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Una noche, un policía me detuvo porque no le gustaron mis lentes. Volvía con unos amigos de un bar cercano a mi casa en la Floresta, en Quito, cuando dos oficiales –un hombre maduro y otro joven– me acusaron de conducir ebrio. Después de una larga discusión, el policía joven le confesó a una amiga que nos detuvieron porque al más viejo no le gustaron mis lentes. Mis lentes son negros de marco grueso: retro. Los odio profundamente, no solo porque son incómodos, pesados y me hacen sudar la frente, sino porque me delatan: son ‘hipster’ y por ello el policía me aborrecía con toda razón.

Ahora bien, desde dónde leemos este encuentro ¿desde su prejuicio, o desde el mío? ¿Quién está fuera de lugar: el hipster o el policía? ¿Qué razón vale? El lugar de la enunciación lo cambia todo. Para comprender esto, sirve pensar en el revuelo tras la lectura entrecortada de Agustín Delgado en la Asamblea Nacional: la lluvia de críticas y la ideología detrás. ¿Quién está fuera de lugar: el Tin o el hípster? Vamos por partes.

 

I parte: confesión hipster

Cuesta admitirlo: soy un hipster. Tal vez hay que admitirlo para dejar de serlo, cual alcohólico. Los hipsters negamos serlo, y por eso, aunque es una tendencia global, no hay discurso, reivindicación o movimiento. Según la noción de fluidaridad, del sociólogo Kevin McDonald[1], los movimientos activistas actuales se vuelven más endebles y se disuelven más rápido; las comunidades dejan de ser una construcción del ‘nosotros’ y se convierten en una ‘experiencia pública del yo’. Ahora transitamos y performamos entre varias comunidades en una búsqueda personal. Así mismo, el hipster recolecta estéticas y afectos de otras épocas y latitudes, turisteando para encontrarse, no en una, sino en el acto mismo de buscar(se), de curar(se). Varias críticas a lo hipster parten de la idea de Capital Cultural de Pierre Bourdieu. Este se refiere al valor que determinados grupos sociales dan a ciertos objetos particulares, y cómo estos objetos generan estatus social. El valor es relativo al grupo. Por ejemplo, tener un tatuaje puede darte estatus en un grupo y condenarte en otro. Lo hipster se apropiaría de afectos y objetos sin realmente pertenecer a las colectividades que les dan valor. De ahí el desprecio. Sin embrago, en nuestro mundo globalizado, acumular objetos culturales foráneos se ha vuelto ineludible. Por eso no se puede separar completamente la apropiación hipster de cualquier vocación intelectual o estética por estos objetos. En mayor o menor medida, muchísimos de nosotros somos potenciales sanguijuelas culturales: casi-hipsters.

En la educación artística, museos o arte comunitario, una premisa usual es la de ‘todo ser humano es un artista’. Si a esta tendencia le sumamos los medios digitales –la web 2.0, el prosumidor, el periodismo bloggero, las redes sociales y demás– tenemos las condiciones para que no solo todos seamos artistas, sino también periodistas, agentes de opinión, filósofos, expertos culinarios y sobre todo curadores. Lo que queramos ser y en dosis discretas, para probar de todo sin el inconveniente de involucrarnos de lleno. Este acercamiento tiene consecuencias, en el arte abundan los ejemplos de usos de conocimientos, prácticas y estéticas populares, que caen en lo peyorativo. Basta revisar el kitsch como tendencia. En lo local, además de los coqueteos con la tecnocumbia, nos encontrarnos a cada paso con iconografías religiosas alteradas. Una necesaria crítica a la religión, sin duda, pero también un conveniente atajo simbólico. Una virgen popular, lo sabemos bien, pega con lo que sea: dildos, revólveres, vaginas (muchas), una cámara -interesante, el gran Otro nos retrata-, un cuy -el sincretismo andino-, nómbralo… Enmarcado en las prácticas creativas, el hipster quiere rescatar objetos y afectos curiosos del destino fatal de su subdesarrollada morada en el gusto popular, para reacondicionarlos a la tendencia global. Es el encargado de introducir al mercado y dar plusvalía a estos capitales culturales. Es la avanzadilla de los procesos de gentrificación. Curiosamente, se pueden establecer muchas coincidencias entre el hipsterismo y el Barroco, como estética aglutinante, sincrónica y universalista de la colonia, en donde todo puede entrar y se teme al vacío.

Lo hipster actúa como un paraguas estético que se pretende a-político. Y no es que no existan posturas individuales o tendencias eco-bio-fairtrade; sino que nada es reivindicado bajo la bandera franela a cuadros. Al no estar directamente enunciada, la ideología que da sombra a lo hipster es ideología en su ‘estado cero’, y es, por supuesto, la ideología liberal (ese angelito/diablito que nos susurra al oído que es imposible retroceder un milímetro en cuestión de libertades individuales y placeres mundanos). Lo hipster puede dialogar, asimilar y abarcar tanto porque está sustentado en una ideología hegemónica de cómo entendemos nuestra relación con las cosas y con otros. Las protestas de mayo del 68 contra un capitalismo fordista rígido y deshumanizante fueron basadas en la creatividad, las libertades individuales y la autonomía: nociones que fueron incorporadas en el nuevo espíritu del capitalismo[2]. En este cambio de subjetividad aparece la figura del yo-neoliberal[3]: el emprendedor y consumidor flexible, adaptable, informado, habitualmente ligado a las industrias y prácticas creativas, poseedor de una actitud cool, rebelde y contestaría. Todo esto muy bien representado en mis lentes.

El policía reconoció el estereotipo con sus significados e ideologías. Los lentes, el barrio, el ambiente festivo despreocupado y la soberbia. En especial esto último, mi apelación soberbia a su racionalidad y la forma ilustrada y políticamente correcta en que lo hice fue lo que completó el ciclo: el inicio y el final del círculo reproductivo del desprecio. El policía pudo confirmar que yo no era una excepción sino que ‘la identificación es positiva, mi sargento’.

Admitir ser hipster implica admitir sus modales clasistas y racistas. Pero cómo renunciar a Bowie, Wes Anderson, al sushi o cualquier huevadilla globalizada placentera que pueda ser mía. ¿Se puede? ¿Se debe? ¿Cómo volver a lo ‘nuestro’, a descolonizarse? ¡Qué tarea tan extremadamente compleja! Si usamos el método del alcohólico: luego de admitirlo y pedir perdón, los pasos 2, 3, 5, 6, 7, 11 y 12 implican a Dios. Es por eso que el comunista en boga Slavoj Žižek[4] ve solo dos salidas a la ideología liberal capitalista: el fundamentalismo religioso o una izquierda radical que más allá de un proyecto reformista pueda cambiar el modelo socio-económico. ¡La segunda opción, por favor! Sin embargo, es complejo cuando la movilización se articula fragmentada, en distintas batallas particulares, mayoritariamente basadas solo en derechos individuales y no en cambios estructurales; porque para eso último hay que organizarse de verdad y no andarse por ahí paseando en una constante exploración personal. Aunque parece muy improbable ahora renunciar a los placeres globales, tal vez, por lo menos podamos dejar de reproducir una lógica colonial de adiestramiento modernizante, de querer salvar a la cultura popular del peligro de sí misma y de entablar otro tipo de relaciones con ella, que sí son posibles y que de hecho existen. Dejar de ser tan mojigatamente clasistas y racistas.

II parte: la negación del Tin

En la subestimación y estigmatización del pueblo y sus capacidades, bajo una ideología liberal y una performatividad racionalista a conveniencia, los hipsters adhieren al profundo clasismo y racismo de nuestra sociedad, encontrándose con líneas de pensamiento más conservadoras. Una clara ilustración es lo sucedido con el video de una lectura atropellada en la Asamblea Nacional del Asambleísta y ex-futbolista afro Agustín Delgado, que desató una ola de críticas y burlas en medios y redes sociales. La discusión derivó -como todo- en la polarización correísmo-anticorreísmo, mermando cualquier profundización. Ahora, lo interesante fue ver la reacción de negación los hipsters al ser acusados de racismo, evidenciando la estructura de defensa de la ideología liberal. Parafraseando se decía: esto es razonamiento básico, cómo vamos a ser racistas, decir eso es coartar nuestra libertad de opinión. Para entender una ideología, según Žižek no basta centrarnos en las normas y cómo son establecidas, sino en cómo son sistemáticamente –muchas veces consentidamente- violadas, permitiendo que la ideología se refuerce.  Es por eso que el caso del Tin y los hipsters de alguna manera refleja localmente lo ocurrido con Charlie Hebdo: un desprecio racionalista liberal a un otro considerado subdesarrollado, y la imposibilidad de este pensamiento liberal de confrontarse directamente con su lógica colonial.

En Ecuador, el racismo y el clasismo van tomados de la mano. Solo hay que revisar qué sectores han sido históricamente más explotados y pobres, y cuáles más ricos. Invisibilizar esta relación es la primera revelación de la lógica liberal: la idea de que el hombre se construye a sí mismo con el sudor de su frente, sin importar el contexto. Delgado sería el absoluto responsable de su superación. La acusación más que al negro se dirige al pobre. Por eso el ‘pobre-tin y ton’, del caricaturista Bonil reflejó perfectamente el objeto de la burla. La táctica es la invisibilización del sistema estructural que sostiene las diferencias de clase y raza; no solo en la invisibilización del contexto social, económico, educativo, cultural del cual proviene Delgado, sino además en la negación del Tin como sujeto pensante y actuante. El argumento central contra Delgado es que es un dignatario nacional y por lo menos debería saber leer y escribir bien. No es un argumento racista: merecemos y exigimos representantes preparados. En esta visión cartesiana, la única forma de conocimiento digna para gobernar es la razón ilustrada científica, y ésta se demuestra por unos requerimientos técnicos básicos como la lectura. La figura de asambleísta es reducida a la de un tecnócrata hacedor de leyes, y convenientemente no entendida como un representante político, electo por una comunidad determinada, que de paso es también desacreditada y olvidada en la discusión. Podemos creer que Delgado creó su base con inversión social, económica, política y simbólica, como cualquier político; o podemos creer que fue ‘puesto ahí’, aprovechándose de los borregos futboleros. En contextos populistas, el voto popular es constantemente desacreditado, lo que el politólogo Ernesto Laclau[5] bien definiría como denigración de las masas. Al no interesar como representante político de un sector, no interesa el contenido de su discurso. Cuando se lo critica por la forma de su lectura, se hace una construcción mermada de Delgado: es ‘iletrado’, y no empresario, político o representante deportivo. (Por cierto, hay muchos tímidos, tartosos o disléxicos -como yo- culpables de no leer bien en público, sin que eso defina nuestra inteligencia.) Según esta lógica, no hay conocimiento tácito, liderazgo social, o experiencia válida: solo los conocimientos explícitos son dignos de presidir en la razón moderna. Como plantea Boaventura de Sousa Santos, la monocultura del saber consiste “en la transformación de la ciencia moderna y de la alta cultura en criterios únicos de verdad y de cualidad estética, respectivamente”. Esto crea una clasificación social:

“De acuerdo con esta lógica, la no existencia es producida bajo la forma de una interioridad insuperable, en tanto que natural. Quien es inferior, lo es porque es insuperablemente inferior, y, por consiguiente, no puede constituir una alternativa creíble frente a quien es superior”[6].

La figura del negro futbolista conlleva la carga simbólica del cuerpo y su labor esclava. En La condición humana, Hanna Arendt demarca una diferenciación histórica entre trabajo y labor: el trabajo artesanal de la mano es digna de aportar a lo público, y la labor corporal del esclavo debe permanecer oculta en lo privado. Podemos percibir aún esa diferencia: el trabajo artesanal o intelectual es digno de lo público, mientras que el trabajo del cuerpo no, a no ser que sea un cuerpo normado por un lenguaje estético o ritual. No es bien visto que una persona que ejerza la labor del cuerpo no-estético dictamine normas públicas: un albañil, un campesino, un busero, un futbolista. A la final, sólo quienes cumplen los requisitos ejercen la libertad de pensamiento y opinión. El deporte se insertó históricamente en lo público a través de una ritualización del héroe de combate; el rito se convirtió en espectáculo y el combate en deporte con los esclavos gladiadores. ¿Y no son acaso nuestros futbolistas los gladiadores de la cancha? El fútbol ecuatoriano, mayoritariamente jugado por negros y dirigido y comentado casi sin ellos, es habitualmente acusado de prácticas racistas. Solo hace falta ir a ver un partido para oír constantemente: ‘negro hijueputa’  (inferioridad genética)  o ‘negro ignorante’  (inferioridad mental):  las bases de la ideología racista. Cuando  el Tin salió de su lugar en la labor corporal deportiva para entrar en una alta esfera de decisión y acción pública, se le acusa de no pertenecer ahí. Desde los estudios culturales, Stuart Hall señala que el racismo se delata en las tensiones que surgen cuando un excluido entra a un espacio de poder. Para él, la raza es una construcción discursiva, que va alimentándose y mutando en el tiempo a través del lenguaje.

De varios artículos de prensa que fueron reposteados, likeados y comentados eufóricamente en mis redes hipsters, dos ejemplifican perfectamente mi punto. En el primero, “Bullying al Tin Delgado”, Janet Hinostroza reconoce que el Tin ha superado las dificultades de la vida y no es cualquier ecuatoriano.  La periodista dice que es por eso precisamente que las críticas surgen, pues Delgado “no habló desde el corazón como el hombre de pueblo que es, sino que leyó un discurso escrito por alguien más y lo leyó mal”. Hinostroza señala cuál es el lugar del Tin –el de pueblo– y asume que debería hablar desde el corazón. Es decir, desde el cuerpo, y no desde la mente.

“El Tin tiene derecho a reclamar, pero ¿por qué no lo hace con dignidad? Lo que se espera de un gran hombre, como es él, es que pida disculpas… su lectura no corresponde a la labor que hoy desempeña”.

A pesar de reconocer que hubo bullying, responsabiliza a Delgado por no ser el héroe popular que merecemos, resultando en un mal ejemplo para los jóvenes; pide una disculpa, que fue replicada por comentarios y solicitada también por otros periodistas.

El segundo artículo, de Martín Pallares, “El video y el papelón del Agustín Delgado”, se estructura a partir de la incómoda ‘vergüenza ajena’, que para el autor deviene en tristeza, la cual se convierte en indignación. “[H]ay tristezas que no resisten ciertos procesos de racionamiento” comenta. Critica a quienes organizaron la lectura de Delgado y le llevaron a ser Asambleísta –el presidente/partido/gobierno-. Es decir, Pallares asume que Delgado no fue capaz, como sujeto pensante, de tomar las decisiones para estar donde está. Solo al final su indignación se acuerda del “casi analfabeta” Delgado:

“Agustín Delgado pudo haber sido víctima y es inevitable sentir tristeza y lástima al verlo. Pero no hay que dejar de lado que Delgado, como dignatario, tiene la obligación de ser responsable y, si no iba a ser capaz de ser parlamentario, porque no todo genio del fútbol está obligado a hacerlo, no debía aceptar la posibilidad de serlo”.

Como periodista, se esperaría que haga un análisis crítico –idealmente del contenido de las leyes debatidas-, y no que exprese su tristeza y lástima, esa condescendencia ‘políticamente correcta’ de las clases acomodadas hacia los desfavorecidos. Pallares le pide a Delgado que por ética y por razón reconozca su lugar. La idea de la vergüenza ajena de la que parte el artículo tiene mucho que ver, como vimos, con el acercamiento hipster hacia lo popular. Y se ve en el bullying a Delgado una exacerbación agresiva de esa vergüenza. Sectores que “representan” a la letra y la cultura corearon junto a editoriales conservadores para recordarle al exjugador su lugar.

La perpetuación del liberalismo ha residido en su poder de relativizar las verdades políticas. Al no poder entender la relación abusiva y racista del Ecuador como sociedad hacia un individuo puntual como Delgado, la ideología liberal se refuerza. Durante su carrera deportiva, Delgado escuchó tantos insultos que aprendió a bloquearlos para que no afectaran su juego, sin mencionar anécdotas cómo que jugadores negros eran hospedados en pensiones mientras los blancos en hoteles. Ahora, fuera de la cancha, es ridiculizado por una lectura atropellada. La negación del racismo en este hecho pretende ocultar el lugar de poder desde donde se enuncia la crítica, la sátira y la ironía.

¿Y no vemos acaso los mismos síntomas en lo sucedido con la revista Charlie Hebdo? El horror del atentado excluyó la discusión sobre el racismo estructural, desplazándola hacia la violencia fundamentalista, la libertad de expresión y las seguridades nacionales. No es coincidencia que el ataque fortaleciera a la vez a los fundamentalismos –incluyendo nacionalismos europeos-, y al liberalismo y su reivindicación de libertades individuales, en especial la de expresión. La sociedad francesa y europea parecen no confrontar su racismo, su relación política y económica desigual con otras culturas y naciones, y no reconocer su lugar jerárquico en la cadena de odio de la cual es parte. Se discute el odio, no la razón del odio. El discurso de defensa de la libertad prevalece sobre el de igualdad y fraternidad. En Ecuador, el proceso contra Bonil –enmarcado en una polarización política– también desplaza el debate sobre el racismo: no el de la caricatura en sí, sino el de nuestra sociedad en general. Es preocupante que esto se refleje en los sectores más ‘letrados’ y que generan más capital simbólico. Los hipsters clase medieros y pequeños burgueses son demasiado cool para enfrentarse con su racismo. Tampoco develan su lugar de enunciación, ni se enfrentan a su papel en el circuito del desprecio. Así como no se distingue entre interculturalidad y apropiación, tampoco quieren diferenciar una comedia emancipatoria de una basada en la denigración de lo popular, muy gozosa, fácil y soberbia.

Con un poco de labia, podríamos llegar a la conclusión de que el Tin está ‘fuera de su lugar’ y que todos merecemos una disculpa. Podemos intentar disfrazar el racismo y el clasismo de mil maneras, pero está ahí, en nuestra lengua. Lo importante es saber aprovechar estos eventos para mirarnos como sociedad y profundizar en las problemáticas de nuestra convivencia. Al centrarnos en la forma como lee Delgado en vez del contenido de su discurso, lo que representa y a quién representa, leemos, no el fondo, sino la forma: su forma, su cuerpo. Así, las apropiaciones estéticas de la cultura popular también deberían ser leídas de la misma manera, cuestionándonos si éstas vacían a las prácticas populares de pensamiento, decisión y contexto, centrándose y aprovechándose de sus ‘gozosas’ formas y el capital simbólico de su estética.  

También podríamos, sin forzar demasiado el discurso, pensar que el policía andaba de cacería y me debe una disculpa por detenerme por sus prejuicios ejerciendo su pequeño poder. ¿Acaso dejarme llegar a casa no era lo lógico en ese momento, estando tan cerca?

Al parecer, toca cambiar de lentes.

 

[1] De la solidaridad a la fluidaridad: movimientos sociales más allá de la identidad colectiva (2010). Journal of Social, Cultural and Political Protest.

[2] Boltanski y Chiapello El nuevo espíritu del capitalismo (2007) Verso.

[3] Jim McGuigan, El yo-neoliberal –The neoliberal self- (2014), Journal of Culture Unbound.

[4] Viviendo en el final de los tiempos –Living in the end times- (2011) Verso.

[5] La razón populista (2007) Verso

[6] Conocer desde el Sur (2006) UNMSM, pp 72

Bajada

¿Qué tan conservador puede ser un discurso liberal?