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Viajar es el conjuro más efectivo contra la monotonía. Una de las cosas más gratas de vivir en Europa es la facilidad  para movernos, y la diversidad de culturas a distancias relativamente cortas. Ese acceso crea un deseo de explorar sitios más remotos. Uno de estos es Harads, un pueblito en el norte de Suecia, que no es diferente a ningún otro de la región, excepto porque ahí está el TreeHotel.

Como arquitecto, he oído de este hotel por años: su fama radica en la altísima calidad y originalidad de las cabañas suspendidas en árboles. Es un ejemplo del poder de atracción que tienen el diseño y la arquitectura: convirtieron un lugar equis en un destino mundial.

Llegar a Harads, al noreste de Suecia, es una aventura –entendida en estándares europeos–: hay que tomar un vuelo de Londres a Estocolmo. Ahí hay que esperar dos horas en el aeropuerto de Arlanda hasta coger otro hacia el poblado más cercano a Harad que tiene aeropuerto: Lulea, al extremo norte del golfo de Bothnia. En Lulea, se debe alquilar un auto –o tomar un helicóptero–, y encontrar la ruta entre 100 kilómetros de bosques hacia el círculo Polar Ártico por la carretera 97. El viaje en sí es toda una experiencia: puede ser o estresante o divertida dependiendo de la actitud hacia la vida.

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Harads en es un pueblito rural a cincuenta kilómetros del círculo Polar Ártico, con majestuosos bosques de pinos y abedules. Es abril y mientras en Londres ya se siente algo de calor, en este remoto paraje todo el territorio está cubierto por una generosa capa de nieve, y el río Lulea -tan ancho como el Guayas- sigue cubierto con una espesa capa de hielo que permite cruzarlo a pie y hasta en moto de nieve.

El paisaje natural, como salido de una película, tiene dos elementos humanos: las casas de madera pintadas de un rojo vivo, y los innumerables troncos de pinos apilados a lo largo de la carretera, que evidencian la industria número uno de la región. Durante nuestro viaje en auto buscando el Hotel, paramos algunas veces para observar de cerca las casas rojas. En algunas encontramos familias en sus jacuzzis –al exterior–, disfrutando del atardecer. Todos extremadamente amables y haciendo lo posible para decirnos en inglés cuál es la ruta hacia nuestro destino: es obvio a dónde van los únicos turistas que pasan por esta carretera. Luego de un poco más de una hora, lo vemos: el letrero sencillo del TreeHotel. Y es este detalle el perfecto resumen de su concepto, y en general de todo lo bueno de Escandinavia: discreto, pero con énfasis en la calidad del diseño.

La primera edificación que se ve desde la carretera es el Pensionado de Britta: el origen del TreeHotel. Es un pequeño hostal y restaurante, como los históricos ‘Inn’s’ británicos, donde los viajeros podían parar para descansar y refrescarse a la mitad de una larga trayectoria. Britta Jonsson es la dueña de este pensionado acogedor y pintoresco. Hace unos años, junto a su esposo Kent Lindvall –guía de tours de pesca– se le ocurrió usar los terrenos que circundan la propiedad para construir un hotel más grande y expandir su negocio.

Su problema –al final su éxito– fue la predominancia de cerros repletos de árboles en su terreno. Cortarlos no era una opción porque la pareja quería mantener intactos sus bosques. Kent, gracias a su trabajo de guía turístico, conoció un par de arquitectos suecos a quién les propuso un reto: conjugar la infraestructura hotelera que ellos tenían en mente sin afectar el paisaje natural. La respuesta de los arquitectos fue bastante inusual pero a la vez lógica: si el terreno y los árboles deben ser preservados en su totalidad entonces es simple, construyamos el hotel en el aire, apoyado sobre esos mismos árboles que queremos preservar.

Los arquitectos contactaron a otros cuatro estudios de arquitectura –el avant-garde de Suecia, según ellos– y así nacieron los cinco bungalows originales: Mirror Cube (cubo-espejo), Bird’s Nest (nido de pájaro), Blue Cone (cono azul), UFO (OVNI)  y Dragonfly (libélula)

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Entramos al Pensionado de Britta, y Maya –una joven sueca con rasgos Sami: estatura pequeña, pelo oscuro, ojos rasgados como esquimal– nos recibe y lleva –sin mucha formalidad– al pintoresco comedor. Nos sentimos dentro de una novela de Stieg Larsson: la decoración y la atmósfera nos transportan al principio de siglo XXI, pero los pequeños detalles de diseño minimalista y las fotos en las paredes mostrando los futuristas bungalows, nos llevan a una novela cyberpunk de William Gibson.

Nos sentamos en la gran mesa del comedor y Maya nos da una ‘mala’ noticia: por una confusión en las reservaciones nos tocará pasar la primera mitad de nuestra estadía en el Bird’s Nest y la segunda mitad en el Blue Cone (nuestra selección original). Como arquitecto curioso, la noticia es genial: podré analizar el diseño de dos de las estructuras.

Maya nos informa particularidades del hotel: debemos caminar y cargar nuestro equipaje en la nieve a lo largo de medio kilómetro de senderos, en un bosque con cerros, y –una vez que encontremos los bungalows– debemos usar nuestra llave para activar una estrechísima escalera mecánica plegable que baja desde las habitaciones suspendidas (en este momento me imagino cómo haré para subir nuestro equipaje por estas escaleras). Nos dice que no hay agua corriente dentro de las cabañas, que tenemos a nuestra disposición un elegante reservorio de vidrio sobre el lavamanos de un galón, y que los excusados ecológicos son unos futurísticos aparatos donde los desechos son quemados a altísimas temperatura convirtiéndolos –en segundos– en cenizas sin olor. Tengo experiencia construyendo ecoresorts en Ecuador y entiendo muy bien los motivos de la ausencia de infraestructura en las habitaciones. Luego de la explicación, mi esposa y yo nos reímos como diciendo “a dónde hemos venido a parar”.  

Tomo nuestras dos maletas y sigo a mi esposa por la nieve y hielo. Ella, nórdica, camina con gracia por este paisaje; yo, mono tropiandino, estoy a punto de caer a cada paso. Es bastante inusual pagar una cantidad de dinero considerable, y aun así tener que cargar tus maletas por medio kilómetro, pero es parte de la experiencia: en esta esquina del mundo, la gente es autosuficiente y se cuida sola. El lujo radica en la experiencia, no en que otra persona te sirva.

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Seguimos las señales en los árboles a través de un hermoso paisaje tan blanco que resplandece. Luego de los primeros traspiés, me acostumbro a caminar sobre la nieve y hielo cargando nuestro equipaje, hasta que llegamos al punto donde la montaña empieza a ascender. Ahí, el sendero se vuelve una resbaladera de hielo, y la única manera de subir es agarrándose de sogas entre los pinos que lo flanquean: imposible con maletas en cada mano. Hago dos viajes, y –tratando de no dañar mi imagen de macho latino frente a mi esposa– subo nuestro equipaje hasta la base de nuestra cabaña. Pienso cómo este hotel sería imposible en Estados Unidos o Inglaterra, donde las normas de health and safety –salud y seguridad, prevención de accidentes– son inquebrantables. Pienso que los escandinavos son más libres y tienen una filosofía: cuídate solo, cada uno es responsable de su seguridad.

Superamos el primer reto: llegar hasta la cabaña. Ahora toca el segundo: subir por la estrecha escalera al Nido de Pájaro. Insertamos nuestra llave en un cerradura eléctrica en la base de uno de los árboles –que sostienen la habitación a cuatro metros–, la rotamos y vemos –encantados como niños– cómo se abre una compuerta de donde se despliega como origami una delicada escalera metálica, esbelta y extrañamente móvil, como las piernas de un insecto de otra galaxia.

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Por fin, después de nuestra tan compleja travesía llega la recompensa:  estamos en nuestro propio Nido de Pájaro. Una estructura circular de no más de cinco metros de diámetro, distribuida muy inteligentemente: la cama principal ocupa la mitad del círculo. Dos literas pequeñas, el baño, el armario y la escalera ocupan la otra mitad. Un par paneles corredizos a cada lado de la cama permiten separar la cabaña en dos espacios privados. El detalle que más apela a mi imaginación es una mesa a un lado de la cama con cuatro asientos, que se divide en dos al desplegar los paneles divisores. Un pequeño toque que revela mucho sobre la cantidad y calidad de pensamiento que el arquitecto ha puesto al diseñar esta cabaña. Siento que, aunque no está ahí, ese arquitecto me está hablando.

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Descansamos un rato y disfrutamos la vista del bosque desde las alturas. Luego, exploramos las otras cabañas en los árboles y el edificio de sauna comunal donde se encuentran las duchas para todo el complejo. Maravillados, tomamos fotos de estas piezas de diseño suspendidas de los árboles hasta que la luz del día se acaba. Caminamos medio kilómetro, bajando de la montaña hasta el pensionado de Britta. La cena está servida.

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A pesar del aspecto futurístico de las cabañas, sus diseñadores han logrado amalgamar los materiales y la atmósfera de la región en sus diseños. Es quizás un buen ejemplo de regionalismo crítico: la búsqueda de una identidad local guiada por los aspectos inherentes al sitio, pero manteniendo un diálogo con la cultura global. En un mundo interconectado, la riqueza más grande está en aprovechar lo local, lo original y único de cada cultura.

Mientras pienso en estas ideas sobre globalización y  localismo, entramos al comedor de Britta y vemos un festín de extraños platos. Kent nos explica que toda la comida preparada en el hotel tiene ingredientes recogidos a menos de veinte kilómetros a la redonda: la mantequilla, el pan, los embutidos, los quesos, el salmón, la carne de reno, las verduras y las frutas. Todo es producido por sus vecinos. Distribuidos sobre la larga mesa, hay un festival de colores y aromas, elementos muy básicos pero combinados de formas inimaginables. A lo lejos veo un plato que parece seco de chivo con arroz amarillo, y de cerca descubro que es un estofado de reno con puré de papas majadas de tal forma que le da la apariencia de una porción de arroz. La preparación me saca una sonrisa.

Este gusto por elegir productos locales y de estación lo hemos experimentado en otros lugares de Europa. En especial en el restaurante Noma –Dinamarca–, donde todos los platos tienen ingredientes que los chefs han recolectado durante el año. En cierta forma, esta  manera de alta cocina me recuerda al regionalismo crítico que percibo en la arquitectura del Tree Hotel: usar únicamente lo local para entablar un diálogo de igual a igual con los estándares globales.

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Son días maravillosos fotografiando la arquitectura del TreeHotel y experimentando la cultura Sami local: vimos renos caminando debajo de nuestra cabaña, Kent nos lleva a explorar la montaña –un día en moto de nieve, otro en los tradicionales trineos halados por perros–.  Cada día hay una nueva experiencia: pesca en el río congelado, sauna de media noche en el bosque, caminata nocturna para ver la aurora boreal. Cada día trae la expectativa de descubrir qué platillos iba a cocinar Britta: no hay un menú fijo porque depende de la disponibilidad de los productos, que siempre son los más frescos.  Sentimos que no es tanto un viaje y, sino una  maravilloso inmersión en la cultura rural sueca.

 

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Un viaje al interior de la cultural rural sueca

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