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En la calle aprendimos a jugar fútbol, a montar bici, a jugar rayuela. En la calle también estallaron fenómenos sociopolíticos como Mayo del 68 en París, la revuelta de los Forajidos en Quito, y las protestas en Brasil por el costo de los pasajes de transporte público. En la calle sucede la vida. Pero en los últimos tiempos, en Ecuador, esta se ha convertido en un lugar inseguro, con un aire de desencuentro, fragmentado -literalmente y en el imaginario colectivo-. Las calles están enfermas y es necesario buscar cómo curarlas. 

Como toda enfermedad tiene algunos síntomas: los accidentes de tránsito que incrementan, la contaminación que cada vez es más perceptible y la congestión que nos inmoviliza. Cada año en el mundo, más de dos millones de personas mueren y otros cincuenta millones resultan heridos por los accidentes de tránsito: es considerado una pandemia mundial. La contaminación del aire derivada del transporte y la generación de energía provoca casi cuatro millones de muertes cada año. Y en el mismo periodo, tres millones de personas mueren por el sedentarismo, que tiene como una de sus causas a la congestión vial: los conductores y pasajeros pasan demasiado tiempo en vehículos.

Muchos urbanistas brillantes, como Jane Jacobs y Jan Gehl, han señalado las causas de estos problemas y como doctores -con inteligencia y vocación- diagnosticaron que nuestra enfermedad se llama “Carro”. A finales de los sesenta, Donald Appleyard -urbanista, teórico  y profesor en la Universidad de Berkeley-, realizó un innovador estudio vigente hasta hoy. Comparó tres calles similares -del mismo ancho, con la misma cantidad de edificios y el mismo número de gente viviendo ahí- pero con diferentes flujo de tránsito, y estableció que mientras más flujo de vehículos motorizados haya, menos interacción social y conocimiento espacial del barrio tendrán sus habitantes. Es decir que entre más tráfico vehicular, menos lazos de amistad se entabla entre vecinos, y existe menos conocimiento de los problemas del sitio donde vivimos. Así, los vehículos funcionan como muros: reducen las oportunidades de conocernos entre nosotros, de intercambiar productos, servicios o favores, y hasta experiencias.

Imagen  El Efecto De Trafico Vehicular En La Interaccion Social. Tomado Del Reporte De Donald Appleyard And Mark Lintell La Calidad Ambiental De Las Calles De La Ciudad  El Punto De Vista De Los Residentes Publicado En 1969 0

Imagen: El efecto de tráfico vehicular en la interacción social. Tomado del reporte de Donald Appleyard and Mark Lintell, La calidad ambiental de las calles de la ciudad: El punto de vista de los residentes publicado en 1969

 

Estamos enfermos de Carro y es una pandemia que al parecer tiene cura pero no nos atrevemos a aplicarla. Al contrario, insistimos en enfermarnos más. La idea de la ciudad “moderna” promueve construcciones que propagan el virus: grandes avenidas con pasos a desnivel, túneles, usos de suelo separados y más de un auto en el garaje. En el siglo XX, las urbes se expandían hacia los suburbios, y los centros históricos, algunos con barrios tradicionales de una riqueza cultural enorme, se vaciaban de personas o se convertían en zonas de paso para vehículos motorizados. Esta conformación urbana con usos de suelo homogéneo se popularizó en el mundo y convirtió al vehículo privado en la única alternativa para conectar estos espacios. Basta ver Los Ángeles, Houston, Brasilia o México. Las urbes ecuatorianas no están tan lejos de eso. Las más pobladas presentan problemas crecientes de conectividad entre sus conurbaciones: Cumbayá, Los Chillos o Calderón con la zona comercial del centronorte de Quito, y  Samborondón o Durán con el centro de Guayaquil y sus zonas de empleo. Como resultado, la segregación espacial afecta a las clases populares por que reduce sus oportunidades de acceder a servicios de salud, zonas de empleo, educación o entretenimiento. 

El paradigma de la ciudad moderna, entre otras cosas, provocó que llenemos las calles de autos y las vaciemos de personas. Las soluciones -o la cura- a este problema son complejas, pero las tenemos a la mano y surgen de una idea sencilla: lo técnico y lo político deben balancearse. El cambio de orientación de la política pública es indispensable. A una escala macro se debería gestionar y promover la diversidad del uso de suelo, equilibrando la cantidad de trabajos, hogares, escuelas, comercios, emprendimientos productivos y puntos de recreación, y así reducir las distancias de viaje. Esto ayudaría a incrementar la accesibilidad para quienes no pueden pagar arriendos en zonas exclusivas de las ciudades cercanas a las oportunidades. Con esto, se reduce la necesidad de viajes motorizados -y con ella la contaminación-, se promueve el comercio, la diversidad y el tejido social, y nos acercamos un poco más a la sostenibilidad urbana.

A una escala más pequeña, el diseño de las calles debería alentar la caminata y el pedaleo. Con un tráfico pacificado, aire limpio y espacios urbanos de calidad. Así se promovería comunidades vibrantes que se reúnen a disfrutar del espacio público, pero también a discutir los problemas del barrio, y por qué no, generar procesos de participación ciudadana. 

Con el cambio de orientación en la política pública y la visión de nuestras comunidades, debería surgir una tendencia: la toma de decisiones basadas en evidencias. La investigación y la generación de conocimiento adaptado a la realidad ecuatoriana es muy pobre. Una política pública fortalecida por la evidencia podría ofrecer mejores oportunidades para el éxito y también minimizaría el (ab)uso político de los grandes y pequeños proyectos urbanos.

Existen cientos de propuestas y aquí escribo tres que podrían convertirse en estrategias: a) Acelerar el cambio de paradigma entre los ciudadanos y los políticos de turno. Las carreteras y vías rápidas no son símbolo de progreso; las ciudades amigables con un transporte público, llena de peatones y ciclistas, sí. b) Pasar a una toma de decisiones basada en evidencias. Balancear las decisiones políticas con la técnica y la evidencia. Hay que minimizar el maniqueo político de las decisiones del transporte y la movilidad en nuestras ciudades. c) Participación ciudadana. Informar no es participar, la construcción de procesos participativos es un tema complejo pero entre más involucrada esté la ciudadanía mejores resultados se obtendrán en la creación de política pública. 

La sociedad ha hecho tantos esfuerzos por alcanzar una modernidad ilusoria: se han entregado tantos recursos para al vehículo privado que nos olvidamos que el viaje es tan importante como el destino. El barrio hace la ciudad y por eso debería estar lleno de gente saludable en las calles. Recuperar el sentimiento comunitario donde los niños jueguen en la calle, los vecinos compren en las tiendas locales, los ancianos se reúnan en las plazas, debe ser el nuevo paradigma y la medida del éxito de una ciudad. Hasta tanto, las calles están incompletas y enfermas de Ca(ta)rro.

Bajada

Y conocemos la cura pero no nos atrevemos a usarla