El almuerzo nepalí se sirve en platos de bronce. Es un material noble, limpio, apto para los alimentos. “Es bueno para la salud, para purificar”, me dijo Chandan, el guía que acompañó mi semana en Katmandú. Para probar lo que caracteriza la gastronomía de este país y no enredarse con el idioma, lo más sencillo es decir Nepali lunch. Lo comí dos veces, como almuerzo en una terraza frente a Budanath –uno de los puntos turísticos más populares de Katmandú–, y como cena, en el restaurante Bhojan Grija, que en nepalí significa Casa de Comida. En este sitio, me sirven Raski, una bebida alcohólica fuerte, a base de madera en proceso de destilación, parecida al gin o al vodka, comúnmente confundida con el sake. Después del shot llegan los platos, uno por uno, en diferentes recipientes. En ese momento, como un niño, uno empieza a jugar mientras come.

El plato grande y plano, el principal, tiene bordes altos, como para no regar. Ahí sirven el bhat, un arroz de grano largo, seco, un poco desabrido. Esa falta de sal y emoción se compensa con los acompañamientos. Son cuatro y se sirven separados en pequeños platos hondos. El orden y la combinación la elige el comensal. Es como ser un artista con una paleta que va seleccionando los colores de acuerdo a qué quiere pintar.

En el primero de los pocillos hay tarkari: un guiso de coliflor, zanahoria y vainitas, en una salsa grumosa anaranjada rojiza –un color que se obtendría si mezclamos salsa de tomate con mostaza en las mismas porciones–. Sabe a curry y ají pero no termina de picar. Los vegetales están en su punto: ni crudos ni muy cocinados. Supongo que los hirvieron con vapor pocos minutos.

En el segundo plato hondo hay Masu, unos champiñones cortados en tiras largas sazonados con una crema líquida y picante –se siente la pimienta y el curry– pero, de nuevo, es un sabor soportable al paladar occidental. Su color es rojizo y si no estuviera en Nepal, juraría que es pasta de tomate con unas hojitas de perejil encima que la decoran. Para los carnívoros, en vez de hongos, hay pollo o cordero en trozos pequeños sumergidos en la misma salsa espesa pero sin grumos.

El tercero es ocre, como un amarillo opaco, y no es tan jugoso. La salsa no cubre a los alimentos que están escondidos en ella —como los champiñones o los vegetales en los pocillos anteriores— sino que se ven las arvejas con papas cocidas en una mezcla que lleva comino, chile, ajo, curry. Se llama Alu Tareko. Las papas y alverjas están en su punto: ni muy aguadas ni muy duras. Hasta ahí los pocillos forman un degradé de rojo a amarillo como si fuera un atardecer de un día despejado, y sus ingredientes se repiten: todos tienen cúrcuma y curry, muy similar a la sazón hindú. Nepal está muy influenciado por India, no solo por su cercanía sino porque la mayoría de los nepalíes practican hinduismo, la religión más popular en su país vecino. Las creencias religiosas en oriente determinan la alimentación de sus practicantes: ningún plato tradicional en Nepal es a base de carne de res. Las vacas son sagradas para los hinduistas por eso es probable que en este lado del mundo se encuentren los platos vegetarianos más ricos del planeta. A falta de res, tienen que ponerse creativos.

Alu Tareko

Alu Tareko, arvejas con papas cocidas en una mezcla que lleva comino, chile, ajo, curry. Fotrografía de Isabela Ponce para GK.

El último plato de bronce tiene una menestra de fréjol negro, de grano más pequeño que el de Occidente. Un poco menos cocida —como si fuera al dente—, condimentada con especias más potentes como el jengibre y la cúrcuma. La cantidad de condimentos que le echan anula el sabor de la menestra a la que estamos acostumbrados en Ecuador: con verde, hierbita, un poco de laurel. La variedad y combinación de especias y condimentos da la identidad a estos platos separados, que parecen side dishes pero no lo son, son la esencia del almuerzo o cena. Acá no hay un main dish, la combinación de estos cuatro pocillos más el arroz lo forman pero si el comensal no quiere colocarlos en un mismo plato —el grande—, en teoría, jamás habrá un “plato fuerte”. A primera vista, la gastronomía nepalí se parece muchísimo a la hindú y, aunque tienen similitudes -usan el curry como ingrediente principal, son picantes, predominan los vegetales-, sus sabores están mejor cuidados, como si midieran con más precisión la cantidad de especias en cada preparación. En Nepal, son cuidadosos en todo el proceso de la comida: desde su elaboración hasta su presentación.

La comida nepalí carece de reglas para el comensal. No hay una sola opción. Se puede llenar el plato plano, que tiene bhat, con un poquito de todo, o poner un poco de ese arroz en cada pocillo con las mezclas (casi todas sopudas), o probar pocillo por pocillo. Es como si cada plato fuera una pieza de un rompecabezas que el comensal elige cómo armar. Yo preferí no mezclarlas para identificar los ingredientes de cada preparación, y disfrutarla como platos independientes. Es un almuerzo muy personal, libre, en el que cada textura y sabor se descubre en los diferentes bocados. Una muestra de que los nepalíes lo comen separado es su plato principal -no tan sofisticado-, que se compone de tres: dal-bha-tarkari, que significa lentejas-arroz-vegetales. La lenteja es líquida casi como sopa, el arroz se sirve en recipiente hondo, y los vegetales están cortados con encurtidos y condimentos picantes en otro plato. Al momento de sentarse en la mesa, los nepalíes son la antítesis de los ecuatorianos: nosotros comemos pocas porciones pero grandes, ellos muchas porciones pero pequeñas.

sikarni

El sikarni es yogurt natural, blanco, espeso, un poco grumoso, con trocitos de coco y aroma a pistacho y azafrán. Fotografía de Isabela Ponce para GK

Los nepalís saben que la mezcla de tantos sabores deja un after taste fuerte que neutralizan con su postre. En otro pocillo —también de bronce— sirven yogurt natural, blanco, espeso, un poco grumoso, con trocitos de coco y aroma a pistacho y azafrán. Se llama sikarni. Se come con una cuchara pequeña. Antes de ese día en Katmandú, jamás hubiera elegido eso como postre, tampoco cumple la función de algo dulce después de lo salado, sino de un cierre ecuánime de un almuerzo muy dualista. En la mesa, hay sensaciones fuertes —del ají, del curry— y débiles —el arroz y el yogurt. El resultado es un equilibrio delicado que nunca será igual en una misma mesa, cada comensal, mientras degusta, crea su propia experiencia gastronómica.