bb-king.jpg

Riley B. King —que nunca supo qué significa la inicial de su segundo nombre— fue el máximo embajador que tuvo el Blues. Ningún otro exponente de este género llegó a tantos rincones del mundo con su música como él, el legendario B.B.—iniciales de Blues Boy, un diminutivo de Beale Street Blues Boy, un sobr nombre que lo acompañó desde la época en que pinchaba discos en la emisora WDIA de Memphis—. Desde Kinshasa a Australia y Rusia, de Japón hasta el Vaticano —donde regaló una de sus guitarras a Juan Pablo II— y la Casa Blanca.  Se sentía igual de cómodo frente a reos —como en el legendario concierto de Cook County— que frente a magnates en Las Vegas. Le daba igual tocar en auditorios como el Regal o el Filmore o en tugurios y salones de baile en el gueto.

James Brown fue conocido como el Hombre Más Trabajador de la Industria, pero ese apelativo debió haber recaído en B.B. King. Cuando su carrera comenzara a despegar, a mediados de los años 50s, compró un bus para trasladarse con su banda. En 1956 dio la alucinante cantidad de 342 conciertos, y a lo largo del medio siglo siguiente mantuvo una media de 275 conciertos al año. Tenía una facilidad única para conectarse con el público y manejar a la perfección el ambiente: sabía cuando subir las revoluciones, cuando ponerse más íntimo, o cuando contar una historia a la audiencia, como en el álbum Live At The Regal, uno de los mejores discos en vivo de la historia.

Aunque nació en la meca del country blues (en 1925 en una plantación llamada Berclair, cerca del pueblo de Itta Bena, en Mississippi) hay dos cualidades que separan a King del resto de sus legendarios contemporáneos y predecesores, como Son House, Robert Johnson, Charley Patton y Muddy Waters. La primera es que a B.B King no solo parecía no pesarle el trabajo de campo, sino que le gustaba la vida campestre. Dijo que había poesía en ese oficio, y que, además, lo hacía sentir importante. Recorrió miles de kilómetros detrás de la mula que tiraba el arado, trabajando seis días a la semana durante la mitad del año, hasta doce horas diarias. Además labraba, cortaba madera, embalaba heno y plantaba maíz y soja. Todo con una predisposición al trabajo casi monástica.

La otra diferencia es que mientras los otros pioneros del Delta tocaban el blues de su tierra natal porque era lo único que sabían hacer, King tenía múltiples posibilidades para elegir. Ninguno fue tan versátil como él. Otros artistas como Robert Johnson aprendieron escuchando discos, pero King no solo escuchaba blues. Era un devoto del big band jazz y el góspel también, y posteriormente del R&B. Nunca dejó de escuchar discos, y se estima que llegó a tener una colección de treinta mil. Su estilo no es muy apreciado por los puristas del blues, por su decisión de apartarse o adaptar otros estilos a su música, pero fue precisamente eso lo que le permitió conectarse más y mejor con los oyentes.

La enorme influencia de B.B. King se basa en su forma instintiva de saber qué elementos podían llevar al blues al siguiente nivel. Su técnica sin embargo, tan copiada y admirada por un verdadero ejército de acólitos —los Clapton, Richards, Hendrix y compañía— se debió al menos en sus orígenes —según sus propias palabras— a la falta de talento. King no pud nunca tocar slide como Elmore James o su primo Bukka White, pero descubrió que podía emular el efecto y sonido del slide meciendo los dedos de la mano izquierda con rapidez sobre los trastes de la guitarra, como un violinista, dando forma así al sonido que sería su sello de identidad.

Además, como no podía cantar y tocar simultáneamente, separó las dos funciones. Sentó así las bases para el verso cantado, seguido de un pasaje de solo, que  se convertiría en un elemento crucial del blues y posteriormente del rock n´roll. Ese patrón sería explotado por generaciones posteriores, desde Clapton y Hendrix, hasta  Red Hot Chili Peppers.

B.B. King dejó un legado musical impresionante, además de ser el artista de blues más premiado y reconocido de la historia. Su mayor éxito, una reedición del tema The Thrill is Gone, llevó por primera vez en muchos años a un tema de Blues al tope de las listas de pop. Y temas como Sweet Sixteen, How Blue Can You Get o Every Day I Have the Blues son unos de los temas más icónicos del género.

La revistas Time y Rolling Stone lo ponen dentro de sus listas de los diez mejores o más influyentes de la historia —tercero y sexto puesto respectivamente—. Es que el sonido de su guitarra, la famosa Lucille, podía ser dulce o ardiente, un testimonio de sus raíces evangélicas así como de su entorno en el Delta.

A propósito de su guitarra:  el affair con sus Gibson y el origen del nombre Lucille se deben a que en un salón de baile en Arkansas, a principios de los cincuentas, dos hombres comenzaron una pelea que terminó tumbando una estufa de kerosen, y el lugar se incendió. King, como el resto de personas, huyeron pero al darse cuenta de que había olvidado su guitarra, se metió al edificio en llamas a buscarla. Más tarde se enteró de que la pelea había sido por una mujer, llamada Lucille. A partir de ese momento nació la relación platónica más famosa de la música, y que ahora se eleva a la categoría de leyenda: ha muerto el embajador máximo del blues, pero su obra no se borrará jamás de la historia. The thrill —para bien de la humanidad— will never be gone.

Bajada

A la memoria del máximo embajador del blues, B.B. King