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Unos dicen que fue un dios celoso que, enfurecido, creó las cataratas para matar a su amada y su amante, que huían en una canoa. Otros, que una monstruosa serpiente partió el río con su furia para atrapar al joven que raptó a la chica que debían sacrificar en su honor arrojándola a las aguas. Pero todas las leyendas coinciden en que el origen de las cataratas se debió a Naipú, una bella muchacha que prefirió el amor de un mortal al de los dioses.

El relato llega como un susurro que el viento roba a una guía. Ella conduce a los visitantes por los puentes que, como la serpiente de la leyenda, atraviesan la vegetación y se elevan sobre el agua. Se camina a través de las islas cubiertas por bosques y los ríos que aprecié antes desde el avión que sobrevoló Puerto Iguazú, en la provincia de Misiones de Argentina. El recorrido es exclusivo para las noches de luna llena, cuando el cielo se convierte en un perfecto planetario: no hay nubes que tapen las estrellas ni montañas que rompan el horizonte. Bajo esa perfecta esfera negra se comprueba que la oscuridad agudiza los sentidos: vuelve los olores más intensos, y los sonidos, más nítidos. Mientras la humedad y el frío se complotan para llegar a los huesos con temperaturas que bordean los catorce grados. 

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Iguazú de noche es distinto al Iguazú de día, tan distinto como puede ser una foto a color de una a blanco y negro. Muy distinto aunque sean las mismas 67.720 hectáreas (casi dos veces el tamaño de Guayaquil) que conforman este parque nacional, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Cuando se pierde el resplandor de las luminarias de la estación del tren donde empieza el recorrido, se avanza a ciegas unos metros. Tras unos segundos de total oscuridad, los ojos se acostumbran y descubren una gama de grises que va delineando los bosques que están a los dos lados del sendero. El olfato empieza a percibir el aroma a hojas frescas, tierra y agua. La naturaleza de noche tiene sonidos que el día opaca. Bulle con cantos en distintos tonos: unos tan agudos que parecen silbidos. Se camina sobre varios puentes para viajar a través de este pedazo de selva. Debajo de ellos fluyen fuertes corrientes de agua. 

En la caminata, pronto se empieza a escuchar un rumor que comienza imperceptible y luego se vuelve ensordecedor, como si algo rugiera desde el fondo de la tierra. A lo lejos se ve algo como una nube. Un kilómetro después se manifiesta: es la bruma que emerge desde la Garganta del Diablo, el salto más caudaloso de las cataratas de Iguazú, que humedece el ambiente. Es el final del recorrido por los puentes y la oscuridad, y también parece el fin del mundo. Allí, a unos pocos metros del balcón, un gigantesco embudo se traga lo que parece toda el agua del planeta. La muralla de espuma se pierde tras una caída de agua de ochenta metros. Tan alta, o tan profunda, todo depende de dónde se la mire, como un edificio de treinta pisos. Una diminuta luz brilla al frente, al otro lado, es Brasil. En el medio está ese foso cuyo fondo no se puede ver. Un vacío, una nada que cuestiona entre la bruma y la espuma que lo envuelven todo. Me pregunto qué hay en el fondo. ¿Vive algo en medio de la fuerza de las aguas? Los minutos en ese espacio quedan cortos para entenderlo. Estos misterios los revela el día siguiente en un sinfín de colores que contrastan con el blanco, el gris y el negro de la noche. En el día, la temperatura supera los 30 grados centígrados. A plena luz se ve que allí, en el fondo de la Garganta del Diablo, no está el fin del mundo. Surcan la bruma, valientes y veloces, unas aves de color café o gris. Un cartel explica que son vencejos, el emblema del área protegida. Su vuelo dirige la vista del visitante hacia un ecosistema lleno de vida: la base de la cascada. 

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Otro sendero permite una vista panorámica de la herradura que forman los saltos de agua. Entre el blanco de la bruma, el azul del cielo y el verde de la vegetación, se confirma lo que ya se intuyó durante la noche: Iguazú no es solo la Garganta del Diablo. Iguazú son 275 saltos de agua rodeados de exuberante selva donde abundan las lianas, epífitas y helechos. Un bosque donde viven monos, coatíes, ardillas, tucanes, urracas, zorros, lagartos y tortugas. Los sonidos difíciles de identificar por la noche se revelan durante el día: cada animal interpreta su música.

3 Maria Jose Tamariz

Una leyenda guaraní que explica el origen de las cataratas de Iguazú dice que, después de atrapar a Naipú y su amante, la serpiente lo transformó a él en los árboles que rodean las cascadas, y a ella, en el agua. Desde la Garganta del Diablo, el monstruo vigila que los amantes no vuelvan a unirse, pero nada puede hacer para impedirlo cuando aparecen los arcoíris que el cielo no escatima. Son siete colores que maravillan de día, que, sin embargo, no compiten con el blanco y negro que hipnotizan de noche. 

 

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Las cataratas también encantan por la noche

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