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Las inscripciones de los autos son, ante todo, un proyecto retórico a pesar de la retórica. Las fórmulas lingüísticas son empleadas a pesar de su inconsciencia. Su fin es el de ser abanderado de la casta urbana, estandartes augustos de enunciaciones anónimas y proselitistas. Así se recita abiertamente enunciados como “En las curvas me detengo / y en los huecos me entretengo”.  Es patente que esta escritura conlleva un saber que la academia se empina en clasificar, pero sus usuarios porfían en desconocer. Así se ejecuta públicamente la aliteración, el hipérbaton, el asíndeton o la dilogía; lo cabal es interpelar, someter al escrutinio público, a la moderna ágora ateniense: todo para conquistar. No se legisla, se persuade el yo, el ungido y divino placer del cuerpo. Lisonjas ególatras de escrituras sagradas. El código de la ciudad así lo demanda, aunque esta expresividad, expuesta a la múltiples formas pictográficas, sea objeto de reiteradas acusaciones de incultura. Estas leyendas son herramientas y no fin. Saber popular engalanadas sobre el objeto de mayor rugir.

La calles imperadas por el motores es el escenario ominoso del ciudadano. El piloto, diletante de sordidez, avanza la maquinaria como si fuera la extensión orgánica de su ego. El eco automotor como mensaje, como escudo de armas, de proyección del cuerpo personal: herencia cortesana de identificar la ética con el símbolo. ¿Con qué mirada inducirlo? ¿Con la sentencia de aforismo colectivo de un saber unívoco? ¿con el juzgamiento de género menor? ¿con la reducción a un color local? Caer en el criterio literario es fracasar, es reiterar en el mismo error de repetidas generaciones de malos escritores realistas. No es posible la mirada cautiva, solamente la participación en el mismo juego de valores. Saber que nosotros, gente culta, somos llamados también a someternos a los linajes sociales, interlocutores directos del “Pipizudo”.

Un error común sería ver a las inscripciones como mero epíteto: corta atribución que se desempeñan como credencial caracterizadora. Así el conductor de “El arrecho” sería juzgado por valeroso, el de “El aventurero” por temerario y el de “El chévere” por sociable. Simplificar de tal manera es problemático. Una nueva apreciación nos desconcertaría. ¿Cómo, pues, elegir entre las múltiples posibilidades hermenéuticas para “El sutnami”? La motriz terrestre tendría que reinterpretar los terrenos que limitó la ciencia. ¿Y cómo desvelar la incógnita del “100pre Pichi”? Una atribución familiar o barrial, criptograma que sentencia a un mortal a representar por la eternidad un enigma.

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Los desarrollos de la semántica también invitan a los inconvenientes. Con “El ginecólogo” nos movemos en el linde entre la profesión y el oficio. Estamos seguros de su material de estudio, mas no de su método. Para “El incorrejible” estamos entre la duda de si optar por un decadente de la ortografía o un genio iconoclasta. Ni qué decir sobre las imposibilidades de referencialidad para identificar una viable imagen de la realidad. “Se va el caimán” sin saber quién ni a dónde. O “Ahí va mi marido” sin saber de quién ni para qué. El trasfondo opaco de significación es parte constituyente de estas escrituras. Misterios y deseos se suceden, las letras transfieren otros saberes. Son directrices de un ethos en el que también se mueve lo marginal e ilícito. El “sicario del amor” es prueba de ello.

La voz de estas inscripciones más que aseverativas son imperativas e inquisitivas. Por lo que un lacónico “chupalo…” no habría de sorprendernos. Tampoco la estrafalaria “Cuál es tu tusa?”. Aquellas proposiciones nos pugnan y nos obligan a la respuesta. Nuestra perdición está en nunca saber cómo responder. Estas frases de choque van formando un clima belicoso. Así, lemas como “El terror de los sapos y sufridores” o “De rodilla ante Dios / de pie me mato con quien sea!!!” son elevados a la categoría de axioma y retrotrae o pone a vacilar nuestro ánimo de conflicto. Sin embargo, esto no impide que los juicios caiga sobre el propio emisario. Por lo que el “forever alone” y “Pánfilo el único” despiertan nuestra conmiseración y solidaridad. Pero nuestra empatía tampoco logra encontrar dirección y nos convierte en cómplices de la abnegación.

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Este género formado por la prosodia de los carros no es cerrado y permite la constelación de temas. Por ejemplo, uno que ostenta con orgullo y purismo su altiva moral debe señalar que “No acepto grillas”. Su pacatería a disfrutar el cuerpo de libérrimas féminas se contrapone al del hedonista que reconoce que “Solo subo grillas”. Podría considerarse una dinámica pareja, pero únicamente hasta la aparición del vitalismo prístino del gran carnívoro “Cazador de grillas”.

Otro ejemplo es de competencia familiar. Paratextos se forman como extensión del diálogo hogareño, la gran acechanza de la felicidad filial es discutida y puesta sobre la mesa de toda la ciudad: la suegra. Es tanto meritorio la victoria sobre esta, “El engreído de mi suegra”, como la vituperación pública de la misma: “Dichoso Adán que no tuvo suegra”. Este campo semántico es el que lleva a otro a indicar “Gracias a Dios y a mi suegro”. Equilibrar el accionar divino y humano es la misión de las inscripciones. El objeto que conecta todo el discurso automotriz está a la deducción: el pulso libidinal que acciona el acto de alumbramiento, del renacimiento corporal.

Vuelvo así al quid de la cuestión. La decidida ostentación del capital del deseo. El lenguaje que carga con las tentativas del hombre, la inscripción en forma ley y la inapelabilidad del destino:  “De que te lo hundo te lo hundo”. El conocimiento es impartido y su valor es de estricto empirismo: “Para que tumbarlas verdes si maduras caen solas”. Las inscripciones del carro son el trofeo abstracto del perfecto inseminador, héroe apologético de una sociedad que entroniza el acto reproductivo.

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Las formas de valor son las formas que remiten a este acto, distintos derroteros que confluyen en el mismo origen. A esta se subsume la necesidad de competencia y de enfrentamiento, visto como un enraizamiento interfamiliar que lleva a uno afirmar: “Soy fiel de tu ñaña”. Cumpliendo así la cohesión social que forma la identidad del ciudadano. La obsolescencia va a ser la impotencia, condición a negar todo el tiempo. El “Viejito pero picoso” es testimonio de supervivencia. A los ojos públicos importa más el decir que el hacer. Sería falaz decir que todo esto no produce un movimiento más cercano a lo sublime, pero es igualmente falaz aseverar un acto artístico.

Este tropel de experiencias verbalizadas también desembocan en la pedagogía. Un acto aleccionador conmina a la sensiblería para accionar una respuesta afectiva. “Por este lloran  tus ojos…” se dirige a una nueva dimensión humana de una sustancia espiritual. El parafraseo cínico exclama: “Mientras más conozco a la mujer. Más quiero a mi perro!!” Enseñanza milenaria que no por antigua es inválida. El dístico “Paloma, mujer y gato / 3 animales ingratos” encierra una pena mayor. Una afrenta a la vida humana y animal. Toda esta fraseología se resume en una única inscripción:  “El que lo tiene lo luce y el que no lo tiene lo sufre”. Es perentorio el cotilleo ruidoso. A la vista, debe estar siempre a la vista el deseo epidérmico del hombre.

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No hay fe literaria fundamental. Yo creía poseerla y he fracasado en intuir en esta piezas partículas de ella. Me refutaron dos razones. Una es la homogénea reproducción de las inscripciones. Obra de la democrática superstición de que todos, por el simple hecho de elevar la voz, producen un elemento original para la colectividad. Otra es la dificultad de juzgar lo breve. Solamente puestas las leyendas en un sistema es posible aseverar una verdad de trasfondo, traspasando nuestra fe a los capítulos y no ya los renglones.

Borges intentó en su juventud avisar cierta solemnidad literaria extrapolada a los vehículos. De ahí su ensayo “Las inscripciones en los carros” publicado en Evaristo Carriego en 1930. Décadas más tarde esta misma práctica se mantiene y otras recopilaciones pueden verse en Instagram como en @querunoesecarro. Intentando vencer la arbitrariedad y la incredulidad fue escrito este nuevo ensayo. Desvestido entonces de cualquier pretensión, estos párrafos no podrán ser eruditos.

Habido otros precursores de una investigación semejante, este trabajo es incapaz de añadir alguna respuesta. Sabemos a qué están las inscripciones, desconocemos el porqué. Milenios pasaron desde la concluyente afirmación de Ovidio:  

Las causas están ocultas.

Los efectos son visibles para

todos.

César Augusto censuró el Ars Amandi, mis coetáneos su lectura. Habiendo páginas que permitan saltearse este paisaje automotor, yo prefiero a los libros, flores pudorosas.

 

Bajada

Las inscripciones móviles del perfecto inseminador