Yo vivo -y viajo- en un velero de once metros. En él, desde hace seis meses, mi esposo y yo construimos nuestras memorias y conocemos nuevos lugares. Lo que un día se sintió muy extraño y hasta loco, se ha convertido en lo cotidiano. En Ondular, la nueva casa, tenemos casi todas nuestras pertenencias. Algunas se quedaron en Australia junto a nuestra antigua vida. Aquí no hay rutina, horario, alarma del reloj, estrés, emoción de la llegada del viernes y rechazo al lunes. Eso fue reemplazado por el mar, el viento, un sitio más pequeño para dormir, un jardín gigante sumergido debajo nuestro, el cielo y las nubes. En el mar la vida es más simple y hermosa.

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Viajar en bote es diferente a viajar por tierra o aire. No se necesita empacar maletas, ni decidir qué llevar o qué dejar atrás, pero sí se necesita revisar el clima y los vientos, planificar la ruta para no chocar contra una roca o un arrecife. Y aunque no hay equipaje, siempre se revisa que todo esté en su sitio y bien asegurado porque si no habrá vasos rotos y libros regados.

Nuestras travesías, hasta ahora, no son muy largas. No hay promedios de tiempo, a veces son tres horas, otras doce. Alzamos el ancla muy temprano en la mañana y llegamos a nuestro nuevo destino antes de la caída del sol. El recorrido empezó en British Virgin Islands (BVI), y ha pasado por algunas islas del este del Caribe como Sint Maarten, St Kitts y Nevis, Antigua, Dominica.

Aquí no existe el apuro de llegar a tiempo al chequeo e inmigración, ni las filas largas y la entrega de documentos. Esos trámites se reemplazan por una bandera amarilla que, cuando la izamos, significa que no nos hemos chequeado todavía en ese territorio. La regla en el mar es: si no tocas tierra y permaneces en el bote por pocas horas, no necesitas pasar por inmigración. Por lo general, cuando llegamos al puerto al final del día, anclamos el bote, ordenamos los cabos, nos relajamos y disfrutamos el atardecer. Al siguiente día hay tiempo de sobra para hacer el chequeo. Si llegamos cuando todavía hay sol, sí debemos bajarnos a registrarnos ese mismo día. Cada isla tiene un proceso de inmigración distinto. Lo usual, en este lado del mundo, es que el capitán del bote y los tripulantes se dirijan a las oficinas de las autoridades con los papeles. En algunos lugares hay que pagar impuestos de ingreso, y siempre hay que llevar el “clearance”, un documento que certifique el último puerto en el que se estuvo. Casi siempre es un proceso relajado sin percances. Luego del chequeo somos libres para recorrer el nuevo lugar. Lo hacemos en nuestro dinghy -bote de goma inflable- en el que llegamos al muelle o a veces a la playa. Al pisar esa nueva arena, empieza otra aventura. Estas no son vacaciones por eso no nos comportamos como si tuviéramos dos semanas para aprovechar todo y un alto presupuesto para gastar. Este es nuestro día a día y las exploraciones son distintas: a pie o en buses locales. Así conocemos de cerca cómo vive la gente del lugar e interactuamos con ellos como si no fuéramos turistas sino parte del sitio.

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El día es solo nuestro. Lo empezamos como queremos, sin apuros, practicando yoga o pescando, durmiendo un poco más, desayunando con calma, surfeando, caminando por la playa, haciendo snorkel, recorriendo montañas y bosques que rodean las playas. Tenemos tiempo para hacer las cosas que, para nosotros, son importantes, como ayudar a las comunidades, recoger basura de las playas, crear cosas nuevas: alfombras, individuales y portavasos con tapas de cola que encontramos en la arena. Es una vida simple, pero llena de vida.

En un velero no solo se aprende sobre navegación sino sobre uno mismo, cómo lidiamos y reaccionamos en diferentes situaciones. Estamos solo los dos y el mar, y sabemos que tenemos que confiar en nuestra capacidad de reaccionar rápido o solucionar cualquier problema que se presente, desde un vaso roto hasta un viento muy fuerte.

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La vida en un velero es más simple y tranquila, pero también más laboriosa. Las actividades más banales como lavar la ropa o los platos involucran largos procesos que requieren mucha paciencia. Un día nuestro no se diferencia mucho al de alguien en tierra firme: cocinamos, limpiamos, dormimos, leemos, vemos películas, chequeamos Internet. Al mismo tiempo, nuestra vida es abismalmente diferente a quienes viven en tierra: saltamos al agua, nos refrescamos a cualquier hora del día, tenemos noches sin poder dormir cuando el bote se mueve demasiado por las olas o viento, y nos entretenemos con los delfines nadando cerca de nosotros mientras vemos la caída del sol.

Por ahora no tenemos un plan bien definido sino una idea vaga de a dónde queremos ir y en cuánto tiempo. Y esto varía todo el tiempo, depende de cuánto nos guste un lugar. Aquí en el Caribe de lo único que debemos estar pendientes es de la temporada de huracanes, que empieza en junio. Para esa fecha ya estaremos por las islas del sur conocidas como las ABCs (Aruba, Bonaire y Curacao) que están fuera de esta zona de peligro.

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Vivir en un velero está lleno de experiencias hermosas. Las que más disfrutamos son la libertad de movernos cuando queramos a dónde queramos -considerando el clima siempre- y la gente que conocemos. En cada nuevo puerto, anclamos al lado de un bote diferente. Siempre tenemos nuevos vecinos. La mayoría son agradables y se convierten en buenos amigos. Pocos no lo son pero eso lo solucionamos alzando el ancla y moviéndonos un poco más lejos. La variedad de gente que hemos conocido es extraordinaria: diferentes edades, países, rutas y estilos de viaje. Hay un grupo de cruisers, casi siempre de Estados Unidos o Canadá, que llegan al Caribe solo por la temporada (diciembre a mayo). Algunos dejan sus botes en las islas del sur mientras duren los huracanes y vuelan de vuelta a sus países a pasar el verano, para regresar y repetir la travesía cada año. Otros han cruzado el Atlántico desde las Canarias o Europa y están recorriendo las islas por una temporada o más. Hay quienes tienen grandes planes de circunnavegación. Y nosotros con nuestra ruta personal: cruzar el canal de Panamá entre junio o julio de este año, llegar a Ecuador antes de diciembre para pasar navidad con la familia, Galápagos en febrero y cruzar el Pacífico en abril. Luego de atravesarlo, estaremos en una de las zonas con las que hemos soñado por mucho tiempo: las Islas del Pacífico Sur, el paraíso de los surfistas y navegantes que buscan lugares más remotos y naturales. Y de ahí empezaremos un nuevo capítulo. Tal vez en el camino encontraremos un nuevo hogar o quizás este estilo de vida continuará por muchos años más.

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Yo vivo y viajo en un velero y gracias a esto llevo una vida llena de momentos increíbles, rica en tiempo, conectada con la naturaleza y abierta a nuevas personas y situaciones. Este artículo es el primero de varios (quien sabe muchos) sobre esta travesía. Esta vida que comenzó siendo tan extraña y un poco loca se está tornando en algo normal, más fácil, algo hasta duradero.