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El ser humano gestualiza cotidianamente todo lo que siente, aunque no se dé cuenta. En la danza y sobre todo en el género Butoh se profundizan estas expresiones. En la obra Ñela Ayun -que en lengua mapuche significa “mis ojos se cerraron para ti”- los movimientos parten desde el sentir femenino hasta el cuerpo del maestro Lobsang Palacios. El hilo narrativo, con estrepitosos y profundos cambios como la alegría y la desesperación repentinas, nos lleva a transitar por el cuerpo de la mujer, en lo que hacemos y lo que dejamos que hagan con él. Este montaje que se presentó en Quito en marzo pasado, se nutre de esa violencia y nos muestra escenas cotidianas que nacen de la observación del artista a su entorno.

La obra

Ñela Ayun es una obra que no necesita palabras, pues las gestualizaciones verosímiles dan cuenta de las sensaciones. En su primer acto, un cuerpo semidesnudo y blanco, vestido con una falda negra que tiene apliques de colores y que le traspasa la rodilla, camina por el escenario. Tiene en sus manos una fuente, quizá prepare la cena. Un par de ojos imposibles de evadir, nos dan la bienvenida a lo que parecía ser una fiesta. En una casa impecable, él se mueve al ritmo de Los Hermanos Arriagada: ‘La casa nueva’ -compuesta en 1976- que dice… “Déjame bailar contigo la alegría linda del último vals… amor, amor, amor”. Sonríe ampliamente.

En medio de la obra, la falda -con la que caracteriza su personaje- es testigo de la violencia más espantosa, de la intromisión al cuerpo desde la ferocidad del deseo carnal. Ese cuerpo blanco y cadencioso ha dejado de estar vivo, ha caído varias veces de bruces. La sangre brota de la garganta, sus pies ya no intentan volar, se arrastran y retuercen con el dolor de la violencia sexual.

La fuente donde preparaba la cena, ya no es más la misma, alberga ahora litros de sangre y dientes caídos tras la podredumbre de la vida. El dorso contrae las sensaciones de nostalgia y rabia. Explota. “Hay un sortilegio oscuro que escapa mi destajo” recita una mujer en off, cuando el personaje cambia bruscamente sus facciones, su mirada se ha teñido de rojo desesperante. Ya no sonríe. Sus caderas dejan de ser sensuales y toman posición de huida.

Al borde de la mesa como del precipicio, llora y cubre sus ojos. «Ñela Ayun» señala a los culpables, a todos los que estén del otro lado y callan. Al final decide terminar con todo. Un hilo rojo envuelve su cuello y es la puerta de liberación al desespero. Es posible pasar de la alegría y la fiesta a la tragedia más cruda en treinta minutos.

El artista

“Para hacer danza Butoh hay que ser sincero, extremadamente sincero”, dice el bailarín chileno -quien vino a Ecuador para ser parte de un festival de danza y brindar seminarios- mientras toma con sus manos un maquillaje blanco líquido y lo vierte sobre su cabeza rapada. Es necesario un espejo, la mirada y la cotidianidad necesitan reflejarse.  Para él, este montaje es ese reflejo necesario. Lobsang de treintaitrés años, lleva quince haciendo danza Butoh en Chile, aunque a los doce sus intereses se inclinaron por el teatro. Hijo de padres hippies, siempre tuvo la libertad de ser él mismo, de expresarse y de hallar las formas de deambular a través del arte. Su paso por el teatro y la danza dan cuenta de ello.

El Butoh le llegó de forma inesperada: vio una puesta en escena de esta danza y quedó atrapado. Este género de danza creado en 1950 por Kazuo Ohno y Tatsumi Hijikata tiene como particularidad el ritmo y el movimiento lento, donde la expresividad es un eje fundamental, de ahí que la sinceridad sea un requisito, porque dice que un ser humano puede camuflarse en la rapidez de los movimientos, pero la gestualización no puede mentir sobre las sensaciones.

La temática de este género de danza es infinita y la mayoría de veces toca aspectos esenciales de la existencia humana como la muerte, el amor, la paz o en este caso la violencia. Nacida desde el miedo causado por las bombas atómicas lanzadas en Hiroshima y Nagasaki. El blanco es su color fundamental, como una especie de tributo a ese horror. Luego de las explosiones de las bombas, las personas asomaban de entre los escombros cubiertas de ceniza, con la cabeza y el cuerpo manchado de ceniza blanca, con los ojos rojos, saltones y aterrorizados. Eran las expresiones de la devastación. Ya a finales de 1980 y comienzos de 1990, el Butoh llega a América Latina, siendo Chile uno de sus precursores.

El interés de Lobsang de afrontar e interpretar temas como el feminicidio desde una visión masculina nace de lo básico: reconocerse hijo de una mujer. Es esa vinculación directa con la vida que se materializa en el útero. Se trata de una búsqueda constante de la vida que tiene como regente a la tierra, que es femenina. Dice Palacios que las mujeres tenemos una pasión indescriptible hacia la danza, que nos envidia, pero que nunca quiso ser una de nosotras, que nos admira desde su «gaydad”. Esta visión sobre lo femenino como la matriz de todo es el motor de Lobsang. Esto incluye a  la ritualidad de su cultura, la Mapuche, que tiene a la luna como un ente de veneración. La luna como la antagónica e inseparable compañera del sol, la eterna e indiscutible relación entre lo femenino y lo masculino. Lobsang, desde el Butoh afronta las sensaciones que emergen de una cotidianidad, denuncia y se reconoce su corporalidad como el canal de la expresión y del arte.

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Lobsang Palacios dicta este viernes 17 de abril el último taller de Danza Butoh en Quito, de 10:00 a 13:oo en el Teatro Ojo de Agua (Manabí N7-78 y García Moreno).

 

Bajada

La Danza Butoh a través de Lobsang Palacios

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