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Una pregunta que los estudiosos de la riqueza y pobreza alrededor del globo se hacen de vez en cuando es ¿Qué tamaño debe tener un país? Una más importante podría ser ¿qué tamaño realmente tiene? Cualquier viaje por un país, región o continente con algo de atención nos puede llevar a la conclusión de que los países tienen fronteras completamente arbitrarías. El lenguaje , las costumbres, reglas legales así como extralegales y demás instituciones socioeconómicas que coordinan a las sociedades no empiezan ni terminan donde se fijan esas fronteras. Las salvaguardas comerciales recientemente impuestas por el gobierno ecuatoriano no son sino un caso de los políticos y tecnócratas de la Economía jugando Sim City –un videojuego para construir ciudades– con nosotros.

Sim City

En un cóctel o reunión familiar se escuchan toda clase de explicaciones para el éxito o fracaso económico de los países. La ausencia o no de cuatro estaciones, la guerra o la falta de una guerra que unifique voluntades, el acceso o falta de acceso a recursos naturales, la genética. Todas ellas suponen que los países son entidades completas y delimitadas. Incluso cuando un nacionalismo feroz hace que así sea –Japón viene a la mente inmediatamente–, el juego no ocurre dentro de lo visible al observador de lentes miopes. ¿Qué tiene que ver Sim City en todo esto? En Sim City –o en el juego de la alcaldía de la enciclopedia El Mundo de los Niños, da lo mismo– juegas a tener un pueblo o ciudad completos. Quieres que tenga su escuela, su fábrica, su iglesia, su puerto o aeropuerto. El problema es que los procesos económicos no funcionan así. (Ni siquiera las firmas funcionan así. Una firma puede ser una red de empresas interconectadas, un clúster entero o una sola empresa legal.)

Pensar que cada país debe tener todo dentro de sí para estar completo es absurdo y antieconómico. Pensemos justamente en Japón, el milagro económico exportador de los 60s. Japón no produce la inmensa mayoría de los alimentos que sus habitantes consumen. El concepto de soberanía alimentaria simplemente no existe. Tampoco se volvió una potencia exportadora devaluando, por cierto, ni con aranceles altos (bajaron drásticamente en los 60’s justamente). Pensemos ahora en Luxemburgo, el territorio de ingreso por habitante más alto del mundo. Los luxemburgueses utilizan bienes producidos en cualquier parte del mundo, salvo en Luxemburgo. El concepto de sustitución de importaciones simplemente no existe. Puede parecer que se trate de dos casos aislados. Pero en realidad su éxito es tan espectacular que no puede ser ignorado por los jugadores nacionalistas de Sim City de todo el planeta.

Un poco de historia de aranceles y otras trabas al comercio

Un premio Nobel de Física le preguntó a un Nobel de Economía si podía mencionar una ley o principio económico que no sea obvio pero sea importante (no trivial). El economista le dijo que la ley de ventajas comparativas. Ni siquiera la mitad de los economistas contemporáneos entiende todas las implicaciones de este principio, que explica por qué el aislamiento empobrece, por qué Bill Gates no contesta su propio teléfono ni aspira la alfombra de su oficina y por qué es bueno que haya genios empresariales a cargo de muchos y no de pocos recursos. Si una familia o barrio empieza a producir todo casa adentro, en poco tiempo se vestirá peor y más caro, tendrá electrodomésticos más costosos, arte limitado.

El sociólogo de centroizquierda Robert Putnam publicó los resultados de un estudio suyo muy interesante. Halló que las ciudades con mayor diversidad cultural, étnica y religiosa de los Estados Unidos contaban con menos capital social. Es decir, menos solidaridad entre extraños en emergencias y menos sentido de comunidad en general. Sin embargo, contaban con otra cosa a cambio: mucha más innovación artística y tecnológica. Por el contrario, en poblaciones más homogéneas había más capital social, pero poca innovación, y cierta petrificación religiosa. ¿Qué significa esto? Que el intercambio entre extraños no solo trae beneficios materiales sino de ideas, sensibilidades artísticas y, si se quiere, espirituales. Es por eso que aislarse empobrece en más de un sentido.

Si el ejemplo del barrio o el hogar aislándose parece absurdo, recordemos que la Francia del XVII tenía aduanas y aranceles entre provincias para promover la industria local libre de molestosa competencia interprovincial. Como el francés Frederic Bastiat diría dos siglos más tarde en una Francia ya liberal y dinámica, nada significaba más “injusta competencia” que la gratuita luz del sol a los fabricantes de velas y sus trabajadores.

¿Por qué importa tanto el Ecuador? ¿Para qué sirven las salvaguardas?

Importamos mucho por dos razones: una cultural y otra macroeconómica. A pesar de que el sector externo –dejando el petróleo de lado por un instante– no llega al 15% de la actividad económica ecuatoriana, es innegable que la mayor parte de los bienes manufacturados o de alto valor agregado vienen de afuera. Esto es preocupante en sólo un sentido: los ecuatorianos somos consumidores exigentes y productores laxos.

Se ha hablado mucho del clima como elemento de cortoplacismo, la maldición de la abundancia de recursos naturales o las (malas) costumbres de los ecuatorianos. Los economistas liberales prefieren otra explicación: el clima de negocios ha sido moldeado por privilegios y asfixias estatales que ahuyentan la competencia mundial en forma de inversión extranjera independiente, importaciones baratas y crecimiento de nuevas empresas ecuatorianas importantes.  Demos o no en el blanco con la explicación, el resultado es el mismo. Somos mejores consumidores que productores.

Macroeconómicamente hablando los incentivos han exacerbado el problema. A pesar de los slogans apoyando la producción nacional y las políticas industriales diseñadas en la CEPAL –o en parte debido a ellas– las importaciones han aumentado. Asfixiar o destruir el sector privado (por ejemplo, en Venezuela) no ayuda, por supuesto. En Venezuela el 70% de los alimentos que se consumen son importados. Ecuador no es Venezuela. Hay un principio macroeconómico  en operación junto a la asfixia y privilegios: entra dinero, se gasta aumentando la demanda agregada local pero la oferta agregada no puede responder en cantidad ni calidad. Una parte considerable, sea en volumen o en valor (calidades) debe ser importada.

La dolarización y el pánico de los economistas

La dolarización es la única institución económica que opera en el Ecuador y tiene estándares internacionales. Es como utilizar un reloj suizo. No te hace mejor exportador un reloj que se atrasa. De hecho ser puntual te quita un problema –jugar a las devaluaciones a costa de salarios y ahorros de los ciudadanos menos contactados en el mundo financiero– y no te deja más remedio que concentrarte en agregar valor.

En vez de competir con las camisas chinas por precio, haces una marca como Gap y Pinto para escapar esa competencia. Si agregas valor ya no compites en la misma cancha que las baratijas y simples commodities.  La dolarización no necesita ser defendida, salvo de las ideas económicas de la era monárquica o de estilo Sim City y de nuestra propia idiosincrasia. ¿Qué se puede hacer? Volvernos un paraíso fiscal como fueron Suecia, Estados Unidos, Holanda y Argentina cuando se industrializaron: despegaron y multiplicaron los ingresos de sus familias diez veces. Y, a la vez –y esto es muy importante– traer bancos internacionales por decenas como hace Panamá para que cuando se necesite liquidez –suponiendo que liquidez y cantidad de dinero son lo mismo, que no lo son– o crédito barato, se utilice el ahorro que no es sino el fruto de los hábitos y entorno de ahorro de otros países mejor posicionados en ambas cosas.

A manera de conclusión, las salvaguardas y medidas parecidas responden a una visión Sim City de las economías. La idea de que todos los países deben hacer de todo llevaría –y llevó en algún momento– a la idea de que cada provincia de cada país, también. En realidad los países pequeños hacen bien en especializarse frente al mundo o megapaíses como Sudamérica, en tener moneda fuerte para aprender a exportar valor –y no solamente volumen– y,  sobre todo, en volverse territorios donde la reinversión sea realmente atractiva. La dolarización no necesita ser defendida con salvaguardas sino potenciada con libertad económica frente al mundo.

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Razones por las que la dolarización no necesita ser defendida