Los campos verdes están llenos de almendros y cerezos recién florecidos. El camino desde Madrid a Extremadura, una provincia al oeste de España, luce así, como sábanas de algodón rosa y blanco sobre la hierba. Mi destino es Olivenza, un pueblo silencioso y tan tranquilo que parece abandonado. Un sitio atractivo –de esos que da gusto mirar– que quizás no aparecería en el mapa si no fuera por los tres días de la Feria del Toro, que se celebra cada año del cinco al ocho de marzo. Llego a Olivenza antes que empiece el populoso evento –concurrido por ochenta mil turistas–, para ver de cerca la pequeñísima ciudad de doce mil habitantes. Llego a la hora de la siesta y parece un pueblo fantasma.
Algunas calles están bloqueadas solo para transeúntes. Hay un par de policías en la Plaza de España y un puesto de comida –que no sé si recién abre o está cerrando– de donde se escucha el único ruido que altera el silencio: desde un altoparlante, una voz promociona la Feria que hará que Olivenza pierda su quietud. Antes de que eso suceda, la recorro.
Olivenza queda en la frontera entre España y Portugal. La mayoría de sus calles son de piedra, y otras, de baldosa clara. Cuando el sol se refleja en ellas, brillan más. Pero este pueblo, con o sin sol, se ilumina solo por su color: todas sus casas son blancas. La claridad se ensombrece con el ladrillo pardo de las torres y murallas históricas. Desde 1230 hasta 1801, hispanos y lusos se arrancharon el pueblo y sus reyes mandaron a construir murallas y castillos para defenderse del otro. Cinco atalayas y diez murallas la rodean. Olivenza, es tan española como portuguesa.
La doble identidad de Olivenza se refleja también en sus plazas y calles que aún conservan ambos nombres: la Plaza de la Constitución es también Antiga Praça, donde están la mayoría de restaurantes. En el centro del pueblo está uno de los lugares más hermosos: el Alcázar y la Torre del Homenaje de Olivenza, edificada por el Rey Juan II de Portugal en 1488. Para llegar a la terraza más alta –a treinta y cinco metros– se sube por unas rampas de piedra que rodean toda la torre en su interior. Ahí dentro está iluminado por falsas antorchas y pequeñas ventanas desde las que se ven los tejados de sus pintorescas casas pero el camino es frío, muy angosto, claustrofóbico. Al final del recorrido, se aprecia todo el pueblo –tranquilo y silencioso– inmerso en el paisaje verde que lo rodea. La caminata por sus calles rocosas y sus altas torres puede terminar con unas tapas: tortilla de papas, aceitunas, jamón ibérico y pan.
Olivenza se parece a Colonia –en Uruguay–, un pueblo que se recorre en un día pero que se disfruta en cada esquina. Un lugar donde es inevitable detenerse en cada cuadra para fotografiarlo. Llegué a Olivenza para la Feria pero antes de que empiece, sentí que ya quería quedarme, anhelé que esos tres días de ruido que estaban a punto de llegar, se vayan y devuelvan ese silencio a Olivenza, esa quietud perpetua, como si siempre fuese la hora de la siesta.
El encanto de este pueblo español no está en los tres días de su feria taurina, sino en su calmada rutina.