A la hora y a la edad en la que Jorge Luis Borges se levantaba para ir a su trabajo en una biblioteca municipal, Samanta Schweblin abría la puerta del castillo en el que vivía y salía a trotar. Así eran las mañanas de la escritora argentina en Umbría, una provincia del centro de Italia: rodeada por una tribu de árboles y una campiña, escuchando música en sus auriculares, lanzada a la soledad de una ruta angosta, casi personal. Dos meses vivió ahí, dos meses vivió así: una beca –la Civitella Ranieri– la había nombrado princesa fugaz.

La Escritora que Trota tenía 32 años y dos libros de cuentos (El núcleo del disturbio y Pájaros en la boca) cuando el primer sueño de toda niña le llegó: vivir en la torre de un castillo –en este caso– del Siglo XIV. Desde 1995, la beca Civitella Ranieri concede deseos así: sin obligación de publicar, más de 500 artistas plásticos, músicos y escritores han vivido y producido en aquel castillo y aquella ciudad. En aquella ciudad, la Escritora que Trota vio una mañana que un auto destartalado se le acercaba. El auto frenó a su lado, y ella, que había intuido el desenlace, lo imitó: se frenó, se sacó los auriculares, se agachó, miró por una de las ventanillas. Miró, calculó: en el auto había una pareja de su edad.

–¿Vives acá? –le preguntó en inglés la mujer, señalándole el castillo. El primer reflejo de Samanta fue sonreír. Después le dijo la única respuesta que se le había ocurrido:

–En verano, nada más.

“En ese momento pensé que para esos turistas extranjeros yo no parecía ser extranjera, sino una rica heredera italiana, millonaria, feliz, exenta de las perversidades del sistema, libre para leer y escribir y viajar y comer y dormir todo lo que quisiera –recordará la Escritora que Trota, años después, en un mail–. Entonces me dije a mi misma: éste es tu momento de gloria, esto es lo que podrías ser para ojos de otros, aunque sea por un breve segundo. Fue uno de los mejores días de mi vida”.

A la Escritora que Trota le había pasado lo que antes y después sucedió con su literatura: los lectores sufren el engaño de sus imágenes, las cargan de sensaciones y sueños y miedos que estaban en ellos. Samanta Schweblin no es rica, no es heredera, no es millonaria ni italiana: es una argentina que nació en Buenos Aires, una cuentista que por premios y becas vivió dos meses en un castillo de Umbría, otros dos meses en Shangai, cuatro en Oaxaca, que desde el 2013 está en Berlín, y cuyo arte nos empuja a las preguntas más peligrosas, que son las más básicas también. Por qué actuamos como actuamos, cómo nos vemos, a qué le tememos, qué quedaría si nos limpiaran de nuestras culpas y nuestra educación, cómo reaccionaríamos si nos tiraran en un escenario en el que no podemos actuar según nuestras costumbres y nuestro historial. A Samanta Schweblin le gusta hacer zapping con nosotros, le copa resetearnos, obligarnos a repensar. Así ha contado ella que piensa su literatura y así nos deja tras haberla leído, abandonados al vacío de nosotros mismos.

Nosotros, mano a mano con ese temblor que solemos callar.

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Samanta Schweblin tiene ahora 37 años y hace sólo siete que se dedica exclusivamente a la literatura: a enseñarla, en universidades y en su casa, y a escribir. Publicó su primer libro a los 24 años y el segundo, siete años después. El primero se llama El núcleo del disturbio y el segundo, Pájaros en la boca. El primero ganó el primer premio del Fondo Nacional de las Artes –además de elogios y abrazos que ella no esperó. El segundo vino con más elogios, más abrazos, y un premio que tampoco planeó: el Casa de las Américas, una tentación a la posteridad que el argentino Abelardo Castillo y el chileno Antonio Skármeta ganaron en los 60, el uruguayo Eduardo Galeano en los 70, Juan Gelman, Juan Villoro e Idea Vilariño en la primera década del 2000. Ella lo ganó en el 2008, y desde entonces tuvo su propio boom: la editaron en 22 países, la tradujeron a 11 idiomas, la revista británica Granta eligió en 2010 a los 22 escritores hispanos Sub35 que más le interesaban, y ella estaba ahí. Pero Schweblin sobrevivió. En 2012, su cuento Un hombre sin suerte se llevó el último Juan Rulfo, y en abril de 2015, su nuevo libro, Siete casas vacías, ganó los 50 mil euros del IV Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, de la provincia de Burgos, en España. Ochocientas cincuenta y seis obras enviadas, escritores de treinta y dos países: ganadora, la Schweblin. Los siete cuentos de Siete casas vacías se publicarán a fines de mayo en España, mientras que a la Argentina llegarán durante nuestra primavera, cuatro o cinco meses después.

“Todos los miedos y las monstruosidades que pueden pensarse alrededor de la maternidad, la paternidad, la adolescencia y la infancia son mis temas –detalló la escritora en el mismo mail en el que había contado la anécdota del castillo–. Siempre los había asociado con géneros y literaturas que me interesaban menos, y tardé en darme cuenta que, incluso desde lo extraño, lo onírico, el terror, lo oscuro, yo siempre hablaba sobre eso: las relaciones familiares”.

Y sobre las relaciones familiares trata, entre otros temas, Distancia de rescate, su último libro, su primera novela, publicada en octubre de 2014.

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Yo me enamoré de la literatura por los latinoamericanos, por Di Benedetto, por Bioy, por sus mundos, sus atmósferas, pero aprendí a escribir con Carver, Cheever”.

Las comillas sucedieron en muchos tiempos y lugares, en un bar de Buenos Aires, en aulas y en el living de su casa, hace cinco años y hoy, en su taller de cuentos y en una charla ocasional, en mails escritos desde Oaxaca y Berlín.

“Yo tomo el lenguaje híper transparente de los norteamericanos para contar algo muy latinoamericano. Mi intención es ésa”.

Su intención es que haya tensión, velocidad. Schweblin es una escritora difícil de reconocer, difícil de detectar. Schweblin no tiene estilo porque todos los estilos son su estilo; la historia es su estilo.

“El lenguaje es fundamental, pero es fundamental porque yo no quiero que se vea”.

Así que primero está la historia, historias como la de un hombre que no puede irse de una ciudad porque no tiene cambio para comprar un boleto de tren (Hacia la alegre civilización de la capital), historias como la de una hija adolescente que come pájaros (Pájaros en la boca), historias como la de un hombre que deja avanzar, despreocupado, un peligro que lo cerca (El cazador), o historias como la de otro hombre que mata a su mujer, la mete en una valija y su terapeuta transforma el hecho en una obra de arte (La pesada valija de Benavides).

“La normalidad es un invento. La normalidad es uno de los géneros más fantásticos que existe”.

Entonces hay que elegir una imagen, una imagen que haya vivido cualquiera, un bar al costado de una ruta, por ejemplo, como en el cuento Irman, y forzarla hasta que se pixele. Eso –eso– hacen los cuentos de Schweblin: pixelar la normalidad, quebrarla; denunciar lo prejuiciosos, miedosos, ridículos y brutales que podemos ser.

“Porque mi obsesión siempre fue que vos sientas lo que yo he sentido. Las historias son una excusa argumental para comunicar un estado anímico, una sensación precisa que se queda anclada en uno, como una espina”.

Y la espina de Distancia de rescate fue lo sagrado que son las relaciones y el tiempo con el que contamos. Y que lo importante es entender, darse cuenta de que lo peligroso, lo que podría matarte, ya no es algo tan fácil de identificar.

Esto último también podría haber ido entre comillas: lo escribió ella, en otro mail.

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Antes de trabajar con las palabras, la Escritora que Trota también trabajaba con las palabras: en 2001, mientras estudiaba la carrera Imagen y Sonido en la Universidad de Buenos Aires, una amiga profesional le enseñó a posicionar palabras en Google. Antes de hacer trampas con sus cuentos, la Escritora que Trota hacía trampas así: después de haberse puesto una agencia de diseño, no importaba en qué ciudad alguien escribiera “diseño de logo” o “diseño web”, siempre aparecía primera la empresa que ella fundó.

–Podría llamarla mi época de oro. Ganaba buena plata y todo apuntaba a que sería algo así como una empresaria.

Las comillas son ahora guiones porque estamos a la mesa de un café. Las cucharitas sobre los pocillos, voces de animalitos en una cueva: un café.

–Pero por esa misma razón, cada vez escribía menos, casi no me quedaba tiempo y sufría mucho estrés. Me partía los dientes del bruxismo que tenía.

Cada persona tiene un gesto, un reflejo, y el de Samanta es sonreír.

–Hasta que en 2008 me llegó mi primera beca, para irme a vivir a México. Bajé la persiana sin dudarlo. Y nunca me arrepentí.

Cuando sonríe, cuando cuenta algo que le pasó, Samanta exuda optimismo. Se escribe Samanta y no Schweblin, porque Schweblin es su otra personalidad, la que se calza el antifaz de héroe para salir en los diarios: la oscura, la que se sienta a escribir. Leerla y conocerla es sentir un cruce. Y en un cruce se monta también el clima de su último libro, Distancia de rescate.

–Siempre me enganchó la escena con la que comienza la historia, cuando Amanda y Carla están rondando la pileta, en bikini y ojotas, entran al coche y conversan con las ventanas abiertas, sin encenderlo nunca, sufriendo el calor y el perfume del protector solar. Me gustaba el clima extraño que generaba contar una historia tenebrosa en ese espacio aparentemente superficial y veraniego.

La historia es tenebrosa porque algo le sucedió al hijo de Carla, que se llama David, y no sabemos qué es. La historia es tenebrosa porque lo que le sucedió a David puede sucederle a Nina, la hija de Amanda, y todavía, pese a que leemos y avanzamos, no sabemos qué es. Distancia sucede en una ciudad de veraneo –pileta, bikini, sol– cuyos campos de cultivo han sido trabajados con transgénicos, agroquímicos. Antes que a sus hijos, algo le había sucedido a la ciudad: algo le sucede a la ciudad. Distancia versa –entre otras cosas– sobre la imposibilidad de controlar lo que nos rodea.

–Algo terrible, ¡terrible! –se entusiasma Samanta–. Aunque a veces no alcance, hay soluciones precarias para casi todo: si estás contra el maltrato animal te hacés vegano, si te avivás del veneno que suponen hoy en día las harinas y el azúcar cambiás tu dieta, si te das cuenta la cantidad de enfermedades cardiovasculares que están relacionadas con el sobrepeso bajás unos kilitos. Pero ante los agroquímicos y los transgénicos no hay mucho que pueda hacerse. No hay manera de controlar los procesos que sufre nuestra comida, toda la comida, la del súper, la del chino, la de la dietética, la de la granja BIO. Ya no alcanza con leer los ingredientes.

–Agroquímicos, transgénicos, y tu tema principal: las relaciones familiares. Una madre que teme por su hija.

–Ésa fue una de las sensaciones que quise transmitir: el descubrimiento terrorífico de ese hilo que nos ata a los que más queremos. Como el hilo de pescar: es tan fino que casi no se ve, pero puede cortar, puede ahorcar, puede pescarte y sacarte para siempre de tu entorno más natural. Es un cordón umbilical de vida, y es también una trampa peligrosa.

–La explicación del título es genial.

–Es una explicación de Amanda, la mamá de Nina. Nina está cerca de la pileta y Amanda la mira desde el auto, calculando cuánto tardaría en llegar si Nina se tirara o se cayera. A eso lo llama “distancia de rescate”.

–¿Suelen leerte tus familiares? ¿Tus abuelos, tu mamá?

–(se ríe) Sí, sí…

–¿Hubo algún cuento, o alguna escena de algún cuento, que haya disparado una charla con ellos? ¿Qué te dicen?

El cuento En la estepa puso furiosa a mi abuela. Algo le habrá tocado, una fibra muy íntima que yo no alcanzo todavía a deducir.

–¿Enojo real, o enojo de ficción?

–Prácticamente me echó de la casa.

–¿Por?

–No sé, ¡y eso que nos adoramos! Tengo suerte en ese aspecto con mi familia. Somos pocos, lo cual ayuda, y todos leen lo que escribo pero se mantienen sabiamente a un costado. Es raro sí cuando, temerosa porque se reconozcan en algunos cuentos, pasan por alto lo que para mí es más evidente y en cambio encuentran otras cosas. Se ve que es más fácil eso que verse a uno mismo.

“Se ve que es más fácil eso que verse a uno mismo”, dice Samanta, apelando a la Schweblin.

A nuestro temblor interno.

El vacío que solemos callar.

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En Siete casas vacías –su nuevo libro– estará el cuento que ganó el premio Juan Rulfo: Un hombre sin suerte. Un accidente, una familia, una niña y un hombre son los protagonistas secundarios de la historia; los primeros, como siempre, las apariencias, la tensión. Un hombre sin suerte –o al que eso le gustaba aparentar– fue justamente el primer maestro artístico de la Schweblin.

–Mi abuelo. Alfredo de Vincenzo, mi abuelo materno.

Samanta cruza las piernas en el pupitre de un aula vacía.

–Era pintor. Mi casa era la típica casa de clase media, con su bibliotequita, así que mi influencia más importante fue la de él. Salíamos a pasear dos veces por semana y era genial, genial, porque siempre había una cátedra en los paseos.

–¿Cuál?

–Cómo ser artista.

Desde la heroica altura de un abuelo, el pintor Alfredo de Vincenzo le enseñaba a su nieta que todo artista tiene un destino irremediable: sufrir. No había artista, no lo había, que no la pasara mal, muy, muy mal.

–¡El artista debía aprender a ser fuerte, a vivir solo, en una completa desdicha!

Así que el pintor Alfredo de Vincenzo le enseñaba a su nieta cómo sobrevivir. A viajar en tren sin boleto le enseñaba, o a cómo ser invisible en la ciudad: en algunas tardes de feria, el abuelo pintor le señalaba una antigüedad a la nieta. El gesto venía con una misión: la nieta -artista irremediablemente sufrida- se la tenía que robar.

La realidad ya estaba adentro de una ficción.

–Una vez me llevó a ver Esperando a Godot. Fuimos, la vimos, todo bárbaro, impresionante, y apenas salimos, los dos tipos que esperaban a Godot eran amigos de mi abuelo; o sea: yo estaba cenando con los dos tipos que una hora antes habían estado esperando a Godot. ¡Y tenía 12 años!

En el inmenso taller de grabado del abuelo De Vincenzo, Samanta tiene –ahora– cinco años. Están los dos acodados a un escritorio. Sentada con ellos está Liliana: la mamá de ella, la hija de él. Con los recortes de papel que le sobran de su trabajo, el abuelo hace lo que ya hizo muchas veces: cose e inventa un libro. Se lo da a Liliana. Las páginas están en blanco. Mientras Liliana le acerca un lápiz al libro, Samanta le empieza a dictar.

–Fueron mis primeros cuentos.

Todas las biografías debería escribirlas Pierre Menard: sólo él podría descargar a un hecho del pasado de lo que sucedió después. Imposible saber ahora si esos libros cocidos a mano criaron a una escritora. Entonces era una niña, y todas las niñas sueñan más o menos igual.

Quieren ser princesas.

Vivir, algún día, en la torre de un castillo; rodeada de una tribu de árboles y una campiña, lo más cerca posible del cielo.