de Gabriela Tamariz para GK.

 Los salares atraen la minería y el turismo, y la tierra salina impide que crezca mayor vegetación y se practiquen otras actividades. Cada kilómetro, el 4×4 avanza por caminos imperceptibles para todos, menos para el chofer. A ratos parece que se viaja a campo traviesa. Esa noche se cena en mesas y bancos hechos de sal. El refugio es una casa con paredes de bloques de sal, piso de ripio de sal, y suelo cubierto con sal molida. ¿Cuántos tonos diferentes puede tener el blanco? El paisaje es tan único que es fácil creer que estás en otro planeta. La temperatura baja hasta menos de cero y el mate de coca ayuda a contrarrestarla. El cielo despejado lleno de estrellas hace que nos olvidemos que solo haya luz eléctrica por un par de horas y no haya señal telefónica.

A la mañana siguiente lo primero que se observa es el volcán Ollague, en medio de un paisaje en el que la tierra está pintada de tonos desconocidos, de otras galaxias: café verdoso, café azulado, café rojizo. El 4×4 avanza por laberintos de piedras gigantes donde es más probable que aparezca un dinosaurio que otro ser humano. Allí, entre las rocas, los conejos tampoco parecen de este planeta: tienen largas colas enrolladas y se llaman vizcachas. El jeep se detiene en cada una de las lagunas de colores, ese otro atractivo de esta zona de Bolivia. Una laguna es verde, otra, blanca. Una parece un espejo, otra, la paleta de un pintor por los colores que mezcla. Los minerales y las algas, las tiñen de colores. Junto a ellas, volcanes que se reflejan en sus aguas. Lejos del salar, hay extrañas murallas blancas que bordean las lagunas que no son de sal, son de bórax, un cristal que se produce por la evaporación de los lagos y que se usa en detergentes, desinfectantes y pesticidas. El agua huele a azufre y recuerda la otra riqueza de las lagunas: la abundancia de importantes compuestos químicos. La más hermosa es la Colorada: de lejos, cientos de puntos rosas salpican sus aguas multicolores, de cerca, se distingue que son flamingos, los únicos habitantes visibles de esas pinceladas azules, moradas, rosadas, blancas, verdes y rojas.

El recorrido continúa hacia el desierto de Siloli, donde la fuerza del viento –durante años– ha tallado las rocas, la principal formación es el Árbol de Piedra, de cinco metros de altura. El tercer día se madruga para ver los géiseres y fumarolas en el Sol de Mañana, un área de intensa actividad volcánica, donde el agua y el vapor brotan de la tierra y alcanzan alturas de más de diez metros. Algunos géiseres son grandes y escupen lodo ardiente, otros, parecen pequeños volcanes como los que hay en el asteroide del Principito. Desde aquella zona que recrea las épocas de formación de la Tierra se pasa a otra de aguas termales donde rebaños de llamas, vicuñas y alpacas recorren las planicies. El 4×4 se pierde en el Valle de las Rocas, donde cada piedra tiene rostros humanos y animales tallados. Aquí, otra vez, es fácil imaginar que un ser de roca se despierte, o que aparezca un dragón volando sobre las piedras –que se escalan, rodean o simplemente contemplan.

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El desierto de Siloli, donde la fuerza del viento –durante años– ha tallado las rocas. Fotografía de Gabriela Tamariz para GK.

El recorrido de tres días concluye con una visita al pueblo de San Cristóbal, donde hay una centenaria iglesia con techo de paja que se mudó junto con la comunidad hace quince años: fue desmontada piedra a piedra cuando toda la población se reasentó por una concesión minera. Mil kilómetros después, la sal no deja de sentirse en los labios. Así termina el viaje en el que mi pasaporte indica Bolivia. Los desiertos, lagunas, salares y volcanes que vi despiertan, otra vez, la pregunta: ¿no anduve por lunas, asteroides y otros planetas?