En Salango, el mar, la tierra y Alfredo Pincay tienen secretos. Hace más de veinticinco años, bautizó como El Delfín Mágico al restaurante que abrió en esa pequeña comuna pesquera del Pacífico ecuatoriano. El arqueólogo estadounidense Presley Norton le había prestado ocho mil sucres (al cambio de hoy: treinta y dos centavos de dólar) para que cerrara su panadería y se dedicara a darle de comer a los investigadores y exploradores que le sacaban el secreto a la tierra a paladas: buscaban rastros de las culturas precolombinas de la zona. El secreto que el mar guardaba se parece a la garra de un monstruo marino. Es un crustáceo llamado percebes, y en Salango nadie sabía que en otras partes del mundo –especialmente en España–, es considerado una exquisitez, hasta que un gallego le enseñó a Alfredo Pincay a prepararlos, curarlos y, sobre todo, preservarlos. Ese es el secreto que el dueño de El Delfín Mágico se niega a revelar.
El Delfín Mágico es un restaurante lento –como de slowfood involuntario. Su único handicap es la demora en el servicio, así que lo ideal –lo que recomiendo– es ir entre semana, lejos de los feriados, cuando está casi vacío. El Delfín Mágico se ha tomado la casa de la familia Pincay: Cuando empezó, eran cuatro mesas para quince personas en el pórtico. Hoy ocupa toda la planta baja y entran ochenta, y acaba de inaugurar una terracita con hamacas que dan al parque central del pueblo. Tiene una carta consistente, en la que se extraña la concha spondylus, en veda perpetua desde finales de 2009. Los scallops en salsa de maní, sin embargo, ayudan a sobrellevar la nostalgia.
Hay unos langostinos reventados que –sin exagerar– saben bien hasta las antenas. En el restaurante emblema de Salanago no usan pimienta, ni comino, ni achiote. “Todo se cocina en un agua a base de hierbas y ajo” dice Alfredo. En la carta hay ocho tipo de pescados, que él –al igual que todo lo demás– elige directo de la pesca. “Yo fui pescador” –explica el hombre que abrió el Delfín cuando tenía veintiocho años, en 1988– “y sé qué vale la pena y qué no”. Se sienta en la mesa contigua: “El dorado, por ejemplo, siempre debe estar desangrado, porque como es un animal muy bravo, cuando pica el anzuelo, libera una toxina”. Si no se lo desangra, la carne deja un regusto, como si picara en la parte trasera del paladar. Alfredo elige con cuidado de los botes y mercados de la zona lo que su mujer va a cocinar, y sus hijos se encargan del mercadeo y la imagen del lugar. El Delfín Mágico se ha tomado la vida de la familia Pincay.
La joyita de la casa son los percebes que pido siempre como entrada. Llegan por puñados, con sus dedos largos y sus uñas que parecen vitrales. En otros restaurantes, también los sirven, pero no están en su punto: demasiado hervidos –lo que los llena de agua–, y deja al marisco demasiado cauchoso. En el Delfín Mágico, mantienen la firmeza. El animal está cocido, pero suave. Se acompaña con una vinagreta y –como todo lo que vale la pena en la vida– se come con la mano. Es un ritual divertido: cuando se vence la resistencia estética, se toma uno, se tuerce la piel –rugosa y áspera, como la de un dinosaurio prehistórico– en la base del caparazón de colores que parece un mosaico en forma de uña, y se la rompe: una extremidad tubular y lila queda al descubierto. Se la remoja y se la pone en la boca. Es un gesto de erotismo en la mesa.
El percebe en el Delfín Mágico parece fresco, aunque ha sido comprado varios días antes. Ese es el secreto que Alfredo Pincay no revela. Su comida es muy buena, pero lo superlativo del lugar son esos crustáceos que crecen sobre las piedras como mechones robados a Medusa. “Es por cómo los guardo”, me dice Alfredo. Le pido que me cuente cómo los conserva y me dice que el gallego que le enseñó a conservarlo es aún su cliente. No sé si en medio de la conversación ha pasado de un tema a otro, así que insisto con cierta discreción: lo flanqueo con comentarios que llevan veladas preguntas, y –aunque jamás pierde la amabilidad tan propia de la gente de los pueblos costeros del Ecuador– es claro que está pasando por alto esa parte de mi curiosidad. Entonces pregunto de frente. Suspira, sonríe con una media sonrisa –que limita entre la vergüenza y la picardía–, mueve la cabeza –con un gesto breve, que no alcanza a desacomodarle los rizos cenizos que le caen sobre la frente–, y me da su respuesta definitiva “Eso no se dice”. Nos quedamos en silencio, como si el ángel de Luca Prodan pasara por encima: es mejor no hablar de ciertas cosas.
¿Por qué nos comemos con tanto gusto un crustáceo que parece un monstruo prehistórico?