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Todos podemos caer en el uso del sufrimiento de la gente que es desalojada a la fuerza para promover nuestra agenda. Eso es exactamente lo que ha pasado, una vez más, con las cuarenta familias de la cooperativa Mélida Toral -en un pequeño brazo del Estero Salado de la isla Trinitaria, al sur de Guayaquil-, que lo perdieron todo. Cuando alguien que nos cae mal lo hace, reclamamos indignados. Cuando alguien que nos cae bien lo hace, lo justificamos fríamente. Así se han tornado nuestras discusiones. Una estructura binaria polarizada. Somos seres sin ninguna autonomía crítica y sin la habilidad de distinguir toda la gama de matices entre el blanco y el negro. Pero –más importante– sin la habilidad de vislumbrar las relaciones causa-efecto que engendran los problemas de los cuales nos quejamos. Aquí voy a aprovechar de ese momento de sufrimiento ajeno para promover mi agenda: buscar la creación de sistemas antifrágiles en nuestro planeamiento urbano. Nassim Taleb, autor del libro El Cisne Negro,  concibió el concepto de antifragilidad como una condición en la que una situación adversa, en lugar de afectar el sistema lo hace más fuerte. Un ejemplo sería la historia mitológica de la Hidra: cada vez que se le corta una cabeza, la Hidra genera dos. Sucede igual con las invasiones al pie del Estero Salado en la isla Trinitaria: estamos dejando pasar la oportunidad de convertir una situación adversa en una fortaleza.

Desde niño recuerdo haber crecido en Guayaquil con la horrible imagen de gente de pocos recursos económicos siendo desalojada de sus viviendas. El problema de las invasiones en Guayaquil se vive día a día. Se ha vivido por años y se seguirá viviendo mientras prefiramos no entender su relación causa-efecto y nos acordemos solo de lo feo que es un desalojo. Si solo cuestionamos el fenómeno de las invasiones de forma reaccionaria cuando vemos ese operativo –como el que hubo en contra de moradores de la cooperativa Mélida Toral–, y lo olvidamos el resto del tiempo, estamos –en cierta forma– siendo cómplices del problema.

El desalojo de la Mélida Toral parece ser parte de su plan ecológico del Gobierno para Guayaquil. Seguramente para instaurar la reapropiación por parte de los manglares en el área intervenida, y lograr el posible aumento o retorno de especies animales locales para fomentar turismo ecológico, como, por ejemplo, el avistamiento de aves. La recuperación de los manglares –y por ende del Estero Salado– como ecosistema es quizás la meta más importante para lograr un gran salto cualitativo en cuanto al nivel de vida en Guayaquil. La recuperación del Estero sería el único argumento realista para pensar en ella como un destino turístico de potencial internacional.

El Estero como escenario natural de esparcimiento, deporte y diversión cambiarían radicalmente el uso de la ciudad por parte de los guayaquileños, creando un efecto dominó y un reencuentro del ciudadano con el espacio público abierto y la movilidad a pie. Un estero rehabilitado podría ser usado como vía de movilización pública y privada: Con un Estero rehabilitado, Guayaquil podría llegar a ser una Venecia tropical.

El Gobierno está en lo correcto: ir recuperando el Estero es una prioridad vital para Guayaquil. En lo que el Gobierno se equivoca es en el falso dilema de tener que escoger entre la preservación del manglar y la habitación humana de este ecosistema.

En el colegio tuve que leer algunas obras literarias, pero la que más me gusto fue Don Goyo de Demetrio Aguilera Malta. No recuerdo cada detalle, pero sí que para mí esta novela encapsulaba la falsa premisa que sugiere que progreso es sinónimo de subyugar al punto de eliminar a la naturaleza, en lugar de encontrar un balance que beneficie tanto al entorno natural como a la sociedad humana que lo habita. Es decir, pensamos que construir ciudades es la antítesis de la preservación del medioambiente, en lugar de pensar que la construcción de asentamientos bien puede establecer una relación simbiótica de mutuo beneficio entre la naturaleza y el hombre.

Después de haber visitado parques de manglares en Sri Lanka y Bali, puedo decir que la noción de que un asentamiento humano es antítesis a la preservación y explotación turística de una zona de Manglar es un gran error. Es más, diría que tener comunidades viviendo simbióticamente con el manglar es la mejor forma de preservarlo.

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Imagínense que quisiéramos habilitar la zona de manglares de Guayaquil haciéndolo un circuito turístico hasta El Morro: cien kilómetros. La realidad es que un flujo de turistas por esta región necesitaría de soporte logístico a lo largo de la ruta: hospedaje, guía, alimentación, seguridad. Ese flujo también requeriría de infraestructura turística a lo largo de los manglares, y esta infraestructura requeriría cuidado, servicio y mantenimiento. ¿Quiénes mejor para atender al turismo que personas que vivan en la región? ¿Quiénes conocerían mejor todos los recovecos del área? ¿Quiénes tendrían el interés más grande por preservar una fuente de recursos como el turismo dentro de su comunidad?

Aparte de estos aspectos prácticos, se olvida que el turista del primer mundo lo ha visto todo –presencialmente o por la red–, así que el turismo hoy es más que nada de experiencia: busca sumergir al visitante dentro de una cultura local diferente a la suya. En un mundo globalizado y homogenizado, lo que el turista del primer mundo busca no es otro Disneyland u otra Las Vegas, sino experimentar, por unos días, una forma de vida diferente a la que él vive en el homogéneo mundo actual. Qué mejor que ofrecerle a un turista poder vivir como un trinitario. Cuando digo trinitario no me refiero al modo de vida de las invasiones sino a un posible modelo simbiótico que, por años, gobiernos locales y centrales han perdido la oportunidad de desarrollar en el Suburbio Oeste y la isla Trinitaria en Guayaquil.

El caso del Suburbio Oeste y la isla Trinitaria—para volver a Nassim Taleb– son un escenario excelente para aplicar el concepto de antifragilidad: estas zonas son urbanísticamente las más problemáticas de la ciudad, y, sin embargo, se encuentran en la que, potencialmente, sería el área más rica en atractivo turístico innato de Guayaquil.  Siguiendo a Taleb –crear un sistema que tienda a ser más exitoso mientras más situaciones aparentemente adversas ocurran– podríamos imaginarnos un tipo de estrategia urbana donde, mientras más personas quieran asentarse en las zonas del Estero, más ecológicamente protegido estaría, al tiempo en que se volvería más atractivo para el turismo ecológico.

Si esto suena contradictorio, es porque lo es. Pero solamente dentro de la falsa premisa que hemos manejado durante toda la historia urbanística de Guayaquil donde hemos dado por hecho que no hay más que escoger entre dos opciones que son excluyentes entre sí: a) Progresar en civilización; o, b) preservar la naturaleza. Ese es el mayor problema. Afecta a los ecuatorianos que trabajan en el gobierno central, afecta a los ecuatorianos que trabajan en el Municipio, afecta a los ecuatorianos que trabajan como arquitectos, urbanistas y promotores inmobiliarios. Nos afecta a todos los ecuatorianos.

Si pudiésemos ver que no hay incompatibilidad entre los asentamientos humanos y el cuidado, preservación y explotación turística sostenible del Estero, sería muy obvio que la mejor vía hacia un nivel de vida más elevado para los habitantes de la Isla Trinitaria y partes del Suburbio Oeste, sería convertirlos a ellos en Guardianes del Estero.

¿Por qué debemos dar por sentado que los asentamientos humanos y la conservación del Estero y su uso como potencial turístico no son compatibles?

Hay ya ejemplos alrededor de Guayaquil que prueban lo contrario. Los triunfos internacionales de los atletas del canotaje ecuatoriano son un ejemplo de un uso positivo del Estero en la comunidad. Puerto Hondo es otro claro caso que demuestra que puede haber asentamientos humanos afines al turismo ecológico.

Durante comienzos de la década del 2000 pasé muchos tiempo en el Suburbio Oeste y la isla Trinitaria haciendo mi curso de graduación de Arquitectura. Recuerdo la pobreza material y recuerdo la sensación de inseguridad y miedo que sentía cada vez que visitaba la zona. Pero también recuerdo muy bien que me encantaba ir porque me parecía increíble estar dentro de Guayaquil pero sentirme tan en contacto con la naturaleza, tan alejado del calor sofocante de la ciudad. No sé si sea un dato medible realmente, pero cada vez que voy a la Trinitaria y las riberas del Suburbio Oeste siento que hay más brisa que en Guayaquil. ¿Por qué, en lugar de ver esta área de la ciudad como el botadero social de Guayaquil, no pensamos en cómo convertirla en el Huerto Urbano de Guayaquil?  ¿En el Jardín de Guayaquil? ¿En el Montañita (el de 1999) de Guayaquil?

¿Por qué dejamos que los traficantes de tierras destruyan nuestro recurso más importante y hundan en la miseria a los más pobres, en lugar de usar nuestro ingenio para hacer de los más pobres los Guardianes de lo más rico? El Mangrove Specialist Group lo incluye como una de las estrategias para la preservación de manglar en el mundo. En otras partes del mundo ya se hace, con mucho éxito. Por ejemplo, en Filipinas las comunidades trabajan en la recuperación del manglar. En Sri Lanka, el proyecto fue parte de la recuperación del tsunami de diciembre de 2004. No es difícil imaginarse que con algo de ingenio podríamos diseñar comunidades a lo largo de las riberas del Estero donde los habitantes se dedicasen a la reforestación del manglar, a la pesca artesanal de crustáceos y moluscos locales. A guiar turistas, a construir los senderos, muelles y hostales donde se alojarían los visitantes. A mantener, atender y cuidar a esta infraestructura turística. Deberíamos invertir más tiempo en pensar cómo podríamos alentar la creación de una cultura local del Estero: música, cocina, literatura del manglar.

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Más allá de la aparente crueldad y falta de coordinación efectiva del desalojo de esta semana en la cooperativa Mélida Toral, lo que más cuestiono es la falta de imaginación que lleva a las autoridades a pensar que deben escoger exclusivamente entre lo uno o lo otro, entre preservar el Estero y erradicar la posibilidad de tener asentamientos humanos en sus riberas. Vale decir que no es culpa de las ‘autoridades’ solamente: todos tenemos ese falso dilema como norma.

Empecemos a ser realmente creativos: cuando nos encontremos con un problema no solo lloremos por el efecto (un desalojo cruel por ejemplo) sino que combatamos la causa (tráfico de tierras, falta de planeamiento urbano). Planeemos mejor estrategias antifrágiles que se hacen más fuertes mientras más situaciones negativas enfrentan. Es decir, aprendamos a planear nuestra ciudad creativamente. Si existen desalojos crueles es porque se permitió primero un tráfico de tierras irresponsable, y un tráfico de tierras irresponsable sería imposible si estas áreas sensibles hubiesen sido planeadas de antemano por las autoridades competentes. La lección que no debemos olvidar es: no se cuida lo que no se usa.

 

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Estrategias urbanas para resolver las invasiones en Guayaquil

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