Sentado con las piernas cruzadas, en medio de una sala es pequeña y luminosa, un hombre –piel café, pelo negro, los ojos saltones detrás de unos lentes sin marco–, parece pulirse los dedos. Cuando me acerco, veo que, en realidad, sostiene, un diminuto pedazo de roca azul que pule con delicadeza, al rozarlo con una rueda de piedra gris y lisa, que hace girar con un palo que sostiene en su mano derecha. Formará un pétalo con el que –con otros cinco pedazos– creará una flor, que colocará sobre un círculo de mármol blanco, para hacer un porta vasos. La demostración es breve, la acción parece fácil, pero es solo una milésima parte de un trabajo de mucha paciencia, que puede durar un mes. Es el oficio de los artesanos que repiten la técnica que utilizaron sus tatarabuelos hace tres siglos y medio cuando construyeron el Taj Mahal, en Agra, en el norte de India.
Visitar el taller sirve para comprender cómo se construyeron los miles de detalles en las paredes, pilares, tumbados de uno de los mausoleos más grandes y costosos de la historia. El Taj Mahal fue se edificó hace más de trescientos años por orden del emperador mongol Shah Jahan, como un gesto de eterna memoria de su esposa favorita, Mumtaz Mahal. Caminar por dentro y por fuera de esta imponente edificación es deslumbrante. Recorrerlo es entender la capacidad de los hombres para elaborar cosas alucinantes. La enorme tumba –declarada Patrimonio de la Humanidad en 1983– fue un desmedido ejercicio de paciencia: lo construyeron veinte mil personas en veintidós años.
Entre esas veinte mil estaban los antepasados de Jaay, un artesano de pelo blanco, piel oscura, lentes, y mirada fija, que –sentado en el piso– trabaja en el taller. No habla inglés pero uno de sus compañero –que lo presenta como master– traduce sus escuetas respuestas. Lleva cuarenta y cuatro años en el oficio. Lo aprendió de su padre, que lo aprendió de su abuelo. Los tres principiantes que lo rodean lo observan, y el oficio se perpetúa. Jaay lleva una camisa lila de mangas largas y un pantalón café, como de un casimir elegante, que contrasta con sus pies descalzos. Es, para los demás artesanos, el más respetado. Sobre un trozo de mármol sin pulir ha dejado cinco gotas azules delgadísimas de cinco milímetros de largo y uno de alto. Es casi una astilla. Son de lapislázuli. Las levanta y compara para ver que estén iguales. Moja una para quitar el polvo que quedó por lijar. La sumerge en un pequeño recipiente de agua que tiene junto a la rueda. Dice que puede tardar más de una hora en dar forma a solo una pieza del tamaño de una arveja. Un paciente ejercicio, que alguna vez estuvo al servicio de un emperador doliente.
Aquí, la paciencia paga. Un adorno de elefante de mármol blanco con detalles de malaquita, coralina y lapislázuli, de ocho centímetros –entra en la palma de la mano–, cuesta doscientos cincuenta dólares. Un plato redondo de veinticinco centímetros –como los que usamos para el almuerzo–, dieciocho mil dólares. El precio no depende del tamaño sino del acabado. El plato carísimo está decorado con flores chiquitas, y cada una tiene cincuenta y cuatro piezas distintas.
Junto a los artesanos sentados en el piso, hay pedazos gruesos de mármol que encima tienen decenas de piezas diminutas y medianas, de diferentes formas –círculos, gotas, triángulos–. Es un caos que los artesanos entienden, conocen y comparten. No es un oficio individualista, todos, como hace tres siglos, se apoyan.
Es un oficio comunitario. Las láminas de piedra –que se pulen con hartísima dedicación– no se colocan encima de la superficie de mármol, sino que están incrustadas al mismo nivel. Otro grupo de artesanos crea esas hendiduras –con la forma y el tamaño exactos– de la pieza que va a entrar. Usan una especie de pico para romper el resistente y pesado mármol. Las formas encajan y el resultado es un adorno precioso –flores naranjas, azules y celestes con tallos delgados celestes y verdes–, pero aún un poco opaco. La tercera y última fase es una capa de una suerte de barniz. Por cada obra de arte que venden en el taller, trabajan mínimo tres personas, una para cada fase.
La demostración tradicional del trabajo de los artesanos, para los turistas, dura quince minutos. El siguiente paso –sugerido por un guía acostumbrado al turismo de multitudes– es subir al segundo piso para ver las artesanías terminadas en la tienda, el recomendable, es detenerse donde trabajan los hombres y ver, más de cerca, su admirable oficio.
En la tienda con dos salas en el segundo piso, el administrador no permite tomar fotografías de los estantes. Hay imágenes de elefantes, Budas –de diez centímetros a un metro–, superficie de mesas, bordes para espejos. Todo es bellísimo. Pesadísimos. Carísimos. Como es imposible que un turista se lleve a casa una estatua de cuarenta centímetros de Buda, el vendedor ofrece el servicio de entrega, con garantía. Mandarlo a América Latina cuesta mil dólares. Si se observa de cerca la elaboración de cada objeto, tal vez, los escandalosos precios no parezcan tan exagerados.
No hay un cálculo exacto de cuánto le costó el Taj Mahal al emperador Shah Jahan pero sus excesivos gastos, que incluyeron traer piedras de China, Persia, Egipto y Rusia, casi lo llevan a la quiebra. Sus hijos creían que estaba loco y obsesionado con su difunta esposa y para evitar que siga gastando su fortuna, lo encerraron en el Fuerte Rojo. Su amor por Mumtaz Mahal no solo nos dejó uno de los monumentos más preciosos del mundo sino el legado de un grupo de personas que honran el valor de lo pequeño y precioso.
Descendientes de los artesanos escultores que construyeron la icónica tumba continúan una tradición de casi cuatro siglos