Al llegar a un lugar desconocido, nuestros sentidos se intensifican, y en Sintra, también se fusionan. La vista y el tacto se vuelven uno y sentimos que tocamos lo que observamos. La estructura de esta ciudad en Portugal, a treinta minutos al oeste de Lisboa, permite palparla con la mirada: es un pueblo con tres imponentes castillos de piedra rodeados de frondosos bosques.
La primavera, como si respondiera a un orden natural, es la primera textura que aparece: robles, arces, pinos marítimos se unen en un bosque pesado. Todo verde. Hay árboles de troncos altos y rectos, que dan sombras en el camino, y otros pequeños, llenos de flores. Lo natural encierra a tres castillos de distintas épocas: el de Moros, de la Peña y Regaleira.
El de Moros es el más antiguo, fue construido en el siglo IX por los moros musulmanes y aunque está en ruinas, conserva su muralla firme de piedra. Ese muro que sobrevive mira hacia el mar, desde ese espacio se puede ver el agua de un lado y la pequeña ciudad de texturas, del otro. El otro castillo es el Palacio de la Peña, una edificación que resalta por sus muros rojos y amarillos que contrastan con el verde del cerro donde fue construido, en el siglo XIX. La Peña tiene un estilo ecléctico: arcos góticos y árabes que se mezclan con azulejos y figuras barrocas sobre las paredes. Y el último castillo, el Palacio da Regaleira es el más moderno: fue construido en el siglo XX. Es de piedra y de estilo neomanuelino, ese tipo de arquitectura que fue muy popular en Portugal en el siglo XVI y que une las formas del arte gótico, renacentista y mudéjar. Su creador, Antonio Augusto Carvalho, era católico y masón y diseñó su palacio inspirándose en la Divina Comedia de Dante Alighieri: arcos góticos, gárgolas, figuras religiosas -la cruz de la Orden de Cristo y mitológicas-, las quimeras que decoran una de las terrazas.
El castillo está sobre un patio muy grande: los Jardines da Regaleira. Están atravesado -desde su parte más abaja a su parte más alta- por un camino ancho, de tierra. En las parte de arriba y abajo se repiten otros elementos que Carvalho incluyó en su palacio: dos santuarios -uno para la Santísima Trinidad y el otro para Leda, la mujer por la que Zeus se convirtió en cisne-, un pozo de nueve pisos -símbolo de los pisos del infierno de Dante-, nueve estatuas de dioses grecorromanos, un estanque junto a una cascada, dos fuentes de agua, rocas naturales y varias grutas y túneles que comunican a toda la quinta de forma subterránea. Recorrer este jardín es sumergirse en un cuento fantástico. El musgo se acumula sobre la piedra y crea una alfombra verde, finísima, que a la vista parece terciopelo. Las rocas tienen huecos que parecen ojos infinitos, por donde se cuela el frío, pero no la luz. Algunas forman grutas tan altas que se puede entrar en ellas, como estrechísimas cuevas. El agua del estanque está detenida y sostiene restos de hojas, algas flotantes y flores amarillas que ensucian el reflejo de un puente. Para llegar al estanque que está en el centro del castillo, hay que caminar bajo las rocas, por un túnel sinuoso. Al final, como una cortina, aparece la parte de atrás de una cascada que cae desde la superficie de estas rocas. Hay un atajo para no mojarse y luego piedras planas dispuestas en el estanque como puente para atravesarlo. Cuando construía la quinta, Carvalho trajo plantas de todas partes del mundo. En el jardín hay arbustos, flores rosadas y moradas, helechos y enredaderas que viven junto a los muros de piedra, cactus, palmeras y los árboles nativos de Sintra. Unos son altos y de troncos delgados, de muchas hojas, hay ramas que aún no han florecido… todo termina en un juego de luz y de sombra que al igual que las estatuas y figuras mitológicas acompañan a los turistas.
Afuera del Palacio da Regaleira, se recupera la quietud de Sintra, y las texturas se siguen descubriendo. Desde las calles, las fachadas de las casas aparecen de un solo color pero de cerca se ve el detalle: son azulejos de distintos colores con figuras de flores y con curvas que crean patrones. Parece que las paredes estuvieran hechas de mullos o piedras preciosas (verdes con azul, amarillo con anaranjado), pero en realidad son baldosas lisas que retienen el brillo del sol aunque se mantengan frías. Hay azulejos que cubren paredes enteras y otros que forman franjas para decorar las casas. La ligereza de las baldosas contrasta con los muros de los castillos: anchos, oscuros y llenos de musgo.
La mayoría de la casas están pintadas de blanco con azul, rojo, o mostaza y combinan el liso de sus paredes con las columnas y estructuras de piedra. Los techos son de teja y las puertas, de madera vieja, de colores que contrastan con los marcos de las ventanas, blancos siempre. Casas de un cuento fantástico.
En el centro de la ciudad está el Palacio Nacional. Desde cualquier punto alto de la ciudad, sus cúpulas resaltan por su forma y pureza: son dos conos invertidos, completamente blancos, rodeados de tejados color ladrillo. Las calles de Sintra son empinadas, de piedra y calçada portuguesa. Esta técnica para pavimentar usa pequeños adoquines blancos y negros de formas irregulares, son una tradición de Sintra: empezó en 1842 y se mantiene hasta hoy.
En Sintra, las texturas se sienten con la mirada. La vegetación mediterránea, combinada con la piedra antigua, el cemento y los azulejos, y el juego de estos materiales con el sol, hacen que esta ciudad sea visual. Los ojos son la puerta al resto de sentidos, a través de ellos nacen otras sensaciones. La más intensa y la que perdura en la memoria, sin embargo, es la de la vista. Es esa sensación de aún sin haberla palpado, poder sentir la ciudad como una textura tocada con la mano.
O cómo se toca -con la mirada- esta pequeña ciudad portuguesa